Donald Westlake - Un Diamante Al Rojo Vivo

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John Dortmunder y su banda son contratados por un embajador africano para robar un famoso diamante, conocido como Balabomo, que cobija celosamente otro país africano. Dortmunder es extremadamente hábil y minucioso, pero lamentablemente desafortunado. Siempre fracasa. Con la suerte de espaldas, se ve condenado a planificar el golpe una y otra vez con una inercia y tenacidad casi religiosas. «La vida es un equívoco constante» parece decir el escurridizo diamante a la banda de Dortmunder. Ellos, impasibles, le intentarán dar caza por tierra, mar y aire. Un diamante al rojo vivo es una de las obras maestras del extraordinario Donald Westlake. Sin lugar a dudas, su novela más hilarante e ingeniosa. Una brillante comedia repleta de equívocos y llena de personajes inolvidables, con la que John Dortmunder, ladrón y gafe profesional, se presenta en sociedad. Todo un mito de la novela negra.

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– ¿Es un vuelo PanAm, señor?

– No lo sabemos. No sabemos con qué compañía volarán y no sabemos adónde van.

Se abrió la puerta del despacho y el hombre de ébano entró. Una luz blanca se reflejaba en sus gafas. Dortmunder siguió hablando por el teléfono:

– Espere un segundo. -Apoyó el auricular contra su pecho y mostró al hombre de ébano el revólver de Greenwood-. Quédese ahí -conminó, señalando un panel desnudo de pared lejos de la puerta.

El hombre de ébano levantó las manos y se dirigió hacia donde Dortmunder le había indicado.

Dortmunder mantenía los ojos y el revólver apuntando al hombre de ébano, y habló de nuevo por el teléfono.

– Disculpe. La madre de la chica está histérica.

– Señor, ¿todo lo que sabemos es el número de vuelo y la hora de partida?

– Y que sale de Kennedy, sí.

– Esto nos puede llevar un poco de tiempo, señor.

– Estoy dispuesto a esperar.

– Lo haré lo más rápido posible, ¿espera?

– Por supuesto.

Se oyó un clic, y Dortmunder le dijo a Chefwick:

– Cachéalo.

– Por supuesto. -Chefwick registró al hombre de ébano y le encontró una Beretta automática del calibre 25, un arma pequeña y peligrosa que Kelp ya había visto antes, ese mismo día.

– Átalo -dijo Dortmunder.

– Exactamente lo que pensaba hacer -contestó Chefwick. Y, dirigiéndose al hombre de ébano-: Deme su corbata y los cordones de los zapatos.

– Fracasarán -afirmó el hombre de ébano.

– Si prefiere que le disparen, métele la bala en el estómago para que haga menos ruido -dijo Dortmunder.

– Naturalmente -asintió Chefwick.

– Quiero cooperar -dijo el hombre de ébano, empezando a desanudarse la corbata-. Pero no importa, fracasarán.

Dortmunder mantenía el auricular junto al oído y el arma apuntando al hombre de ébano, que le entregó la corbata y los cordones a Chefwick.

– Ahora quítese los zapatos y los calcetines y póngase de cara al suelo -ordenó Chefwick.

– No importa lo que hagan conmigo -respondió el hombre de ébano-. No tengo importancia, y ustedes fracasarán.

– Como no se dé más prisa -dijo Dortmunder-, se convertirá en algo de menor importancia todavía.

El hombre de ébano se sentó en el suelo y se quitó los zapatos y los calcetines; después, se tumbó boca abajo. Chefwick utilizó uno de los cordones para atarle los pulgares a la espalda, el otro para atarle los dedos de los pies, y luego le metió la corbata en la boca.

Justo cuando Chefwick acababa de hacer todo esto, Dortmunder oyó otro clic, y la voz femenina dijo:

– ¡Al fin lo encontré, señor!

– Se lo agradezco de veras -respondió Dortmunder.

– Es un vuelo de Air France a París -dijo-. Es el único vuelo con ese número que sale a esa hora.

– Muchísimas gracias.

– Es muy romántico, ¿verdad, señor? -preguntó la voz femenina-. Una fuga a París…

– Me imagino que sí -respondió Dortmunder.

– Es una lástima que el hombre ya esté casado.

– Esas cosas suceden -contestó Dortmunder-. Gracias otra vez.

– Estamos a su disposición, señor.

Dortmunder colgó y le dijo a Chefwick:

– Air France, a París. -Se puso de pie-. Ayúdame a arrastrar a este pájaro aquí, bajo el escritorio. No queremos que nadie lo suelte para que pueda llamar al mayor al aeropuerto Kennedy.

Hicieron rodar al hombre de ébano hasta el escritorio y salieron de la embajada sin ver a nadie más. Greenwood seguía allí enfrente, apoyado en la barandilla de hierro. Dortmunder le contó lo que sabían mientras doblaban la esquina y cruzaban la calle donde Murch aguardaba en la cabina de teléfonos. Una vez allí, Dortmunder dijo:

– Chefwick, tú te quedas aquí. Cuando Kelp llame, dile que vamos de camino y que puede dejar cualquier mensaje para nosotros en Air France. Si han ido a algún otro sitio que no sea el Kennedy, espera aquí, y si no encontramos ningún mensaje en Air France, te llamamos.

Chefwick asintió.

– Nos encontraremos todos en el O. J. cuando acabemos con esto -siguió Dortmunder-. En caso de que nos separemos, nos reuniremos allí.

– Ésta puede ser una noche muy larga -comentó Chefwick-. Mejor llamo a Maude.

– No ocupes la línea.

– Ah, no. Buena suerte.

– Nos vendría bien -respondió Dortmunder-. Vamos, Murch, muéstranos a qué velocidad nos puedes llevar al aeropuerto Kennedy.

– Bueno, desde aquí -contestó Murch, mientras cruzaban la calle hacia el coche-, iré derecho por FDR Drive hasta Triborough…

5

La chica del mostrador de Air France tenía acento francés.

– ¿Señor Dortmunder? -preguntó-. Sí, tengo un mensaje para usted. -Le dio un sobrecito.

– Gracias -contestó Dortmunder.

Él y Greenwood se alejaron del mostrador. Murch estaba fuera, aparcando el coche. Dortmunder abrió el sobre. Dentro había un papelito donde se leía en letras garabateadas: «Puerta de Oro».

Dortmunder le dio la vuelta al papel; por el otro lado estaba en blanco. Le dio la vuelta de nuevo y dijo:

– Puerta de Oro. Nada más, sólo Puerta de Oro. Lo que faltaba.

– Espera un minuto -contestó Greenwood, y se dirigió hacia la primera azafata que pasaba, una rubia bonita de pelo corto con uniforme azul oscuro-. Disculpe, ¿quiere casarse conmigo?

– Me encantaría -respondió ella-, pero mi avión sale dentro de veinte minutos.

– Cuando vuelva -dijo Greenwood-. Mientras tanto, ¿podría decirme qué es y dónde está la Puerta de Oro?

– Es el restaurante del edificio de las llegadas internacionales.

– Estupendo. ¿Cuándo podemos comer ahí?

– La próxima vez que usted esté en la ciudad.

– Magnífico. ¿Cuándo puede ser?

– ¿Usted no lo sabe?

– Todavía no. ¿Cuándo vuelve usted?

– El lunes -contestó ella sonriendo-. Llegamos a las tres y treinta de la tarde.

– Una hora perfecta para almorzar. ¿Podemos encontrarnos a las cuatro?

– Digamos a las cuatro y media.

– El lunes a las cuatro y media en la Puerta de Oro. Reservaré la mesa inmediatamente. A nombre de Grofield -dijo, dando su más reciente apellido.

– Allí estaré -aseguró ella. Tenía una bonita sonrisa y bonitos dientes.

– Nos vemos, entonces -dijo Greenwood, y volvió junto a Dortmunder-. Es un restaurante en el edificio de las llegadas internacionales.

– Vamos.

Al salir se encontraron con Murch. Lo pusieron al corriente, preguntaron a un empleado cuál era el edificio de las llegadas internacionales y cogieron un bus.

La Puerta de Oro estaba arriba, al final de una larga y ancha escalera mecánica. Al pie de ella estaba Kelp. Dortmunder y los otros dos se le acercaron y Kelp dijo:

– Están allá arriba, llenándose la barriga.

– Cogerán el vuelo de Air France a las siete y cuarto para París -respondió Dortmunder.

Kelp se quedó mirándolo.

– ¿Cómo lo supiste?

– Telepatía -contestó Greenwood-. Mi truco es ése, puedo adivinar tu peso.

– Subamos -dijo Dortmunder.

– No voy vestido para entrar en un lugar así -repuso Murch. Llevaba una cazadora de cuero y pantalones de trabajo, mientras que los otros vestían traje o chaqueta deportiva y corbata.

– ¿Hay otra manera de bajar de ahí? -preguntó Dortmunder a Kelp.

– Quizá. Éste es el único acceso para el público.

– Bien, Murch, quédate aquí abajo, por si se nos escapan a nosotros. Si lo hacen síguelos, pero no intentes nada. Kelp, ¿Chefwick sigue en la cabina telefónica?

– No, dijo que se iba al O. J. Podemos dejarle aviso allí.

– Bien. Murch, si alguien baja y tú lo sigues, déjanos el recado en el O. J. lo más rápido que puedas.

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