Schüler sacudió la cabeza con resolución.
– Les diré todo. Todo lo que sé. Sólo asegúrese de que mi nombre no salga a la luz.
Fabel sonrió.
– Buen chico. -Se volvió hacia Anna y Henk mientras salía por la puerta-. Os dejo a cargo de esto…
Fabel se sirvió una taza de café al regresar a su oficina. Se sentó a su escritorio, colgó la chaqueta en el respaldo de la silla y miró el reloj. Eran las nueve y media. A veces sentía que no había ningún refugio en el que pudiera esconderse de su trabajo; éste podía alcanzarlo sin importar dónde se encontraba o qué hora era. Además estaba irritado consigo mismo por haber discutido sobre el caso con Susanne en el tiempo libre de ambos, aunque sólo fuera sobre el trabajo de Griebel. Incluso se arrepentía de haberse llevado a casa los expedientes que le había dado Ullrich. Pero algo respecto de la segunda víctima le molestaba y no conseguía saber qué era. Se sentía como si tuviera una piedra diminuta en el zapato que le molestaba todo el tiempo pero que no podía localizar.
Buscó en su escritorio y sacó un gran bloc de dibujo del cajón. Lo abrió en la página en la que había empezado a trazar un esquema del caso del Peluquero de Hamburgo. Era un proceso que había repetido muchas veces antes, con muchos casos: una perversión de la función creativa para la que se habían inventado esos blocs. Fabel trazaba los perfiles de mentes enfermas y retorcidas, de muerte y dolor. Volvió a pensar en lo que le había dicho a Schüler; no eran más que bravatas, desde luego, pero le molestó pensar que sí había sido cierto lo que le había dicho sobre que él era un cazador de hombres, una persona a la que le resultaba cada vez más fácil entrar en la mentalidad de aquellos a los que cazaba.
Una vez más, se preguntó cómo había terminado allí, metido hasta los codos en la sangre y la suciedad de otros. Esa vida lo había acorralado poco a poco. Se habían producido pasos definidos y discretos en el camino. El primero había sido el asesinato de Hanna Dorn, su novia en la universidad. En realidad él no la conoció tanto tiempo ni tan bien, pero ella fue una figura significativa en su paisaje. Y se la había quitado, de forma repentina y violenta, un asesino que la había elegido a ella como víctima, completamente al azar. Fabel había quedado tan confuso como desolado, y, tan pronto se graduó, se unió a la Polizei de Hamburgo. Luego se produjo el tiroteo en el Commerzbank. Fabel -un pacifista, que en lugar del servicio militar había elegido el servicio civil, y había conducido ambulancias en su Norden natal en lugar de cumplir un período de conscripción más corto en las fuerzas armadas- se vio obligado a hacer lo que siempre se había prometido que no haría jamás: acabar con una vida humana. Luego, durante su período en la Mordkommission, cada nuevo caso le quitaba una parte de él y lo convertía en algo que jamás había querido ser.
A veces sentía que estaba usando la vida de otra persona, como si hubiera cogido el abrigo equivocado en el guardarropa de un restaurante. Él no había planeado nada de eso.
Bajó la mirada hacia el bloc de dibujos, aunque por el momento no lo veía, sino que trataba de mirar otra vida. Esa vez no se trataba de la mente de un asesino o la vida de la víctima de un homicidio, sino la vida que debería, que podría, haber sido suya. Tal vez Fabel se había convertido precisamente en eso: en la víctima de un homicidio.
Buscó en su chaqueta y sacó la cartera. Cogió la tira de papel que Sonja Brun le había dado con su número telefónico y la tarjeta de Roland Bartz y las depositó sobre el escritorio. Una vida nueva. Podía coger el teléfono, hacer dos llamadas y cambiarlo todo. ¿Cómo sería -se preguntó- preocuparse por cosas sin importancia? ¿No tener que tomar decisiones de vida o muerte? Miró el teléfono que estaba sobre su escritorio durante un momento, imaginándolo como el portal hacia una nueva vida, luego suspiró y volvió a guardar el pedacito de papel y la tarjeta en la cartera, antes de volver la atención al bloc de dibujo.
Dos víctimas en el mismo día. Ninguna pista sólida y poco que las conectara entre sí. Uno buscaba la atención de la gente; el otro era prácticamente un recluso. La única temática común que Fabel podía intuir, más allá de la posibilidad de un radicalismo político en la juventud de ambos, era la forma en que sólo parecían existir como reflejo. Hauser había tratado de establecerse como gurú ecologista y figura importante de la izquierda, y había terminado siendo una nota al pie de página en las biografías de otros. Griebel sólo parecía existir a través de y para su trabajo, incluso mientras vivió su esposa.
Antes, Fabel había escrito el nombre de Kristina Dreyer en la página, le había hecho un círculo con un rotulador y lo había conectado con el de Hauser. Lo tachó. También había conectado el nombre de Sebastian Lang al de Hauser. Fabel no había entrevistado a Lang personalmente, pero Anna le había asegurado que su coartada era sólida. Había un signo de interrogación como referencia al hombre mayor que, según Anna, habían visto junto a Hauser en The Firestation ¿Podría haber sido Griebel? Había muy pocas fotografías claras del científico en vida, un hombre claramente tímido delante de las cámaras, y la foto de la morgue, con el cuero cabelludo arrancado, no servía para una identificación. Fabel anotó que tenía que indicarle a Anna que llevara un dibujo de Griebel a The Firestation para ver si alguien del personal lo reconocía.
Se oyó un golpe a la puerta y Anna Wolff entró sin que se lo pidieran, como era habitual en ella. Henk Hermann la siguió.
– Gracias por ablandar a Schüler -dijo Anna, en un tono que dejó a Fabel inseguro de si lo decía en serio o no-. Fue difícil hacerlo callar. Quedó muy asustado del coco que amenazaste que le echarías encima.
– ¿Algo útil? -preguntó Fabel.
– Sí, chef -dijo Henk-. Schüler admitió que estaba recorriendo el área a pie, buscando apartamentos y casas para robar. Según él, no fue un reconocimiento muy exhaustivo… Al parecer hace su mejor trabajo en las horas de madrugada, cuando los ocupantes están dormidos, pero el Schanzenviertel es una zona llena de clubes y bares, de modo que pensó que podría encontrar algunas casas vacías a esa hora de la noche. En cualquier caso, no había tenido suerte y el ocupante de una casa había estado a punto de atraparlo, de modo que había decidido parar por ese día. Iba de camino a su casa cuando notó la bicicleta encadenada fuera del apartamento de Hauser y se preguntó: «¿Por qué no?». Lo interesante es que dijo que se le ocurrió verificar el apartamento, sólo por si acaso, de modo que fue a la parte trasera, donde hay un pequeño patio con acceso a las ventanas de la sala, el dormitorio y el baño. Dice que no avanzó más porque pudo ver que el ocupante estaba en la casa.
– ¿Vio a Hauser?
– Sí -dijo Anna-. Vivo. Estaba sentado en la sala bebiendo, de modo que Schüler decidió conformarse con la bicicleta.
– Pero lo principal es que Hauser no estaba solo -continuó Henk-. Tenía un invitado.
– ¡Ah! -Fabel se inclinó hacia delante-. ¿Nos ha dado una descripción?
– Schüler dice que el invitado de Hauser estaba sentado de espaldas a la ventana -dijo Anna-. Y él tenía ganas de salir del patio para que no lo vieran, de modo que no prestó demasiada atención a ninguno de los hombres. Pero, por lo que dijo, uno de los dos era Hauser, sin duda alguna. Describió al otro como más joven, tal vez de unos treinta años, delgado y de pelo oscuro.
– ¿Esa descripción no encaja con el tipo que descubrió a Kristina Dreyer limpiando los rastros del asesinato? -dijo Fabel.
– Sebastian Lang… Sí, ¿verdad? -Anna sonrió-. Tengo una fotografía de Lang que usé cuando estuve preguntando por Hauser.
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