Jeff Lindsay - Querido Dexter

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Querido Dexter: краткое содержание, описание и аннотация

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La organizada vida de Dexter se altera de repente cuando un segundo asesino en serie, mucho más visible, aparece en Miami. Dexter se siente intrigado, e incluso encantado, al ver que ese otro asesino parece tener un estilo virtualmente idéntico al suyo. Y sin embargo Dexter no puede evitar la sensación de que ese misterioso recién llegado no se limita a invadir su terreno… sino que le lanza una invitación directa para “ir a jugar con él”.

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—Deborah —dije, acercándome a ella—, esta vez la caballería no acudirá al rescate.

—No me jodas, Sherlock —dijo.

—Sólo estamos nosotros, y no es suficiente.

Se apartó un mechón de la cara y expulsó una profunda bocanada de aire.

—¿Qué te decía yo?

—Pero no diste el siguiente paso, hermanita. Como no somos suficientes, necesitamos ayuda, alguien que sepa algo acerca de este…

—¡Por el amor de Dios, Dexter! ¡Así le estamos regalando víctimas a destajo!

—Lo cual significa que el único candidato restante en este momento es el sargento Doakes —dije.

No sería justo decir que se quedó patidifusa, pero me miró con la boca abierta antes de volverse para mirar a Doakes, que estaba junto al cadáver de Burdett, hablando con el capitán Matthews.

—El sargento Doakes —repetí—. El ex sargento Doakes. De las Fuerzas Especiales. Servicio desligado en El Salvador.

Me miró, y luego a Doakes otra vez.

—Deborah —dije—, si queremos encontrar a Kyle, hemos de saber más sobre este asunto. Hemos de saber los nombres de la lista de Kyle, hemos de saber qué clase de grupo era y por qué está ocurriendo todo esto. Y Doakes es la única persona bien informada que me viene a la cabeza.

—Doakes te quiere muerto —dijo.

—Ninguna situación laboral es ideal —dije, con mi mejor sonrisa de perseverancia jubilosa—. Además, creo que quiere acabar con esto tanto como Kyle.

—No tanto como Kyle —replicó Deborah—. Ni como yo.

—Bien, pues —dije—, creo que ésa es la mejor solución.

Deborah aún no parecía convencida, por algún motivo.

—El capitán Matthews no querrá perder a Doakes por esto. Tendríamos que explicárselo.

Señalé hacia el lugar donde el mismísimo capitán estaba conferenciando con Doakes.

—Ahí los tienes.

Deborah se mordisqueó el labio un momento.

—Mierda —dijo por fin—. Podría salir bien.

—No se me ocurre ninguna otra alternativa —dije.

Deborah respiró hondo, y después, como si alguien hubiera accionado un interruptor, se encaminó hacia Matthews y Doakes con las mandíbulas apretadas. Yo la seguí, intentando fundirme con las paredes desnudas para que Doakes no saltara y me arrancara el corazón.

—Capitán —dijo Deborah—, hemos de ser proactivos en este caso.

Aunque «proactivo» era una de las palabras favoritas de Matthews, éste la miró como si fuera una cucaracha en la ensalada.

—Lo que necesitamos —contestó —es que esta… gente… de Washington envíe a alguien competente para aclarar esta situación.

Deborah señaló a Burdett.

—Ya lo enviaron —dijo.

Matthews miró a Burdett y frunció los labios con aire pensativo.

—¿Qué sugiere?

—Tenemos un par de pistas —dijo, y cabeceó en mi dirección. Ojalá no lo hubiera hecho, porque Matthews volvió la cabeza en mi dirección y, aún peor, Doakes también. Si su expresión de perro hambriento indicaba algo, sus sentimientos hacia mí todavía no se habían atemperado.

—¿Cuál es su implicación en esto? —me preguntó Matthews.

—Está aportando asistencia forense —dijo Deborah, y yo asentí con modestia.

—Mierda —dijo Doakes.

—Hemos de pensar en el factor tiempo —dijo Deborah—. Hemos de encontrar a este tipo antes de que…, antes de que aparezcan más como éste. No podremos mantenerlo en secreto indefinidamente.

—Creo que la expresión «atención febril por parte de los medios de comunicación» sería la apropiada —ofrecí, siempre colaborador. Matthews me fulminó con la mirada.

—Sé por encima lo que Kyle…, lo que Chutsky intentaba hacer —continuó Deborah—. Pero no puedo proseguir la tarea porque me faltan detalles de los antecedentes. —Adelantó la barbilla en dirección a Doakes—. Pero al sargento Doakes no.

Doakes pareció sorprenderse, una expresión que, evidentemente, no había practicado lo suficiente, pero antes de que pudiera decir algo, Deborah se lanzó de cabeza.

—Creo que entre los tres podemos cazar a ese tipo, antes de que aparezca otro federal y se repita la jugada.

—Mierda —repitió Doakes—. ¿Quiere que trabaje con él?

No necesitaba señalar para que todo el mundo se enterara de que se refería a mí, pero de todos modos lo hizo, apuntando un dedo índice grueso y protuberante hacia mi cara.

—Sí —dijo Deborah. El capitán Matthews se estaba mordisqueando el labio, indeciso.

—Mierda —dijo Doakes una vez más. Confiaba en que su aptitud para la conversación mejoraría si trabajábamos juntos.

—Ha dicho que usted sabe algo sobre esto —dijo Matthews a Doakes, y el sargento dejó de atravesarme con la mirada a regañadientes para desviar la vista hacia el capitán.

—Aja —dijo Doakes.

—De su, er… Del ejército —dijo Matthews. No parecía muy asustado por la expresión de rabia de Doakes, pero tal vez se debía a la costumbre de mandar.

—Aja —repitió Doakes.

El capitán Matthews frunció el ceño, y compuso la mejor expresión que pudo de hombre de acción a punto de tomar una decisión importante. Los demás conseguimos impedir que se nos pusiera la carne de gallina.

—Morgan —dijo por fin el capitán Matthews. Miró a Debs y luego hizo una pausa. Una furgoneta con la inscripción Action News en el costado frenó frente a la casa y empezó a bajar gente—. Maldita sea —dijo. Echó un vistazo al cadáver, y después miró a Doakes—. ¿Podrá hacerlo, sargento?

—A los de Washington no les va a gustar —dijo Doakes—. Y a mí tampoco.

—Empiezo a perder el interés por lo que le gusta a Washington —dijo Matthews—. Tenemos nuestros propios problemas. ¿Puede ocuparse de esto?

Doakes me miró. Intenté aparentar seriedad y dedicación, pero él se limitó a sacudir la cabeza.

—Sí —dijo—. Lo haré.

Matthews le dio una palmada en el hombro.

—Es usted un buen hombre —dijo, y se fue corriendo a hablar con los reporteros.

Doakes aún seguía mirándome. Yo le sostuve la mirada.

—Piense que ahora le será mucho más fácil seguirme —dije.

—Cuando esto termine —dijo—, sólo tú y yo.

—Pero no antes de que termine —dije, y asintió por fin, sólo una vez.

—Hasta entonces —dijo.

18

Doakes nos llevó a una cafetería de la calle Ocho. Justo enfrente había un negocio de coches de segunda mano. Nos guió hasta una mesita situada en un rincón del fondo y se sentó de cara a la puerta.

—Aquí podremos hablar —dijo, con un tono tan parecido al de una película de espías que me arrepentí de no haber traído gafas de sol. Bien, tal vez las de Chutsky llegarían por correo. Sin la nariz sujeta, con suerte.

Antes de que pudiéramos hablar, un hombre salió de la trascocina y estrechó la mano de Doakes.

—Alberto —dijo—. ¿Cómo estás? Doakes le contestó en un español muy bueno, mejor que el mío, para ser sincero, aunque me gusta pensar que mi acento es mejor.

—Luis —dijo—. Más o menos.

Charlaron unos momentos, y después Luis nos trajo unas tazas diminutas de café cubano espantosamente dulce y una bandeja de pastelitos. Saludó con un cabeceo a Doakes y desapareció en la trascocina.

Deborah contempló toda la escena con creciente impaciencia, y cuando Luis nos dejó por fin inició la conversación.

—Necesitamos los nombres de toda la gente que estuvo en El Salvador —le espetó sin más.

Doakes la miró y bebió su café.

—Es una lista grande —dijo.

Deborah frunció el ceño.

—Ya sabe a qué me refiero —dijo—. Maldita sea, Doakes, ese tipo tiene a Kyle.

Doakes exhibió la dentadura.

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