Donald Westlake - Un Diamante Al Rojo Vivo

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John Dortmunder y su banda son contratados por un embajador africano para robar un famoso diamante, conocido como Balabomo, que cobija celosamente otro país africano. Dortmunder es extremadamente hábil y minucioso, pero lamentablemente desafortunado. Siempre fracasa. Con la suerte de espaldas, se ve condenado a planificar el golpe una y otra vez con una inercia y tenacidad casi religiosas. «La vida es un equívoco constante» parece decir el escurridizo diamante a la banda de Dortmunder. Ellos, impasibles, le intentarán dar caza por tierra, mar y aire. Un diamante al rojo vivo es una de las obras maestras del extraordinario Donald Westlake. Sin lugar a dudas, su novela más hilarante e ingeniosa. Una brillante comedia repleta de equívocos y llena de personajes inolvidables, con la que John Dortmunder, ladrón y gafe profesional, se presenta en sociedad. Todo un mito de la novela negra.

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Se abrió la puerta y uno de los muchachos negros entró. Dortmunder le dio un golpe en el estómago, recordando que acababa de comer; el guardaespaldas exclamó:

– ¡Fuf! -Y se dobló en dos.

Pero el otro estaba tras él, y el tercero no debía de andar lejos. Dortmunder se volvió con el diamante en una mano y el revólver en la otra, y corrió escaleras abajo.

Oyó que lo seguían, oyó gritar al mayor. La primera puerta que se encontró estaba cerrada con llave; la segunda lo condujo al exterior, en medio de la desapacible oscuridad de una tarde de octubre.

Pero, ¿dónde estaba? Dortmunder tropezó en la oscuridad, dobló por una esquina, y la noche se llenó de aviones.

Había atravesado el espejo; había franqueado esa barrera invisible que cierra el paso a las personas no autorizadas. Estaba en la zona de los aviones, entre haces de brillante luz rodeados por la oscuridad, puntuada por las hileras de luces azules o ambarinas de pistas de aterrizaje, las zonas para taxis y las zonas de carga.

Los muchachos negros seguían tras él. Dortmunder miró a la derecha. Los pasajeros estaban desembarcando de un avión de SAS. ¿Unirse a ellos? Les parecería algo raro a los encargados de la aduana; un hombre sin pasaporte, sin billete, sin equipaje. Fue en otra dirección. Allí sólo había oscuridad y se internó en ella.

Los quince minutos siguientes fueron aún más agitados para Dortmunder. Siguió corriendo, con los tres negros a la zaga. Continuaba en la zona reservada a los aviones, corriendo ya sobre el césped, ya por una pista, ya sobre la grava, saltando por encima de las luces señalizadoras, tratando de no recortar demasiado su silueta contra las luces de las pistas brillantemente iluminadas y de no meterse debajo de ningún 707 que pasara por allí.

De cuando en cuando, veía la zona de atención al público del aeropuerto, su zona, al otro lado de la barrera, o la esquina de un edificio, con la gente que caminaba y los taxis que pasaban. Pero cada vez que intentaba correr en esa dirección, los negros hacían un ángulo para cortarle el paso, manteniéndolo dentro del área más despejada y abierta.

Cada vez se alejaba más de las luces brillantes y de los edificios, de toda conexión con la zona destinada a los usuarios del aeropuerto. Las pistas estaban justo frente a él, con largas filas de aviones en espera de su turno para despegar. Un reactor Olympia iba a despegar, seguido por un bimotor Mohawk, seguido por un Lear con cantantes pop, seguido por un antiguo Ercoupe de dos asientos, seguido por un 707 de Lufthansa, los gigantes y los enanos, unos después de otros, aguardando obedientes su turno, sin que los mayores empujaran a los más pequeños fuera del camino. Eso lo hacían por ellos desde la torre de control.

Uno de los aviones en espera era un Waco Vela construido en Italia y montado en Estados Unidos, un cinco plazas con un solo motor Franloin de factura norteamericana. A los mandos se sentaba un vendedor de calculadoras llamado Firgus; su amigo Bullock dormía, tumbado en el asiento trasero. Delante de él, un reactor de la TWA maniobraba para colocarse al principio de la pista; roncó y vibró durante unos segundos y comenzó a despegar, como si fuera Sidney Greenstreet jugando al baloncesto. Por fin alcanzó altura y voló, elegante y bello.

Firgus adelantó un poco su pequeño avión y giró hacia la derecha. Ahora la pista entera se extendía frente a él. Firgus estaba sentado, mirando los controles, esperando que la torre le diera la señal de partida y arrepintiéndose del chop-suey que había comido en el almuerzo; de repente la puerta de la derecha se abrió y entró un hombre con un revólver.

Firgus se quedó mirándolo, atónito.

– ¿A La Habana? -preguntó.

– Me conformo con salir volando -contestó Dortmunder; miró por la ventana lateral y vio a los tres muchachos negros que se acercaban corriendo.

– Bien, N733W -sonó una voz desde la torre en los auriculares de Firgus-. Listo para despegar.

– ¡Uy! -exclamó Firgus. Dortmunder lo miró.

– No haga ninguna estupidez -sugirió-. Despegue.

– Sí -dijo Firgus. Por suerte conocía muy bien ese avión y podía pilotarlo mientras pensaba en otra cosa. Puso el Vela en camino, y éste empezó a correr por la pista. Los negros se detuvieron, jadeantes, y el Vela se elevó de repente en el aire.

– Bien -asintió Dortmunder.

Firgus lo miró.

– Si me dispara -dijo Firgus-, nos estrellamos, y usted también morirá.

– No voy a disparar contra nadie -respondió Dortmunder.

– Pero no podemos llegar a Cuba. Con la gasolina que tengo no llegaríamos mucho más allá de Washington.

– No quiero ir a Cuba. Tampoco quiero ir a Washington.

– Entonces, ¿adónde quiere ir? Espero que no quiera cruzar el océano, es demasiado lejos.

– ¿Adónde va usted?

Firgus no entendía nada.

– Bueno…, a Pittsburgh, en realidad.

– Pues coja esa ruta.

– ¿Quiere ir a Pittsburgh?

– Haga lo que tenía pensado hacer. No se preocupe por mí.

– Muy bien -dijo Firgus.

Dortmunder miró al hombre que dormía atrás, luego, por la ventana, vio las luces que pasaban de largo en la oscuridad. Ya estaban fuera del aeropuerto. El Diamante Balabomo estaba en el bolsillo de la chaqueta de Dortmunder. La situación parecía controlada.

Les llevó quince minutos sobrevolar Nueva York y llegar a New Jersey. Firgus permaneció callado durante todo ese tiempo. Pero cuando sobrevolaban las oscuras y tranquilas marismas de New Jersey, se relajó un poco y dijo:

– Muchacho, no sé cuál es su problema, pero la verdad es que me dio un susto bárbaro.

– Disculpe -contestó Dortmunder-. Estaba en apuros.

– Sí, supongo que sí. -Firgus echó una ojeada a Bullock, que seguía durmiendo-. Él sí que se llevará una sorpresa.

Pero Bullock seguía durmiendo. Pasó otro cuarto de hora. De pronto Dortmunder preguntó:

– ¿Qué es eso, allá abajo?

– ¿Qué?

– Esa especie de cinta pálida.

– ¡Ah!, ésa es la Carretera Ochenta. Una de las nuevas superautopistas que están construyendo. Ese tramo todavía no está acabado. Y ya se han quedado viejas, ¿sabe? Lo que se impone ahora es la avioneta privada. Usted sabe…

– Parece terminada.

– ¿Qué?

– Esa carretera, allá abajo. Parece terminada.

– Bueno, no está abierta todavía. -Firgus estaba irritado. Quería hablar de las maravillosas estadísticas de los aviones privados en Estados Unidos.

– Aterrice ahí -ordenó Dortmunder.

Firgus se quedó mirándolo.

– ¿Que haga qué?

– Es lo bastante ancha para un avión como éste -dijo Dortmunder-. Aterrice ahí.

– ¿Por qué?

– Para que pueda bajarme. No se preocupe; sigo sin tener intenciones de matarlo.

Firgus inclinó el avión para virar y giró sobre la clara cinta que se veía allí abajo, sobre el oscuro suelo.

– No sé -contestó vacilante-. No hay luces ni nada.

– Puede hacerlo. Usted es un buen piloto. Me doy cuenta de que lo es. -Dortmunder no sabía nada de vuelos.

Firgus se suavizó.

– Bueno, supongo que lo puedo posar ahí -dijo-. Es un poco difícil, pero no imposible.

– Bien.

Firgus dio dos vueltas más antes de intentarlo. Estaba claramente nervioso y su nerviosismo se le contagió a Dortmunder, que estuvo a punto de decirle que siguiera volando y que ya encontrarían algún sitio mejor. Pero por allí no había ningún sitio mejor. Dortmunder no podía permitir que Firgus aterrizara en un aeropuerto normal. Y por lo menos, allí abajo había una recta cinta de cemento, lo suficientemente ancha como para que el avión aterrizara.

Firgus lo hizo, y muy bien, una vez que reunió el coraje suficiente. Aterrizó suavemente, como una pluma; detuvo el Vela a los doscientos metros, y se volvió hacia Dortmunder con una amplia sonrisa.

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