– Dijo eso, ¿eh? -Murmurando algo, Lozini se volvió hacia Walters-. ¿Al sereno le dijo lo mismo?
– No llegó a darle el mensaje -contestó Walters-, puesto que Snyder afirma no saber quién es usted. Ni siquiera recuerda el nombre del que le habló el ladrón, aunque está seguro de que empezaba por «Lo».
Ted Shevelly y Harold Calesian sonrieron a la vez.
– Anonimato -dijo Shevelly-. ¿Qué te parece?
– Ya era hora -respondió Lozini. Anonimato era lo que quería, aunque lo había disfrutado poco en los últimos diez años. Siempre había algo acerca de él en los periódicos, siempre rodeado de términos como «se supone» o «se rumorea», de modo que ni siquiera llevándoles a juicios podía acallarlos, lo que suponía un infierno en la familia. Los periodistas no tenían sentido de la decencia. Por suerte, los seis hijos de Lozini eran todas mujeres, todas casadas ya y con otros apellidos, pero aún tenía esposa y otros parientes dispersos por el estado.
Walters decía:
– Snyder no sufrió daño alguno. La última vez, cuando algunos de nuestros hombres lo golpearon un poco, le dimos el empleo en la cervecería.
En todo esto había un toque de comedia que a Lozini no le gustaba. Quería pasar por alto esos detalles, ir a otros temas.
– ¿Qué haremos con él esta vez? -preguntó.
Walters se encogió de hombros.
– Unas semanas de vacaciones pagadas. No tiene la menor idea de lo que pasa, ni siquiera de que pasa algo. Es un verdadero testigo casual.
– Deberíamos darle una medalla -dijo Lozini-. ¿Algo más?
– Un hombre en el garaje -contestó Walters-. Lo golpearon en la cabeza, aparentemente Parker en persona. Se llama Anthony Scoppo y salió del hospital esta mañana.
– ¿Es uno de los nuestros?
Walters se pasó la lengua por los labios.
– No sabría decirlo -respondió. El mismo prefería ignorar todo lo posible el trabajo real que realizaba la gente de Lozini.
Lozini miró a Shevelly.
– Anthony Scoppo. ¿Es uno de los nuestros?
– Recuerdo el nombre -contestó Shevelly-. Lo usamos de chófer un par de veces, pero se pone muy nervioso. Hace tiempo que no hace nada.
– ¿Otro mensaje para mí? -le preguntó Lozini a Walters.
– No. Parker ni siquiera le mencionó. Seguramente ha supuesto que comprendería sin necesidad de mensaje, ya que era la tercera operación de la noche.
Lozini le dirigió a Calesian una dura mirada.
– ¿Dónde se supone que está la policía? -le preguntó.
Calesian sonrió tranquilamente, sin darse por aludido ante la acusación de Lozini. Tenía la calma y la arrogancia burlona propias de un policía viejo, combinadas con la tranquilidad y seguridad de quien está en conocimiento de los secretos; uno de los jefes. Siempre hablaba pausadamente, con pequeños gestos expresivos, y nunca levantaba la voz.
– La policía estaba en la calle, Al -dijo-. A eso de las tres de la mañana hicimos un rastreo por todas partes.
– Ese maldito garaje -dijo Lozini- está en la London Avenue, la calle mejor iluminada de la ciudad.
– Teníamos un coche en esa zona -aseguró Calesian-. Había dos coches de los vuestros, Al, allí mismo casi hubo un problema con la policía. ¿Qué le pasaba a esa gente?
– No tienen experiencia.
– ¿Entonces por qué los ponéis a patrullar?
Lozini hizo un gesto como si espantara a una mosca.
– Ésa no es la cuestión -respondió-. La cuestión es ese hijo de puta de Parker. ¿Dónde está y cómo podemos pararle?
– No sé dónde está -dijo Calesian-, como Ted tampoco lo sabe. Recuerda, Al, que nosotros entramos tarde en este juego. Si me hubieras llamado ayer, o incluso la noche antes, después de haber recibido su llamada, habría podido hacer algo.
– ¿Cómo iba a saber que haría lo que hizo?
Calesian se encogió de hombros.
– Hace seis horas que estamos en este juego -dijo.
– ¿Tenéis datos sobre él? ¿Quién es?, ¿de dónde viene?
– No tenemos ninguna identificación, ni huellas, apenas el nombre, Parker. Pedimos datos a Washington; veremos qué dicen.
Lozini lo miró:
– No esperes que digan gran cosa.
Con una pequeña sonrisa, Calesian dijo:
– No.
Ted Shevelly preguntó:
– ¿Qué hacemos con respecto a lo de anoche?
Pero Lozini estaba pensando en otra cosa.
– Hay un medio de enterarme de quién es. Algo sobre él.
Shevelly preguntó:
– ¿Cómo?
– Nos veremos después -contestó Lozini-. Tengo que hacer una llamada.
Shevelly dijo:
– ¿Qué hacemos con lo de anoche?
– Os llamaré esta tarde -contestó Lozini-. Y dirigiéndose a Faran-: Frankie, no te alejes. ¿Vas a estar en el club o en tu casa?
– En casa -contestó Faran-. Me siento mal. Voy a intentar dormir un poco.
– No te alejes.
– No, por supuesto.
Walters preguntó:
– ¿Algo especial para mí?
Lozini lo miró con irritación:
– ¿Sobre qué?
Walters hizo un gesto con la hoja de papel.
– Estas pérdidas.
– Robos no aclarados -le respondió Lozini-. Arréglalo todo. Dale algo al tipo del garaje por los daños.
– Scoppo -dijo Walters asintiendo.
Poniéndose en pie, Calesian dijo:
– Al, si quieres cambiar algo de lo que hacemos no tienes más que llamarme. Por el momento, seguiremos buscando.
– Te llamaré -respondió Lozini.
Los cuatro hombres salieron de la oficina y a cada uno Lozini lo saludó con un breve gesto irritado. Cuando la puerta se cerró y se quedó solo, miró durante un minuto hacia la ventana y, a través de ella, hacia la soleada mañana.
Sentía cierta resistencia a hacer la llamada. Hacer algo que le había sugerido el enemigo le parecía un signo de derrota. Aun así, era la única cosa sensata que podía hacer.
Al diablo. Lozini levantó el auricular.
Pero no era tan fácil. Le llevó veinte minutos averiguar en qué ciudad se encontraba Walters Karns en ese momento -Las Vegas- y otra media hora localizarlo en un club de golf. Pero finalmente la pesada voz autoritaria se oyó en la línea.
– ¿Lozini?
– ¿Walters Karns?
– Sí. Usted quería hablarme.
– Necesito preguntarle algo.
Hubo una breve pausa y Karns dijo:
– Algo de lo que puedo hablar, supongo.
– Él me sugirió hablar con usted -respondió Lozini-. Me dijo que le preguntara sobre él.
– ¿Él? ¿Quién es?
– Parker.
– ¿Parker? -Había sorpresa en la voz de Karns, pero no enfado.
– No se refiere a nadie que trabaje para mí -dijo.
– No, claro que no.
Karns comentó:
– No parece contento con ese tal Parker.
– Me gustaría verle enterrado -aseguró Lozini.
– ¿Qué le hizo?
– Dice que le debo dinero.
– ¿Le debe dinero? -El sonido de la voz indicaba que Karns sonreía.
– No. -La conversación estaba poniendo incómodo a Lozini, sentía que Karns se reía de él. Preguntó-: ¿Pero qué diferencia hay? ¿Quién es ese tipo?
– ¿Se acuerda de Bronson, en Buffalo, hace unos años?
– Usted lo reemplazó -contestó Lozini. Estaba demasiado cabreado para ser cortés.
– Lo hice, en efecto. Pero yo no lo forcé a… retirarse.
Bronson había sido liquidado, según recordaba Lozini, en su propia casa.
– Fue Parker -dijo Karns.
– O sea, que fue él… -Lozini se detuvo, tratando de pensar cómo formular la pregunta por teléfono-. ¿Parker mató a Bronson?
– Eso es lo que sucedió -afirmó Karns-. Parker decía que le debía cierta cantidad de dinero. Cuarenta y cinco mil, para ser exactos. La situación era confusa y Bronson decidió no pagarle. Así que le causó problemas y después…
Читать дальше