Durante un rato nadie dijo nada. El aire de la habitación del fondo del bar estaba azul por el humo de los cigarros, y los rostros bajo el resplandor de la bombilla eléctrica se veían pálidos y cansados. Al fin, Murch dijo con aire sombrío:
– No fui brutal. -El locutor del informativo había descrito el ataque al enfermero de la ambulancia como «brutal»-. Sólo le di un golpe en la mandíbula. -Con el puño cerrado trazó un arco en el aire-. Así -continuó-. No puede decirse que haya sido brutal.
Dortmunder se volvió hacia Chefwick.
– Tú le diste el diamante a Greenwood.
– Así es.
– ¿No se te habrá caído al suelo?
– No -respondió Chefwick. Se sintió ofendido, pero es que todos estaban irritables-. Recuerdo perfectamente que se lo di.
– ¿Por qué? -preguntó Dortmunder.
– En realidad no lo sé. Con los nervios del momento… No sé por qué lo hice. Tenía que cargar con el maletín, él no llevaba nada y yo estaba aturdido, así que se lo puse en la mano.
– Pero la policía no se lo encontró encima -dijo Dortmunder.
– Quizá lo perdió -intervino Kelp.
– Quizá -dijo Dortmunder, mirando de nuevo a Chefwick-. ¿No te lo habrás guardado tú, verdad?
Chefwick se levantó de golpe, ofendido.
– Cachéame -dijo-. Insisto. Cachéame ahora mismo. En todos los años que he trabajado y en toda la clase de trabajos en los que he participado nadie dudó de mi honradez. Nunca. Insisto en que me cachees.
– Está bien -respondió Dortmunder-. Siéntate, sé que no lo tienes. Estoy un poco nervioso, nada más.
– Insisto en que me cachees.
La puerta se abrió y entró Rollo con una copa de jerez helado para Chefwick y más hielo para Dortmunder y Kelp, que compartían una botella de whisky.
– La próxima vez habrá más suerte, muchachos -les dijo.
Chefwick, más calmado, se sentó y empezó a sorber el jerez.
– Gracias, Rollo -contestó Dortmunder.
Murch dijo:
– Aún podría con otra cerveza.
Rollo lo miró.
– Los deseos asombrosos no cesan -comentó, y salió.
Murch miró a sus colegas.
– ¿Qué significa todo esto?
Nadie le contestó. Kelp le preguntó a Dortmunder:
– ¿Qué le vamos a decir a Iko?
– Que no lo tenemos -respondió Dortmunder.
– No me va a creer.
– Mala suerte -dijo Dortmunder-. Dile lo que se te ocurra. -Terminó su trago y se puso de pie-. Me voy a casa.
Kelp dijo:
– Ven conmigo a ver a Iko.
– Ni muerto -respondió Dortmunder.
Dortmunder caminaba con una hogaza de pan blanco y dos litros de leche homogeneizada hacia la caja. Como era un viernes por la tarde el supermercado estaba bastante lleno, pero no había mucha gente delante de él en la caja rápida y pronto le llegó su turno. La cajera le metió el pan y la leche en una amplia bolsa y él se encaminó hacia la acera con los codos bien pegados a ambos lados del cuerpo, lo cual resultaba un poco extraño pero no demasiado.
Era el uno de julio, nueve días después del frustrado intento del Coliseo en Nueva York; y el lugar era Trenton, New Jersey. El sol brillaba y el aire húmedo era agradablemente tibio, pero Dortmunder llevaba una chaqueta deportiva de color claro sobre la camisa blanca, casi completamente abotonada. Tal vez por eso daba la impresión de estar tan irritable y triste.
Caminó una manzana desde el supermercado, llevando en todo momento la bolsa con los codos pegados al cuerpo, y entonces se detuvo y la puso sobre el capó del primer automóvil que encontró a mano. Buscó en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó una lata de atún que arrojó dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo, sacó un paquete de cubitos de caldo de carne y lo metió dentro de la bolsa. Buscó en el bolsillo izquierdo del pantalón, sacó un tubo de pasta dentífrica y lo tiró en la bolsa. Luego se desabotonó la chaqueta, buscó bajo la axila izquierda, sacó un paquete de queso americano en lonchas y lo arrojó dentro de la bolsa. Y ya por último, buscó bajo la axila derecha, sacó un paquete de cualquier otra tontería en lonchas y lo metió en la bolsa. La bolsa estaba ahora mucho más llena que antes; la cogió y se fue caminando hacia su casa.
Su casa era un hotelucho cutre en el centro. Pagaba dos dólares extra por semana por un cuarto con un fregadero y un calentador, pero el dinero ahorrado comiendo en casa le compensaba unas doce veces el gasto.
Su casa. Dortmunder entró en su cuarto dirigiéndole una mirada de desprecio y depositó sus comestibles.
A pesar de todo, el lugar estaba limpio. Dortmunder había aprendido a ser limpio durante su primera condena y nunca había perdido tal costumbre. Era más fácil vivir en un sitio pulcro, con las cosas en orden y limpias. Eso hacía soportable incluso un establo gris como aquél.
Durante un tiempo, claro; durante un tiempo.
Dortmunder puso agua a calentar para hacer un café instantáneo y luego se sentó a leer el periódico que esa mañana había encontrado tirado por ahí. Nada en él; nada interesante. Greenwood no aparecía en los diarios desde hacía ya casi una semana, y ninguna otra cosa en el mundo entero suscitaba la atención de Dortmunder.
Andaba buscando algún asunto. Los trescientos dólares recibidos del mayor Iko hacía tiempo que se habían esfumado y desde entonces andaba escaso. Se había presentado en la oficina de personas en libertad condicional en cuanto llegó a la ciudad -no valía la pena buscarse problemas innecesarios- y le consiguieron una especie de trabajito insignificante en un campo de golf municipal. Trabajó allí una tarde, recortando el césped, y acabó con una linda quemadura del sol en el cogote. Ya había tenido suficiente con eso. Desde entonces sólo había obtenido débiles cosechas.
Como la noche anterior, por ejemplo. Salió a dar una vuelta a pie, en busca de cualquier cosa que le apareciera por el camino, y se encontró con una lavandería de esas que permanecen abiertas las veinticuatro horas. La dependienta, una anciana gruesa, con un desteñido vestido floreado, estaba sentada en una silla de plástico azul profundamente dormida. Entró y fue golpeando suavemente las máquinas una por una; de este modo, consiguió veintitrés dólares y setenta y cinco centavos en monedas, que se guardó en los bolsillos; ¡coño!, lo suficiente para llenarle el pantalón. Si en ese momento hubiera tenido que darse a la fuga ante la aparición de un policía, no habría tenido escapatoria.
Estaba bebiendo a sorbos su café y leyendo las páginas de humor cuando oyó que llamaban a la puerta. Se sobresaltó y miró instintivamente hacia la ventana, tratando de recordar si afuera había una escalera de incendios. Entonces recordó que por ahora nadie lo buscaba y sacudió la cabeza, enfadado consigo mismo. Se levantó y fue a abrir la puerta. Era Kelp.
– Eres un hombre difícil de encontrar -dijo Kelp.
– No lo suficiente -respondió Dortmunder. Hizo un gesto brusco con el pulgar sobre su hombro y añadió-: Entra.
Kelp entró. Dortmunder cerró la puerta tras él y dijo:
– ¿Y ahora de qué se trata? ¿Otro asunto peligroso?
– No exactamente -contestó Kelp, mirando a su alrededor-. Vives a lo grande.
– Siempre he hecho así mis cosas -dijo Dortmunder-. Para mí, sólo lo mejor. ¿Qué quieres decir con eso de «no exactamente»?
– No exactamente otro asunto -explicó Kelp.
– ¿Qué quieres decir con «no exactamente otro asunto»?
– El mismo asunto -respondió Kelp.
Dortmunder lo miró.
– ¿Seguimos con el diamante?
– Greenwood lo tiene escondido en algún lado.
– Maldito sea -dijo Dortmunder.
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