Harry miró la bahía, las lanchas rápidas que pasaban junto al castillo del siglo xvi que se levantaba más allá del rompeolas y estaba unido a la playa por una rampa de cemento, como una calzada. Era mucho más pequeño de lo que Harry creía que eran los castillos. A las cuatro y media de una tarde de domingo había muy poca gente en la playa, sólo unos cuantos viejos jugando a la petanca. Harry se había quitado la chaqueta y la llevaba sobre los hombros. Pensaba que quizá le tomarían por un italiano. Tal vez era el momento de comenzar a aprender el idioma.
A unos tres metros de él, uno de los norteafricanos había extendido una estera y ahora colocaba un montón de paraguas plegables de diversos colores. El negro hizo una pausa, dejó de sacar los paraguas de una bolsa de basura negra, le miró, y Harry se sintió evaluado, juzgado; el tipo parecía dispuesto a hacerle víctima de alguna estafa mediterránea.
El hombre era delgado, la camiseta le iba holgada; llevaba bigote, perilla, calzaba sandalias y lucía varios anillos y un pendiente de oro. En realidad no tenía mala pinta y ahora sonreía. El negro le dijo en inglés:
– Hoy no le venderé un paraguas, ¿no es así? Ha decidido que no lo necesita.
Su acento era del Caribe, británico colonial.
– ¿De dónde se supone que es, de las Bahamas, Jamaica o Túnez?
– Me ha calado, ¿eh? -Habló ahora en inglés americano, sin una pizca de acento-. No se me nota cuando hablo con italianos, no se dan cuenta, ya sabe, de los matices. Debí darme cuenta de que un tío como usted me calaría.
– Sigo sin necesitar un paraguas -dijo Harry-. Con un día como éste, ¿quién iba a comprar uno?
– Lo que hago es mirar el cielo. ¿Lo ve? -Levantó la vista mientras Harry le observaba-. Como si supiera con mi inteligencia nativa, con mis genes, cuándo lloverá.
– Es decir que piensan que es de África del Norte, o del Sáhara, y por eso sabe todo lo referente a la lluvia.
– No llegan a tanto. Puede haber sol, no importa. Huelo el aire. Así, huelo el tiempo que hará. ¿Lo ve?, sabía que no le vendería un paraguas. También sé cuándo no debo engañar a una persona.
– ¿No me tomó por italiano?
– ¡No!, ni aunque lleve la chaqueta de esa manera, como Fellini. Es de algún lugar de la Costa Este. ¿Nueva York?
– Miami. He vivido en Miami Beach casi toda mi vida.
– Podría pasar por italiano, sí, pero no de por aquí, con esa manera de vestir. Bueno, podría ser de Milán, supongo, o de por allí. Pero para parecer un italiano auténtico, tío, necesita un traje con las hombreras anchas y unos zapatos puntiagudos con la suela muy fina. ¿Pasa aquí las vacaciones?
– Tengo una casa -contestó Harry, y después añadió inmediatamente-: Una villa. Estoy tratando de decidir si quiero vivir aquí.
– ¿Rapallo? Tío, no hay más que lo que ve. ¿Se está ocultando?
– ¿Tengo pinta de fugitivo?
– Por aquí me he encontrado a montones de gente que se ocultaba de algo, por eso le pregunto. No me importa, ¿lo comprende? Veo a un hombre como usted que viene a un lugar como éste, que es casi únicamente para los lugareños, y me da que pensar, eso es todo.
– Vive por aquí, ¿verdad? ¿O vino de África con los paraguas?
– Vine aquí desde Houston, Texas. Hace mucho tiempo de eso, tío, fue después de estar en Vietnam. Volví a casa y no me gustó cómo estaban las cosas por allí: lleno de gente del norte que había venido a probar suerte en el negocio del petróleo. Vine al Mediterráneo, recorrí Marruecos, las islas griegas, Egipto. Durante un tiempo me convertí en hermano musulmán, adopté el nombre de Jadal Radwa, que es el de una montaña en Arabia Saudí. Después ¿sabe lo que hice? Fui a Marsella y me alisté en la Legión Extranjera. Lo hice, no es coña, con el nombre de Robert Gee. No me cree, ¿verdad?
– Claro que sí, ¿por qué? -replicó Harry encogiéndose de hombros.
– La culpa la tuvo en parte un ex legionario -dijo Robert Gee- que conocí en Saigón, un francés que llevaba allí desde los cincuenta, ¿sabe a qué me refiero?, se casó con una mujer del lugar y se integró en el ambiente oriental. Insistía en que debía quedarme y buscarme una mujer bonita como hizo él… Pero no me veía a mí mismo como un asiático. ¿Entiende? Así que preferí venirme aquí y alistarme en la Legión Extranjera francesa, llena de cabrones mercenarios que habían peleado en las guerras de África, por dinero y también por la oportunidad de disparar contra sus hermanos. Y allí estaba yo, con el mismo uniforme, durmiendo y marchando con esos racistas.
– Y si resulta que yo también soy racista…, peor para usted.
– Quizás. Aunque no creo que tenga usted ideas extremistas o que le importe una mierda lo que pienso.
Harry le dejó creer lo que quisiera.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en la Legión?
– Los cinco años, llegué a cabo y conseguí las alas de paracaidista. Serví en Córcega, donde entrenan, y en Yibuti en el golfo de Aden, en África oriental. Me licencié y pasado un tiempo me encontré en Kuwait, antes de la operación Tormenta del Desierto, y conseguí un trabajo como guardaespaldas y chófer de un jeque. Yo era el único en el que confiaba en sus viajes por las capitales de Europa. Sin embargo, muy pronto acabé harto del jeque y de sus hábitos. Dejé de ser Jabal Radwa y recuperé el nombre de Robert Gee por segunda vez.
– Yo tengo un par de nombres -comentó Harry.
Esto provocó la sonrisa de Robert Gee.
– Me lo imaginaba. Se montó un negociete y le pillaron, ¿no?
– Estoy retirado -replicó Harry.
– Bueno, yo a medias. Unos días vendo paraguas, otros le puedo conseguir lo que necesite, o lo que le pida su imaginación. ¿Quiere cigarrillos americanos, whisky escocés? ¿Una pistola, una escopeta? Para cazar o para lo que se le antoje. Puedo proporcionarle un hachís muy decente. Fúmelo mirando las telecomedias americanas: Andy Griffith hablando italiano. La cocaína, tendrá que buscarla en otra parte.
– ¿Qué clase de pistola? -preguntó Harry.
Esto arrancó otra sonrisa de Robert Gee.
– Beretta. Estamos en Italia, tío.
– ¿Usted se contrata?
– ¿Para hacer qué?
– Estar cerca. Ver si ocurre algo.
– Suena a guardaespaldas.
– Ir a Milán y recibir a una señora que llega en un vuelo. Traerla aquí.
– Podría hacerlo. Dígame cuánto paga por estos servicios.
– ¿Por qué no guarda los paraguas? Vamos al Vesuvio’s o al Gran Caffé y hablemos del asunto. ¿Por casualidad sabe cocinar?
Jimmy Cap estaba cenando, un pescado asado con cabeza y cola y un plato de linguini con salsa de ostras. Se pasaba la lengua por el interior de la boca buscando algo que no debía estar allí cuando vio que el Zip aparecía en el comedor con Nicky Testa, lo conducía a la mesa y lo hacía sentar frente a Jimmy Cap, permaneciendo de pie detrás de él. Jimmy Cap se sacó una espina de la boca. El Zip, con el canto de la mano, golpeó a Nicky en la nuca.
– Díselo.
Jimmy Cap volvió a mover la lengua dentro de la boca y se sacó otra espina. Dijo:
– Maldito pez.
El Zip volvió a golpear a Nicky.
– Díselo. -Nicky encorvó los hombros mientras el Zip añadía-: Está vigilando a la amiga de Harry Arno. Esta tarde a las cinco… adelante, díselo.
Nicky se apoyó sobre la mesa, apartándose del Zip. Le dijo a Jimmy Cap, casi en confianza:
– Dile que no me toque más los cojones.
– Dime lo que me tengas que decir -le contestó Jimmy Cap.
– Dile que no me ponga las manos encima.
– Eso arregladlo entre vosotros. Ahora dime qué pasa.
– Seguí a esa tía -dijo Nicky-, desde su apartamento a la agencia de viajes en Lincoln Road.
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