– Herr Kriminalhauptkommissar Fabel, le presento a Hubert von Klostertadt -dijo Ganz-. El hermano de Laura.
– Lamento mucho su pérdida, Herr Von Klostertadt -dijo Fabel, estrechándole la mano. La mano de Von Klostertadt era fría y su apretón mecánico. Aceptó con un abrupto gesto de cabeza las condolencias de Fabel. Sus ojos celestes eran claros y francos. O bien había cubierto su pena con una frialdad glacial, o bien el grado en que la muerte de su hermana lo afectaba tenía sus límites.
– ¿Ha avanzado algo con la investigación, Herr Kriminalhauptkommissar?
Ganz intervino antes de que Fabel pudiera responder.
– El principal sospechoso ha huido, Hubert. Un psicópata llamado Olsen. Pero es sólo cuestión de tiempo hasta que el Kriminalhauptkommissar Fabel y su equipo lo encuentren y lo arresten.
Fabel se quedó en silencio durante un momento. Estaba claro que el Kriminaldirektor Van Heiden mantenía a Ganz totalmente informado de todos los detalles de la investigación y, a su vez, el Innensenator pasaba la información, como lo consideraba conveniente, a cualquiera que considerara conveniente. Fabel decidió en ese mismo momento limitar sus informes del desarrollo de la investigación a Van Heiden.
– Tenemos abiertas varias líneas de investigación. -Fabel lanzó una mirada significativa a Ganz-. ¿Vive usted aquí, Herr Von Klostertadt?
– No, Dios mío. No. ¿En el «Palacio de hielo»? Este era el lugar de Laura y su soledad. Yo tengo un apartamento en el Alster. Sólo he venido a ayudar en la medida en que pueda.
– ¿Y sus padres? ¿Les han informado?
– Están volviendo de Nueva York -dijo Hubert-. Habían ido allí para un acto de beneficencia… para las víctimas alemanas del 11 de septiembre.
– Nos hemos encargado de que la policía de Nueva York les notificara la noticia -explicó Maria.
Fabel asintió.
– Si no le molesta, me gustaría echar un vistazo.
Hubert le dedicó una sonrisa fría y cortés y señaló uno de los cuartos que daban al pasillo.
– Estaré en el despacho con Herr Ganz. Tengo que revisar algunos papeles de Laura.
– Si no le molesta, Herr Von Klostertadt -dijo Maria-› preferiríamos que no tocase nada por el momento. Hemos de revisar todo antes.
– Por supuesto. -La temperatura de la sonrisa de Hubert descendió unos grados más. Ganz posó una mano sobre el codo de Hubert en un gesto paternal.
– Esperemos en mi casa, Hubert.
Fabel y Maria recorrieron la mansión, pasando de habitación en habitación como una pareja de potenciales compradores. Estaba claro que Laura von Klostertadt tenía un gusto excelente en muebles y adornos. Un gusto contenido. Demasiado contenido. Era como si hubiera buscado deliberadamente combinar opulencia con austeridad. Había una habitación en particular que molestaba a Fabel, una sala grande y espaciosa inundada de luz de una ventana que daba al sur. Era la clase de habitación que la mayoría de la gente convertiría en la sala principal de la casa; pero el único mueble consistía en un armario lateral con una cadena de CD en una pared y un sillón individual, de respaldo alto, ubicado, como un trono, en el centro de la sala, frente a la ventana. A pesar de lo vacío que estaba, Fabel se dio cuenta de que esa sala se utilizaba. Había una sensación de desolación, de soledad, en esa sala, que hizo que Fabel supiera que Laura von Klostertadt había sido una persona muy angustiada. Se acercó al armario y abrió una de sus puertas deslizantes. Había un puñado de discos compactos en su interior, todos de música clásica contemporánea. A Fabel le sorprendió el hecho de que, hasta cierto punto, su gusto musical coincidía con el de ella. Los CD eran de compositores modernos, escandinavos o bálticos; había obras de Arvo Pärt y Georg Pelecis, así como Música Dolorosa de Peteris Vasks. Fabel examinó el reproductor de CD. Había un disco puesto: el Cantus Arcticus, Opus 61 del compositor finlandés Einojuhani Rautavaara.
Fabel presionó el botón de reproducción y se sentó en la única silla. Una flauta imitaba las subidas y bajadas de un pájaro. Luego comenzó el Cantus, no con voces humanas, sino con el de las aves marinas del Ártico. Los cantos de los pájaros cobraron fuerza, los gritos disonantes de golondrinas marinas y gaviotas se combinaron, y la flauta y los bronces dejaron paso a extensos y lentos paisajes orquestales y al tañido de un arpa. Fabel ya había oído antes esa pieza; de hecho, él tenía el mismo CD y, como siempre, se sintió transportado a un extenso paisaje helado y blanco del Ártico, un panorama imaginario que era tan yermo como hermoso. El Palacio de Hielo. Fabel recordó la frase que había usado Hubert, el hermano de Laura, para describir esa mansión, para describir el frígido aislamiento de su hermana en ese lugar.
Escuchó la música un momento antes de apagar el equipo de sonido. Luego Maria y él continuaron recorriendo la casa, en una silenciosa pero implacable invasión del ámbito más privado de la vida de otra persona. Revolvieron los libros de Laura, los armarios que estaban junto a su cama y, en el vestidor que daba al dormitorio, los cosméticos que encontraron en el inmenso tocador de los años treinta con su espejo iluminado.
A continuación pasaron a la parte trasera de la casa. Una puerta doble de paneles se abría a una larga piscina, que se extendía muy próxima a la pared por un costado mientras que en el otro había un vestuario y una sauna. Al otro extremo unas ventanas ocupaban toda la pared, a través de las cuáles sólo se veía el cielo. Fabel sintió que era como mirar un dibujo animado de nubes.
– Vaya… -oyó exclamar a Maria a su lado-. Esto debió de costar una fortuna.
Fabel se imaginó nadando en aquella piscina, hacia el cielo. Igual que en la sala tan austera de la planta inferior, Laura von Klostertadt había dejado algo de ella allí. Aquél era otro lugar de reflexión solitaria. Por alguna razón, la idea de una fiesta en torno a aquella piscina parecía ridícula. Recorrió el largo de la piscina hasta el ventanal del otro extremo. De pie junto al cristal, podía ver los bancales de la ribera de Blankenese que se alejaban abruptamente hasta que la tierra se aplanaba hacia la orilla del Elba y, más allá, los verdes mosaicos de los Altes. Laura se había ubicado por encima de todos. Inalcanzable.
El urgente sonido del teléfono móvil de Fabel, amplificado por el eco de aquella sala azulejada, sobresaltó a ambos policías.
– Hola, chef. ¿Sigues en la casa de Von Klostertadt?
– Sí. Maria y yo estamos aquí. ¿Por qué?
– ¿Hay, por casualidad, alguna piscina allí?
Fabel miró a su alrededor, confundido, como si quisiera confirmar el hecho de que estaba donde creía estar.
– Justamente estamos parados al lado de la piscina en este preciso momento.
– Yo preservaría la escena en tu lugar, chef. Haré que Herr Brauner y su equipo vayan allí de inmediato.
Fabel contempló la sedosa superficie del agua. Antes de hacer la siguiente pregunta ya sabía la respuesta.
– ¿Qué has averiguado, Anna?
– Herr Doktor Möller acaba de confirmar la causa de la muerte de Laura von Klostertadt. Ahogamiento. El agua que había en sus pulmones y sus vías respiratorias estaba clorada.
Martes, 30 de marzo. 14:40 h
Bergedorf, Hamburgo
F abel se equivocó con los números de las casas y aparcó en la Ernst-Mantius-Strasse, demasiado lejos de donde se dirigía. Durante su corta caminata, pasó por tres mansiones imponentes, cada una ofreciendo su propia y sutilmente diferente expresión de riqueza. Estaba en Bergedorf, al otro lado de la ciudad respecto de Blankenese; sin embargo, seguía encontrando sólidas señales de que Hamburgo es la ciudad más rica de Alemania, así como un recordatorio de los límites de su propio salario.
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