Craig Russell - Resurrección

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En la tercera novela de la serie de Jan Fabel, un temible asesino que cree haberse reencarnado, se venga de aquellos que le traicionaron en una vida anterior…
El detective Jan Fabel y su equipo se enfrentan a una serie de homicidios: un político de izquierdas y homosexual confeso, y un prestigioso científico. Ambos fueron asesinados siguiendo el mismo método: los cuerpos tenían el cuero cabelludo seccionado y, sobre ellos, un pelo rojo teñido en la escena, procedente de la misma cabeza y cortado veinte años antes.
Fabel descubre que las víctimas pertenecían a un grupo anarquista de los años 70. Mientras tanto, los demás miembros del grupo, que habían tratado de dejar atrás su pasado, se dan cuenta de que un temible asesino va tras ellos.

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Müller-Voigt vivía en una casa enorme y moderna en la que cada ángulo y cada detalle dejaban a las claras que allí había trabajado un arquitecto muy caro, y Fabel reflexionó sobre la manera en que los activistas ecologistas de izquierdas de antaño parecían haber abrazado el consumo conspicuo con gran entusiasmo. Sin embargo, cuando se acercó a la puerta principal, notó que lo que parecía ser un tejado de mármol azul sobre toda la fachada principal era, en realidad, un grupo de paneles solares.

Müller-Voigt abrió la puerta. Era igual a como Fabel recordaba haberlo visto en el restaurante de Lex: un hombre pequeño pero en buena forma, con hombros anchos y un rostro bronceado, abierto en una sonrisa amplia y de dientes blancos.

– Herr Kriminalhauptkommissar, por favor… pase.

Fabel había oído hablar del encanto de Müller-Voigt; al parecer era su arma principal tanto con las mujeres como con sus opositores políticos. Como todos sabían de sobra, podía desactivarlo cada vez que le resultaba necesario y transformarse en un opositor agresivo y muy directo. El político hizo pasar a Fabel a una amplia sala con un techo abovedado del doble de altura de lo normal y con paneles de madera de pino. Le ofreció un trago a Fabel, que éste rehusó.

– ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Fabel? -preguntó Müller-Voigt, mientras se sentaba en un gran sofá esquinero y le indicaba a Fabel que hiciera lo propio.

– Estoy seguro de que se habrá enterado de las muertes de Hans-Joachim Hauser y Gunter Griebel -dijo Fabel.

– Por Dios, sí. Un asunto terrible, terrible.

– Usted conocía bastante bien a Herr Hauser, al parecer.

– Sí, es cierto. Pero desde hacía muchos años no lo trataba socialmente. De hecho, en los últimos tiempos casi no lo veía. Tal vez me topara con Hans-Joachim en alguna conferencia o reunión. Y, por supuesto, también conocía a Gunter. No tanto, desde luego, y llevaba más tiempo sin verlo que a Hans-Joachim, pero sí le conocía.

Fabel parecía sorprendido.

– Lo siento, Herr Müller-Voigt. ¿Ha dicho usted que conocía a ambas víctimas?

– Sí, desde luego. ¿Qué tiene de extraño?

– Bueno… -dijo Fabel-. El único propósito de esta visita era averiguar si usted podía arrojar alguna luz sobre alguna conexión posible entre las víctimas. Una conexión, debo añadir, que hasta ahora no habíamos podido encontrar. Ahora parece que ese nexo es usted.

– Me halaga que me considere tan importante para su investigación -dijo Müller-Voigt con una sonrisa-, pero puedo asegurarle que yo no era la única conexión. Ellos se conocían.

– ¿Está seguro?

– Por supuesto. Gunter era un tipo raro. Alto y desgarbado, no hablaba mucho, pero participó activamente en el movimiento estudiantil. De todas maneras, no me sorprende que esa conexión no apareciera en su radar. El se esfumó después de un tiempo, como si hubiera perdido interés en el movimiento. Pero tanto él como Joachim fueron miembros del Colectivo Gaia durante un tiempo. Yo también.

– Ah, ¿sí?

– Debo admitir que el Colectivo Gaia tuvo muy corta vida. Era más que nada un grupo de charlas. Yo lo abandoné cuando se volvió… cómo podría decirle… demasiado esotérico. La objetividad política se embarró con filosofía barata. Paganismo, esa clase de cosas. El Colectivo terminó evaporándose. Eso ocurría muy a menudo en aquel entonces.

– ¿Cuán bien se conocían entre sí? -preguntó Fabel.

– Oh, no lo sé. No eran amigos ni nada parecido. Sólo a través del Colectivo Gaia. Tal vez se vieran fuera, pero no podría decirlo. Sé que a Griebel se lo tenía en muy alta estima por su intelecto, pero tengo que admitir que a mí me resultaba un tipo muy aburrido, muy serio y bastante unidimensional… como muchas de las personas que se metieron en el movimiento. Y tampoco era especialmente comunicativo.

– ¿Y usted no había tenido ningún contacto con Griebel desde los días del Colectivo Gaia?

– Ninguno -dijo Müller-Voigt.

– ¿Quién más participaba?

– Fue hace mucho tiempo, Herr Fabel. Toda una vida.

– Tiene que acordarse de alguien.

Fabel observó a Müller-Voigt mientras éste se frotaba con aire reflexivo su barba cortada que empezaba a ponerse gris. Le resultó imposible darse cuenta de cuánto estaba ocultando aquel hombre, si es que lo hacía.

– Recuerdo que había una mujer con la que tuve una relación durante un tiempo -dijo Müller-Voigt-. Se llamaba Beate Brandt. No sé qué ha sido de ella. Y Paul Scheibe… Él también era miembro del Colectivo Gaia.

– ¿El arquitecto?

– Sí. Acaba de ganar la licitación de un importante proyecto arquitectónico en HafenCity. Él es el único miembro del grupo con quien todavía mantengo un contacto regular, si excluye las escasas ocasiones en las que me he topado con Hans-Joachim. Paul Scheibe era y es un arquitecto muy talentoso… muy innovador en sus diseños de edificios de impacto ambiental mínimo. Este último concepto para el Überseequartier de HafenCity es inspirado.

Fabel apuntó los nombres de Beate Brandt y Paul Scheibe. – ¿Recuerda a alguien más?

– No, en realidad… ningún nombre, en cualquier caso. En realidad nunca estuve muy metido en el Colectivo Gaia, ¿sabe?

– ¿Recuerda si Franz Mülhaus participaba del Colectivo?

Müller-Voigt pareció desconcertado por la mención de ese nombre, pero luego su expresión se oscureció con un gesto de sospecha.

– Oh… ya veo. A usted no le interesa para nada mi posible conexión con las víctimas, ¿verdad? Si ha venido a interrogarme sobre Franz el Rojo Mülhaus debido a las falsas acusaciones que ha hecho circular Ingrid Fischmann, entonces salga ya mismo de mi casa.

Fabel levantó una mano.

– En primer lugar, he venido aquí exclusivamente porque estoy tratando de averiguar la conexión que existía entre las víctimas. En segundo lugar, y esto se lo aseguro, Herr Senator… estoy llevando a cabo la investigación de un homicidio y usted va a responder a todas las preguntas que le haga. No me importa su posición; hay un maníaco suelto mutilando y asesinando personas que estaban relacionadas con su círculo en los años setenta y ochenta. Podemos hacerlo aquí o en el Polizeipräsidium, pero lo vamos a hacer.

Los ojos de Müller-Voigt estaban clavados en Fabel, y éste se dio cuenta de que la intensidad de la mirada del político no se debía a la furia, sino al hecho de que estaba evaluando a Fabel, tratando de decidir si estaba marcándole un farol o no. Estaba claro que Müller-Voigt había estado en demasiadas peleas políticas como para ponerse nervioso fácilmente. A Fabel ese distanciamiento frío y carente de emoción le resultaba perturbador.

– No sé qué piensa usted de mí y de la gente de mi clase, Herr Kriminalhauptkommissar. -Müller-Voigt relajó la tensión de su postura y se echó hacia atrás en el sofá-. Me refiero a los que participamos activamente en el movimiento de protesta. Pero cambiamos Alemania. Muchas de las libertades, muchos de los valores fundamentales que todos dan por sentado en nuestra sociedad pueden atribuirse directamente a que nosotros en aquella época defendimos una posición. Nos acercamos a un momento, si es que de hecho ya no lo hemos alcanzado, en que una vez más podemos sentirnos orgullosos de ser alemanes. Una nación liberal y pacifista. Y eso lo hicimos nosotros, Fabel. Mi generación. Nuestras protestas sacudieron las últimas y oscuras telarañas de los rincones de nuestra sociedad. Nosotros fuimos la primera generación con un recuerdo directo de la guerra, del Holocausto, y dejamos bien claro que nuestra Alemania no tendría nada que ver con aquella Alemania. Admito haber marchado en las calles. Admito que los ánimos estaban caldeados. Pero en el fondo de mis convicciones está mi pacifismo: no creo en ejercer violencia contra la Tierra y no creo en ejercer violencia contra otro ser humano. Como he dicho, he hecho cosas, en el fragor del momento, de las que ahora me arrepiento, pero yo jamás, ni en aquel entonces ni ahora, podría sustraer una vida humana por una convicción política, no importa lo fuerte que ésta sea. Para mí, eso es lo que me diferencia de lo que ocurrió entonces. -Hizo una pausa, clavando la mirada en Fabel-. Si hay una pregunta acechando por allí que tal vez usted no quiera formularme, entonces permítame que se la conteste de todas maneras. A pesar de las insinuaciones de Ingrid Fischmann, y a pesar del capital político que ha tratado de ganar la esposa del Erster Bürgermeister con esas acusaciones, yo no tuve ninguna clase de participación en el secuestro y asesinato de Thorsten Wiedler. No tuve nada que ver ni con ese episodio ni con el grupo que estaba detrás.

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