Donald Westlake - Un Diamante Al Rojo Vivo

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John Dortmunder y su banda son contratados por un embajador africano para robar un famoso diamante, conocido como Balabomo, que cobija celosamente otro país africano. Dortmunder es extremadamente hábil y minucioso, pero lamentablemente desafortunado. Siempre fracasa. Con la suerte de espaldas, se ve condenado a planificar el golpe una y otra vez con una inercia y tenacidad casi religiosas. «La vida es un equívoco constante» parece decir el escurridizo diamante a la banda de Dortmunder. Ellos, impasibles, le intentarán dar caza por tierra, mar y aire. Un diamante al rojo vivo es una de las obras maestras del extraordinario Donald Westlake. Sin lugar a dudas, su novela más hilarante e ingeniosa. Una brillante comedia repleta de equívocos y llena de personajes inolvidables, con la que John Dortmunder, ladrón y gafe profesional, se presenta en sociedad. Todo un mito de la novela negra.

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Pero lo que hacía al apartamento claramente superior era el aire acondicionado. El aparato estaba empotrado en la pared, bajo la ventana izquierda, y Dortmunder lo tenía encendido noche y día. Afuera, Nueva York padecía el verano, pero allí dentro se vivía en una primavera perpetua. Y una primavera preciosa, además.

Kelp enseguida lo comentó:

– Es agradable y fresco. -Se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano.

– Esto es lo que más me gusta de él -dijo Dortmunder-. ¿Un trago?

– Lo adivinaste.

Kelp lo siguió a la cocina y se quedó parado ante la puerta, mientras Dortmunder sacaba los cubitos de hielo, vasos y whisky. Kelp preguntó:

– ¿Qué piensas de Prosker?

Dortmunder abrió un cajón, buscó algo en él y cogió un sacacorchos. Miró a Kelp y guardó de nuevo el sacacorchos.

Kelp asintió.

– Yo también lo creo. Ese tipo es muy retorcido.

– Con tal de que engañe a Greenwood -dijo Dortmunder.

– ¿Te parece que la cosa irá así? Nosotros conseguimos el pedrusco y cobramos la pasta, y Prosker vuelve a enchufar en la trena a Greenwood y se guarda los treinta mil para él.

– No sé qué está planeando -respondió Dortmunder-. Mientras no me tome el pelo a mí. -Tendió a Kelp su vaso; volvieron a la sala y se sentaron en el sofá.

Kelp dijo:

– Los necesitaremos a ambos, supongo.

Dortmunder asintió:

– Uno para conducir y el otro para forzar las cerraduras.

– ¿Quieres llamarlos tú o los llamo yo?

– Esta vez -respondió Dortmunder-, yo llamaré a Chefwick y tú llamarás a Murch.

– De acuerdo. ¿Empiezo yo?

– Vale.

El teléfono estaba en una mesita junto a Kelp. Buscó el número de Murch en su agenda, marcó, y Dortmunder oyó débilmente dos señales de llamada y luego, con claridad, algo que sonaba como el expreso de Long Island.

Kelp dijo:

– ¿Murch? -Meneó la cabeza en dirección a Dortmunder y gritó en el teléfono-: ¡Soy yo! ¡Kelp! ¡Kelp! -Siguió sacudiendo la cabeza-. Sí. ¡Te digo que sí! ¡Sigue! -Luego tapó el auricular y le preguntó a Dortmunder-: ¿Tiene el teléfono en el coche?

– Es un disco -respondió Dortmunder.

– ¿Es un qué?

Dortmunder oyó el repentino silencio en el teléfono.

– Ahora ha quitado el disco -dijo.

Kelp apartó el auricular de la oreja y lo observó como si el objeto estuviera a punto de morderlo. Una voz débil surgió de él, diciendo:

– ¿Kelp? ¡Hola!

Kelp, con reticencia, se llevó el auricular a la oreja otra vez.

– Sí -dijo dubitativo-. ¿Eres tú, Stan?

Dortmunder se levantó, fue a la cocina y empezó a untar unas galletitas con queso. Preparó una docena más o menos, las puso en un plato y lo llevó a la sala, donde Kelp estaba justamente dando fin a la conversación. Dortmunder depositó el plato con galletitas sobre la mesa, Kelp colgó el auricular, Dortmunder se sentó y Kelp dijo:

– Se encontrará con nosotros en el O. J. a las diez.

– Bien.

– ¿Qué clase de disco era ése?

– Ruidos de coches -respondió Dortmunder-. Come alguna galletita con queso.

– ¿Por qué ruidos de coches?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Pásame el teléfono, voy a llamar a Chefwick.

Kelp le pasó el teléfono.

– Por lo menos Chefwick no pone ruidos de coches -comentó.

Dortmunder marcó el número de Chefwick, y la mujer de éste descolgó. Dortmunder dijo:

– ¿Está Roger? Soy Dortmunder.

– Un momento, por favor.

Dortmunder esperó comiendo queso y galletitas, regadas con whisky con hielo. Después de un rato, pudo oír una voz que decía «Tuuu-tuuu». Miró a Kelp, pero éste no dijo nada.

El sonido del tuuu-tuuu se fue acercando, luego se detuvo. Se oyó el ruido del auricular al descolgarse y la voz de Chefwick:

– ¡Hola!

– ¿Te acuerdas de aquella idea que tuvimos y que no resultó? -preguntó Dortmunder.

– Ah, sí. La recuerdo perfectamente.

– Bueno, hay una posibilidad de que concluyamos el trabajo, después de todo. Si sigues interesado en el asunto…

– Bueno, estoy intrigado, naturalmente -dijo Chefwick-. Supongo que es demasiado complicado para tratarlo por teléfono.

– Claro que sí. ¿A las diez en el O. J.?

– Está bien.

– Nos vemos, entonces.

Dortmunder colgó y le pasó el teléfono a Kelp, que lo puso en la mesita y dijo:

– ¿Has visto? Ningún ruido de coches.

– Sírvete una galletita con queso -sugirió Dortmunder.

4

Dortmunder y Kelp entraron en el O. J. Bar and Grill un minuto después de las diez. Los clientes de siempre estaban apoyados en la barra en las posturas habituales, mirando la televisión, con un aspecto menos real que el de las figuras de un museo de cera. Rollo secaba unos vasos con una toalla que alguna vez fue blanca.

Dortmunder dijo:

– Hola. -Rollo inclinó la cabeza. Dortmunder añadió-: ¿Ha llegado alguien?

– El de la cerveza con sal está al fondo -dijo Rollo-. ¿Esperan al del jerez?

– Sí.

– Se lo mando cuando llegue. Ustedes quieren una botella y vasos con un poco de hielo, ¿no es cierto?

– Correcto.

– Ahora mismo se lo llevo.

– Gracias.

Caminaron hasta el cuarto del fondo y se reunieron con Murch, que leía el manual de su Mustang. Dortmunder dijo:

– Has llegado temprano otra vez.

– He probado un camino diferente -respondió Murch. Puso su manual sobre el tapete de fieltro verde-. Pasé por la avenida Pennsylvania y subí por Bushwick y Grand, crucé el puente de Williamsburg y seguí todo recto por la Tercera Avenida. Parece que funciona muy bien. -Alzó su cerveza y tomó tres tragos.

– Qué bien -dijo Dortmunder.

Él y Kelp se sentaron, y Rollo entró con el whisky y los vasos. Mientras les estaba sirviendo, entró Chefwick. Rollo le dijo:

– Usted es el del jerez, ¿no es cierto?

– Sí, gracias.

– De nada.

Rollo salió; no se preocupó de preguntarle a Murch si deseaba otra copa. Chefwick se sentó y dijo:

– Estoy intrigado de verdad. No veo cómo el trabajo del diamante puede reanudarse. Se ha perdido, ¿no es así?

– No -respondió Dortmunder-. Greenwood lo escondió.

– ¿En el Coliseo?

– No sabemos dónde. Pero lo metió en algún lado y eso significa que podríamos recuperar el rastro.

Murch dijo:

– Hay algún truco en todo esto, hasta lo huelo.

– No es exactamente un truco -contestó Dortmunder-. Solamente otro robo. Dos por el precio de uno.

– ¿Qué vamos a robar?

– A Greenwood.

Murch preguntó:

– ¿Cómo?

– A Greenwood -repitió Dortmunder. Rollo entró con el jerez de Chefwick. Volvió a salir y Dortmunder prosiguió-: El precio de Greenwood es que lo saquemos de chirona. Su abogado le dijo que no tenía forma de zafarse de la condena, así que tiene que batirse en retirada.

Chefwick indagó:

– ¿Eso quiere decir que vamos a entrar por la fuerza en la cárcel?

– Entrar y salir -respondió Kelp.

– Es de esperar -contestó Dortmunder.

Chefwick sonrió de manera un tanto aturdida. Sorbió su jerez y dijo:

– Nunca pensé que iba a irrumpir en una cárcel. Eso plantea interesantes cuestiones.

Murch preguntó:

– ¿Queréis que yo conduzca?

– Correcto -contestó Dortmunder.

Murch frunció el ceño y se bebió toda la cerveza de un trago.

Dortmunder interrogó:

– ¿Qué problema hay?

– Yo sentado en un coche, en plena noche, junto a la cárcel, calentando el motor. No me inspira para nada.

– Si no lo podemos organizar bien -respondió Dortmunder-, no lo haremos.

Kelp le dijo a Murch:

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