Reagan miró la casa que se alzaba al final de la cuesta y luego volvió su mirada hacia ella. El corazón de Kristen obvió un latido al observar que el viento le revolvía el pelo oscuro y hacía ondear el bajo de su abrigo desabrochado. Una imagen magnífica, tenía que reconocerlo.
Aquello la obligaba a admitir algo más. La sangre aún le corría por las venas, su pulso era capaz de acelerarse por algo más que por el miedo. Le parecía ridículo. En especial, el no poder apartar la vista de sus ojos. Así que abrió la puerta en el mismo instante en que él se disponía a hacerlo. Bajó del coche sin ayuda e hizo un ademán de agradecimiento con la cabeza al ver su mano extendida.
– No es necesario -dijo en voz alta-. ¿Qué hay de nuevo?
Mia aguardaba en la acera.
– Hemos avisado a los parientes más cercanos. Acudirán a identificar los cadáveres durante las próximas horas. La madre de King ha estado a punto de romperme los tímpanos con sus gemidos y su novia casi le destroza a Abe su cara bonita con las uñas.
Abe alzó la vista al oír lo de su cara bonita.
– ¿Y nuestros amigos los Blade? -preguntó Kristen.
– Hemos dado con los familiares cercanos de dos de ellos. Nadie parece saber nada del tercero. -Mia frunció el entrecejo-. La novia de uno de ellos asegura que estaba con ella el 12 de enero y que al día siguiente desapareció. El hermano del segundo afirma que el 20 de enero se encontraba en casa y que al día siguiente desapareció. Una semana de diferencia.
Abe se encogió de hombros.
– Con suerte, el examen del forense nos proporcionará una estimación razonable de la fecha de la muerte. -Volvió a mirar al final de la cuesta-. ¿Estamos a punto?
– ¿Qué le preguntaréis a la señora Whitman? -quiso saber Kristen-. No sabemos qué día murió ninguno de ellos, así que no podemos pedirle que presente una coartada.
– No importa -dijo Abe-. Me interesa más ver cómo reacciona ante la noticia.
– Yo no esperaría lágrimas -replicó Kristen en tono rotundo.
– ¿De aflicción?
– De ningún tipo. Sylvia Whitman no es una mujer de lágrima fácil. -Kristen irguió la espalda-. Acabemos de una vez con esto.
Mia y Reagan se quedaron detrás y dejaron que fuese Kristen quien llamara al timbre. Sylvia Whitman abrió la puerta y mostró una expresión de desdén pero no de sorpresa.
– No parece sorprendida de verme, señora Whitman -aventuró Kristen en tono tranquilo.
– No lo estoy. -La mujer retrocedió-. Entren.
Mientras tenían lugar los saludos de rigor, Abe pensó que, aunque no podía decirse que la mujer los hubiese recibido con los brazos abiertos, al menos no les había ordenado que se marcharan. Durante el trayecto en coche, Mia lo había puesto al corriente de las consecuencias del juicio, de las mordaces cartas que el señor Whitman había enviado al jefe de Kristen pidiéndole que la despidiera por incompetente.
El hecho de que Kristen todavía se sentía culpable por no haber conseguido que condenaran a Ramey se hizo evidente en cuanto pisó la calle; el terror que experimentó al mirar la casa casi podía palparse. Sin embargo, una vez dentro recobró la compostura y mantuvo un semblante tan sereno como el de Whitman. Abe le reconoció el mérito.
– Perdonen que no les ofrezca té -dijo la señora Whitman mientras los conducía a la sala de estar. Abe escogió un asiento desde donde podía observar bien el rostro de Whitman. Cuando la noche anterior afirmó que una de las víctimas originales podría haber asesinado a todos los hombres hablaba en serio. Con el término «originales» se refería a las once víctimas cuyos nombres aparecían inscritos en mármol. Que los cinco hombres pudieran merecer ese final, no cambiaba el hecho de que los habían asesinado. Una de sus víctimas podría haber tramado el plan: matar al agresor y de paso eliminar a unos cuantos más que también lo merecían. Menuda ironía para la acusación.
Kristen, sentada, entrelazó las manos sobre el regazo.
– Estos son los detectives Reagan y Mitchell. Señora Whitman, ¿por qué no le sorprende verme? -preguntó Kristen con serenidad, lo cual llenó a Abe de orgullo.
La señora Whitman frunció los labios, se puso en pie y cogió un sobre de un escritorio. «Más sobres», pensó Abe. Sin pronunciar palabra, le entregó el sobre a Kristen, quien extrajo la carta y, sosteniéndola por un extremo, la ojeó y suspiró.
– «Mi querida señora Whitman» -leyó en voz alta-: «Lo que ha sufrido es indescriptible, así que no intentaré buscar palabras para expresarlo. Quiero que sepa que su torturador por fin ha recibido su merecido. Está muerto. Eso no le ayudará a recuperar lo que ha perdido, pero deseo que la ayude a seguir adelante con su vida.» -Levantó la vista-. «Su humilde servidor.»
– Entonces, ¿es verdad? -preguntó Whitman-. ¿Ramey ha muerto?
Kristen asintió.
– Sí. ¿Cuándo recibió esa carta, señora Whitman? ¿Y cómo le llegó?
– La he encontrado esta mañana en el felpudo, debajo del periódico.
«Después de que Kristen encontrara los regalitos en el maletero de su coche», pensó Abe. La secuencia temporal era interesante, y el medio por el que le había llegado la carta hacía difícil el rastreo. Se apostaba cualquier cosa a que no iban a encontrar huellas en la carta ni en el sobre; pero podían preguntarle al repartidor de periódicos la hora de la entrega.
– ¿Había algo más junto con la carta? -preguntó Abe, y Whitman lo miró impávida.
– No. Solo la carta y el sobre. ¿Por qué?
Kristen introdujo la carta en el sobre y se la entregó a Mia.
– Los detectives necesitan que les explique dónde se encontraba en el momento de la muerte de Ramey, señora Whitman.
Mia guardó la carta.
– Les agradeceremos a usted y a su marido que se acerquen a la comisaría y nos permitan tomar sus huellas dactilares. Así podremos comprobar que son distintas de las de la persona que escribió la carta.
– Les ahorraré tantas molestias, detectives -dijo Whitman con excesiva suavidad-. Si Ramey fue asesinado por la noche, yo me encontraba en casa sola. Nadie puede confirmar mi coartada. Yo no lo maté pero me quito el sombrero ante quien lo hizo.
– ¿Y el señor Whitman? -preguntó Kristen.
– No está. -Por un momento Abe creyó que Whitman iba a perder la compostura, pero se recuperó tras respirar hondo-. Solicitó el divorcio un año después del juicio.
– Necesitamos su dirección, señora -dijo Abe. Los ojos de Whitman emitieron un destello de dolor, enojo y humillación, y Abe la compadeció-. Lo siento.
Jueves, 19 de febrero, 18.00 horas
Si las entrevistas con Sylvia Whitman y Janet Briggs habían sido frías y formales, la conversación con Eileen Dorsey y su marido fue todo lo contrario. Los gritos retumbaban todavía en los oídos de Kristen, su corazón aún latía salvajemente.
– Ha sido de lo más agradable -ironizó Mia mientras se frotaba la frente con desaliento.
Kristen se recostó en el asiento del coche de alquiler. No lograba controlar el temblor de su cuerpo.
Oyó la voz de Reagan detrás de ella.
– ¿Estás bien, Kristen?
Dejó que el sonido de su voz, su cercanía, la invadiera. Notó que el temblor amainaba. No se permitió pararse a pensar cómo o por qué aquel hombre le hacía sentirse tan segura. De momento se limitaría a tomar lo que le ofrecía.
– Sí -respondió con una leve sonrisa-. Pero me alegro de que estuvierais allí. El hecho de ir acompañada de dos detectives armados me ha ayudado a mantenerlos a raya. Por lo menos ya sabemos que tienen una pistola.
Mia resopló.
– Tienen cincuenta, no una. Juro que nunca había visto a un particular con tantas armas juntas.
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