Camilla Läckberg - La Princesa De Hielo

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Tras muchos años de ausencia, la joven escritora Erica vuelve a su pueblo natal, donde ha heredado la casa de sus padres recientemente fallecidos. Erica decide darse un paseo por las calles donde transcurrió los primeros años de su vida, pero tras el aviso de unos vecinos, descubre que su amiga de la infancia, Alex, acaba de suicidarse.
Conmocionada, inicia una investigación y descubre que Alex estaba embarazada. La historia da un nuevo giro cuando la autopsia revela que su amiga no se suicidó sino que fue asesinada. La policía detiene al principal sospechoso, Anders, un artista fracasado que mantenía una relación especial con la víctima…

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Anna se hacía querer. Totalmente despreocupada de los aspectos más penosos de la vida, vivía siempre al día, el momento presente. Erica, que era muy madura y siempre andaba preocupada, quedaba fascinada ante la energía con la que Anna disfrutaba cada instante de su vida. Aceptaba con calma los desvelos de Erica, pero no solía tener paciencia para quedarse sentada en su regazo y dejarse acariciar demasiado tiempo. Se convirtió en una adolescente indómita que hacía exactamente lo que se le ocurría, una jovencita despreocupada y egocéntrica. En momentos de lucidez, Erica solía admitir que había mimado y protegido a Anna en exceso. Pero lo que pretendía era compensarla por lo que ella jamás había recibido.

Anna resultó una presa fácil para Lucas, cuando se conocieron. La fascinaron las apariencias, pero no advirtió los sórdidos matices ocultos. Despacio, muy despacio, él fue destruyendo su alegría de vivir y su confianza en sí misma aprovechándose de su vanidad. Y ahora, Anna se veía como una hermosa ave enjaulada en su residencia de Östermalm y no tenía fuerzas ni para reconocer su error.

Todos los días, Erica deseaba que Anna, por sí misma, le tendiese la mano en busca de ayuda. Hasta que no llegase ese día, lo único que ella podía hacer era esperar y estar ahí. Claro que ella tampoco había tenido mucha suerte en su vida sentimental. De hecho, tenía a su espalda toda una serie de relaciones malogradas y de promesas incumplidas. En la mayoría de los casos, era ella quien las había roto. Una especie de alarma sonaba en cuanto alcanzaba cierto estadio en una relación. La sensación de pánico era tan intensa que apenas si podía respirar y la abocaba siempre a recoger sus cosas y marcharse sin mirar atrás. Aun así, por paradójico que pudiera parecer, ella siempre había añorado tener una familia, tener hijos; pero había cumplido ya los treinta y cinco y veía que los años se esfumaban a toda prisa.

¡Joder!, había conseguido mantener a raya el recuerdo de Lucas todo el día y ahora se le imponía sin saber cómo y era consciente de que no tenía más remedio que averiguar hasta qué punto se encontraba en una situación de desventaja. Pero estaba demasiado cansada para ponerse a ello en ese momento, así que lo dejaría para el día siguiente. Sintió la necesidad urgente de relajarse el resto del día, sin dedicar un solo pensamiento a Lucas ni a Alexandra Wijkner.

De modo que eligió un número de marcación rápida en su móvil.

– Hola, soy Erica. ¿Vais a estar en casa esta tarde? Pensaba pasarme un momento.

Dan soltó una cálida carcajada.

– ¿Que si estamos en casa? ¿No sabes qué pasa esta tarde?

El silencio que le devolvió el otro lado del hilo telefónico tenía un eco de compacta estupefacción. Erica reflexionó a fondo, pero no recordaba que hubiese nada especial aquella tarde. No era fiesta, ni el cumpleaños de nadie, Dan y Pernilla se habían casado en verano, así que no podía ser su aniversario de bodas.

– Pues no, no tengo la menor idea. Ponme al corriente.

El auricular le trajo un hondo suspiro y Erica comprendió que el gran acontecimiento tenía que guardar necesariamente alguna relación con el deporte. Dan era un gran aficionado al deporte, lo que, como ya sabía Erica, era fuente de algún que otro roce entre él y Pernilla, su mujer. Ella, en cambio, había encontrado su propio método para hacer pagar todas las noches que había tenido que pasar viendo cualquier absurdo programa deportivo en el televisor durante el tiempo que estuvieron juntos. Dan era un hincha fanático del Djurgården, por lo que Erica había decidido adoptar el papel de hincha entusiasta del AIK. En realidad, no le interesaba lo más mínimo el deporte en general y menos aún el hockey, pero, precisamente por eso, parecía poder irritar a Dan más aun. Lo que realmente lo sacaba de sus casillas era que el AIK ganase el partido y que ella no se inmutase especialmente.

– ¡Suecia juega contra Bielorrusia!

Dan intuyó que ella no sabía de qué hablaba y lanzó otro suspiro.

– Las olimpiadas, Erica, las olimpiadas… ¿Eres consciente de que estos días se está celebrando un acontecimiento de tal magnitud?

– ¡Ah! Te referías al partido. Pero bueno, claro que sigo los juegos. Yo creía que te referías a algo especial, aparte de eso.

Su tono fue tan exagerado que no quedó la menor duda de que no sabía nada del partido de aquella tarde y de que Dan literalmente se tiraba de los pelos ante tal blasfemia: el deporte no era, según él, cosa de broma.

– Bien, entonces me paso a ver el partido contigo y así veré cómo Salming aplasta la resistencia rusa…

– ¡¿Salming?! ¿Tienes idea de cuánto hace que dejó de jugar? Estás de broma, ¿verdad? Dime que sí.

– Sí, Dan, estoy de broma. Tan inútil no soy. En fin, que iré a ver jugar a Sundín, si eso te gusta más. Un chico para morirse de guapo, por cierto.

Dan suspiró por tercera vez, en esta ocasión por el hecho de que alguien cometiese el delito de hablar de tal gigante del hockey en términos distintos a los puramente deportivos.

– Anda, sí, vente. Pero no quiero que se repita lo de la última vez, ¿eh? Ningún parloteo durante el partido, nada de comentarios sobre lo sexy que están los jugadores con las rodilleras y, sobre todo, nada de preguntar si sólo llevan protector o si se han puesto los calzoncillos encima. ¿Estamos?

Erica rió con descaro y añadió en tono serio:

– Te lo juro por mi honor de scout, Dan.

Él masculló:

– ¡Pero si tú nunca has sido scout!

– Precisamente.

Erica pulsó el botón con el símbolo de un pequeño teléfono rojo.

Dan y Pernilla vivían en una de las casas adosadas de Falkeliden, de construcción relativamente reciente. Las viviendas aparecían alineadas en largas hileras que seguían la pendiente de la colina de Rabekullen y eran tan parecidas entre sí que apenas si se distinguían unas de otras. Era un barrio muy solicitado por familias con hijos, ante todo por el hecho de que carecían por completo de vistas al mar, por lo que no habían subido de precio de la misma forma desorbitada que las edificaciones próximas a la playa.

Hacía una tarde demasiado fría para ir a pie, pero el coche emitió una enérgica protesta cuando Erica intentó forzarlo a subir por la pendiente, que no habían cubierto con la suficiente cantidad de arena y estaba muy resbaladiza. Así, cuando por fin entró en la calle de Dan y Pernilla, respiró aliviada.

Llamó al timbre, cuyo sonido originó enseguida un tumultuoso correteo de pequeños pies al otro lado de la puerta, que se abrió de golpe dejando ver a una niña enfundada en un larguísimo camisón. Era Lisen, la hija menor de Dan y Pernilla. Malin, la mediana, se encendió de rabia ante la injusticia de que hubiesen dejado que Lisen le abriese la puerta a Erica y la riña no cesó hasta que Pernilla hizo oír su voz decidida desde la cocina. Belinda, la mayor de las tres hijas, tenía trece años y Erica la había visto al pasar por la plaza, junto al quiosco de perritos de Acke, rodeada de chicos barbilampiños en moto. Seguro que sus amigos tendrían que emplearse a fondo para controlarla.

Abrazó a las niñas por orden de edad y éstas se marcharon tan rápido como habían aparecido, dejando que Erica se quitase el abrigo tranquilamente.

Pernilla estaba en la cocina, preparando la comida, con las mejillas sonrosadas y un delantal con la leyenda «besa al cocinero» escrita en mayúsculas. Parecía hallarse en medio de una fase crítica del guiso, pues no hizo más que un gesto distraído a modo de saludo antes de volver a sus cacerolas y sartenes que humeaban en apetitoso chisporroteo. Erica entró en la sala de estar, donde sabía que encontraría a Dan, hundido en el sofá, con los pies apoyados sobre la mesa de cristal y el mando a distancia firmemente anclado a la mano derecha.

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