A las cuatro y media de la madrugada del 15 de septiembre de 1972 aún era de noche cuando un grupo reducido de personas, vestidas de atletas y con bolsas de deporte, entraron sigilosamente en la villa olímpica de Munich. Su destino era el número 31 de la Connollystrasse: el alojamiento de la delegación israelí. Dieciséis horas después, por la pista de la base aérea militar de Fürstenfeldbruck, a veinticinco kilómetros al oeste de la villa olímpica, yacían desparramados los restos de metal retorcido de un helicóptero que había explotado y los cadáveres de cinco terroristas del grupo Septiembre Negro, de un policía y de nueve rehenes israelíes. Antes, en la villa olímpica, habían sido asesinados dos atletas israelíes más.
Con las atrocidades de las SS tan vivas en la memoria colectiva, Alemania se negó a sí misma, por ley, el derecho de crear una unidad antiterrorista militar de élite, como el SAS británico o el Delta Force estadounidense. El resultado de la falta de preparación de Alemania fue un intento de rescate desastroso e improvisado, llevado a cabo por tiradores sin la formación necesaria. El resultado también fue diecisiete muertos bajo la mirada impasible de los medios de comunicación de todo el mundo. Dieciséis meses después de aquello, el GSG9 comenzaba su actividad, planeado y organizado por Ulrich Wegener, un agente de cuarenta y tres años, nacido en el seno de una familia patricia de la Alemania Oriental. Wegener era una espina que las autoridades de la Alemania Oriental tenían clavada, y el Stasi lo encarceló durante dos años por hacer campaña a favor de la democracia y la reunificación. Cuando lo soltaron, Wegener escapó a la Alemania Federal y se incorporó a sus servicios de seguridad.
La premisa de la nueva unidad era sencilla: ningún miembro de las fuerzas armadas podía servir en el GSG9, sólo policías. En lugar de formar parte del ejército federal, el GSG9 era una unidad de trescientos cincuenta agentes de la policía fronteriza. En 1977, Wegener se convertiría en el héroe de la operación más exitosa del GSG9. La unidad, con la colaboración de dos observadores especiales del SAS británico, asaltó en Mogadiscio (Somalia) un Boeing 707 de Lufthansa secuestrado después de que unos terroristas, que exigían la liberación de los miembros del grupo Baader-Meinhof encarcelados en Alemania, mataran al comandante. Wegener dirigió el asalto personalmente y mató a uno de los terroristas. Fue el momento cumbre del GSG9.
Entonces, la época gloriosa acabó. En junio de 1993, el GSG9 intentó detener a Wolfgang Grams, un miembro de la Rote Armee-Fraktion en una estación de tren de Bad Klienen, en la Alemania Oriental. La operación se torció, y Grams mató a un policía e hirió a otro. El informe oficial, confirmado por pruebas forenses, afirmaba que, tras los hechos, Grams se había suicidado. Sin embargo, testigos civiles declararon haber visto que los agentes del GSG9 inmovilizaban a Grams en el suelo y le pegaban un tiro a quemarropa en la cabeza.
El escándalo subsiguiente supuso el fin de algunas carreras a nivel ministerial. Y el GSG9 se sumergió de nuevo en las sombras.
A Fabel no le entusiasmaba el GSG9, ni las unidades del Mobile y el Sonder Einsatz Kommando, diseñadas a imagen y semejanza de los equipos del SWAT estadounidense, que habían surgido en casi todos los cuerpos policiales de Alemania. La línea entre policía y soldado estaba cada vez menos clara e iba en contra de todos los instintos de Fabel. Con su opinión sobre estas unidades paramilitares no se había ganado ninguna amistad en los niveles superiores del Präsidium, en especial cuando señalaba como ejemplo a la Policía Montada del Canadá. Esta había creado una unidad parecida al GSG9. La llamaron el SERT -el equipo de fuerzas especiales de emergencia-, y era una unidad antiterrorista sumamente eficaz. Y la disolvieron. Los agentes canadienses del SERT no pudieron conciliar el imperativo de matar que imponían las operaciones antiterroristas con su instinto natural como agentes de policía de preservar y proteger la vida. Fabel había pensado siempre que ésos eran la clase de policías con los que le gustaría trabajar.
Se centró en el rostro de Klugmann de la fotografía del historial. Era una cara más flaca que la que había visto en la sala de interrogatorios encalada de la comisaría de Davidwache. Era una cara tensa; los músculos y ligamentos tirantes sujetaban con firmeza la piel al cráneo poderoso. Era el tipo de cara que decía que el cuerpo oculto al que pertenecía era fuerte y atlético. La fotografía no era tan antigua; Klugmann debió de abandonarse para crear su identidad secreta.
Lo que Fabel no comprendía del todo era por qué se utilizaba a un agente del GSG9 para una operación secreta. El sigilo del GSG9 tenía una función táctica y operativa, no se debía a que recababa información de inteligencia. Fabel no dudaba en absoluto de que si María estaba convencida de haberse cruzado con Klugmann en Weingarten, era ahí exactamente donde lo había visto. Y los dos lugares que el GSG9 utilizaba para su adiestramiento eran Hangelar y Weingarten. No había duda de que, con tantas agencias especiales implicadas, fuera cual fuera el centro de la operación, el objetivo era importante. Volker era del BND; Klugmann, del GSG9. Fabel creía que la chica muerta, Tina Kramer, en realidad también era del BND. Parecía que sólo la policía de Hamburgo había quedado excluida de la operación. Y Fabel no tenía razón alguna para dudar de la palabra de Van Heiden sobre que no sabía nada en absoluto de la operación. Entonces, ¿por qué se había dejado al margen al principal cuerpo de seguridad de Hamburgo?
Llamaron a la puerta de un modo que no era ni indeciso ni seguro. Volker entró en el despacho de Fabel sin esperar a que éste le invitara a pasar. Algo había cruzado el rostro de Volker y se había llevado con él cualquier vestigio de cordialidad. La expresión de Volker no era hostil, pero tampoco transmitía ninguna otra emoción reconocible. Fabel se dio cuenta de que era el rostro que Volker tenía detrás de su máscara de afabilidad. Los ojos oscuros estaban vacíos, y tenía la boca apretada. Volker llevaba una gruesa carpeta verde debajo del brazo. Fabel le indicó con la mano que tomara asiento.
– ¿Qué es lo que quiere saber, Fabel? Le diré lo que pueda.
Cuando Fabel habló, había seriedad en su voz.
– No, Volker…, no me dirá sólo lo que pueda decirme… -Fabel le hizo una seña a Werner, quien se acercó, cerró la puerta con toda la intención, apoyó su cuerpo robusto contra ella y cruzó los brazos rollizos sobre el pecho-. Me dirá todo lo que yo quiera saber. Y si no lo hace, le prometo que lo meteré en una celda, presentaré cargos contra usted por obstruir una investigación de asesinato y filtraré la historia a la prensa antes de que sus amigos de Pullach puedan sacarlo de esto.
– Teníamos una razón muy buena para no soltar prenda, Fabel. Aún estamos en el mismo bando, ¿sabe? -El rostro de Volker seguía inexpresivo.
– ¿Ah, sí? Estoy intentando resolver una serie de asesinatos sanguinarios, y ha estado ocultándome información, información clave. Mis hombres han estado perdiendo el tiempo por todo Hamburgo intentando descubrir quién era la segunda víctima mientras usted entraba y salía tranquilamente del Präsidium con su identidad en el bolsillo. Mientras tanto, asesinan a una tercera víctima. Usted va por ahí jugando a los agentes secretos, y una pobre mujer lo paga con su vida.
– No existe conexión alguna entre Tina Kramer y las otras dos víctimas.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
Volker medio lanzó la pesada carpeta verde sobre la mesa.
– Está todo ahí, Fabel. Todo lo que tenemos sobre nuestra operación. Íbamos a compartirlo con usted de todas formas. Sólo necesitábamos que Klugmann apareciera. Hemos hecho nuestras comprobaciones sobre la relación de las otras dos víctimas con Tina Kramer y no hemos encontrado nada. Tina estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Su asesino debió de elegirla al azar, como a las otras víctimas.
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