John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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Había también otro sonido, una especie de zumbido rítmico y bajo, también procedente de algún lugar situado debajo de ellos. A la izquierda de Gurney, una puerta de doble hoja conducía a un comedor formal con una chimenea enorme. Delante de él, el amplio pasillo se extendía hasta la parte de atrás de la casa, donde una puerta con paneles de cristal daba a lo que parecía un jardín sin fin. A un lado del pasillo, una amplia escalera con una elaborada balaustrada conducía al segundo piso. A su derecha había un salón anticuado amueblado con sofás mullidos y sillones y mesas antiguas y aparadores sobre los que colgaban paisajes marinos al estilo de Winslow. La impresión de Gurney era que el interior de la casa estaba mejor cuidado que el exterior. Muller sonrió completamente alelado, como si esperara que le dijeran qué hacer a continuación.

– Una casa encantadora-dijo Gurney con amabilidad-. Parece muy confortable. Quizá podamos sentarnos un momento y hablar.

Una vez más ese tono extraño:

– Muy bien.

Al ver que Muller no se movía, Gurney hizo un gesto inquisitivo hacia el salón.

– Por supuesto-dijo Muller, pestañeando como si acabara de despertarse-. ¿Cómo ha dicho que se llama?-Sin esperar una respuesta, caminó hacia un par de sillones enfrentados situados delante de la chimenea-. Así pues-dijo como si tal cosa cuando ambos se sentaron-, ¿de qué se trata?

El tono de la pregunta sonó rara, despistada, como todo lo demás en Carl Muller. A menos que el hombre tuviera alguna tendencia inherente a la confusión-poco probable en la rigurosa profesión de la ingeniería naval-, la explicación tenía que ser alguna forma de medicación, quizá comprensible en el periodo subsiguiente a que su esposa desapareciera con un asesino.

Quizá por la posición de los conductos de calefacción, Gurney notó que los compases del Adeste fideles y el tenue zumbido que subía y bajaba era más audible en esa sala que en el pasillo. Estuvo tentado de preguntar por ello, pero pensó que sería mejor permanecer concentrado en lo que verdaderamente quería saber.

– Es usted detective-dijo Muller; una afirmación, no una pregunta.

Gurney sonrió.

– No lo entretendré mucho, señor. Solo hay unas pocas cosas que quiero preguntarle.

– Carl.

– ¿Disculpe?

– Carl. -Estaba mirando a la chimenea, hablando como si las cenizas del último fuego hubieran nublado su memoria-. Me llamo Carl.

– Vale, Carl. Primera pregunta-dijo Gurney-: antes del día de su desaparición, ¿la señora Muller había tenido algún contacto con Héctor Flores del que tuviera constancia?

– Kiki-dijo, otra revelación desde las cenizas.

Gurney repitió su pregunta.

– ¿Lo tendría, no? ¿Dadas las circunstancias?

– Las circunstancias eran…

Muller cerró y abrió los ojos en un proceso demasiado letárgico para describirlo como un pestañeo.

– Sus sesiones de terapia.

– ¿Sesiones de terapia? ¿Con quién?

Muller miró a Gurney por primera vez desde que había entrado en la habitación, pestañeando más deprisa ahora.

– Con el doctor Ashton.

– ¿El doctor tiene una consulta en su casa? ¿En la puerta de al lado?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo había estado viéndolo?

– Seis meses. Un año. ¿Menos? ¿Más? No me acuerdo.

– ¿Cuándo fue su última sesión?

– El martes. Eran siempre los martes.

Por un momento, Gurney estaba desconcertado.

– ¿Se refiere al martes antes de que desapareciera?

– Exacto, el martes.

– ¿Y cree que la señora Muller, Kiki, habría tenido contacto con Flores cuando se presentó en la consulta de Ashton?

Muller no respondió. Su mirada había regresado a la chimenea.

– ¿Alguna vez habló de él?

– ¿De quién?

– De Héctor Flores.

– No era la clase de persona de la que hubiéramos hablado.

– ¿Qué clase de persona era él?

Muller murmuró una sonrisita sin humor y negó con la cabeza.

– Sería obvio, ¿no?

– ¿Obvio?

– Por su nombre-dijo Muller con repentino e intenso desdén. Todavía estaba mirando a la chimenea.

– ¿Un nombre español?

– Son todos iguales. Salta a la vista, joder. Están apuñalando a nuestro país por la espalda.

– ¿Los mexicanos?

– Los mexicanos son solo la punta del cuchillo.

– ¿Esa es la clase de persona que era Héctor?

– ¿Ha estado alguna vez en esos países?

– ¿Países latinos?

– Los países con climas cálidos.

– No puedo decir que haya ido, Carl.

– Sitios sucios, todos y cada uno de ellos: México, Nicaragua, Colombia, Brasil… Todos y cada uno de ellos, sucios.

– ¿Como Héctor?

– ¡Sucios!

Muller miró la rejilla de hierro cubierta de cenizas como si estuviera mostrando imágenes exasperantes de esa suciedad.

Gurney se quedó sentado en silencio durante un minuto, esperando a que la tormenta amainara. Observó los hombros del hombre relajándose lentamente, aferrándose con menos fuerza a los brazos de la silla, cerrando los ojos.

– ¿Carl?

– ¿Sí?-Muller reabrió los ojos. Su expresión se había tornado asombrosamente anodina.

Gurney habló con voz suave.

– ¿Alguna vez ha tenido constancia de que algo inapropiado podría haber estado pasando entre su mujer y Héctor Flores?

Muller parecía perplejo.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– ¿Mi nombre? Dave. Dave Gurney.

– ¿Dave? ¡Qué curiosa coincidencia! ¿Sabe cuál es mi segundo nombre?

– No, Carl, no lo sé.

– Carl David Muller. -Miró a media distancia -. «Carl David», me llamaba mi madre. «Carl David Muller, vete a tu habitación. Carl David Muller, será mejor que te portes bien o Santa Claus podría perder tu lista de Navidad. Has oído lo que te digo, Carl David.»

Se levantó de su silla, enderezó la espalda y entonó las palabras en la voz de una mujer-«Carl David Muller»-, como si el nombre y la voz tuvieran el poder de romper la barrera con otro mundo. Se fue de la sala.

Gurney oyó que se abría la puerta delantera.

Vio que Muller la sostenía entornada.

– Ha sido muy agradable-dijo Muller con voz anodina-. Ahora debe irse. A veces me olvido. Se supone que no he de dejar que la gente entre en casa.

– Gracias, Carl, le agradezco que me haya dedicado su tiempo.

Sorprendido por lo que parecía algún tipo de descomposición psicótica, Gurney pensó en irse para evitar crear una tensión adicional. Luego haría algunas llamadas desde su coche y esperaría a que llegara ayuda.

Cuando estaba a medio camino de su coche, se lo pensó mejor. Podría ser más conveniente mantener al hombre vigilado. Volvió a la puerta de la calle, confiando en que no tendría problemas en convencer a Muller de que lo dejara entrar una segunda vez, pero la puerta no estaba cerrada del todo. Llamó. No hubo respuesta. La abrió y miró al interior. Muller no estaba allí, pero vio entornada una puerta del pasillo que antes había estado cerrada. Al entrar en el recibidor, llamó con la voz más suave y agradable que pudo.

– ¿Señor Muller? ¿Carl? Soy Dave. ¿Está ahí, Carl?

No hubo respuesta, pero una cosa era segura: el sonido de zumbido, más un susurro metálico, ahora que podía oírlo con más claridad, así como el himno navideño de Adeste fideles , procedía de algún lugar situado tras la puerta entreabierta. Se acercó y la abrió del todo con el pie. Una escalera apenas iluminada conducía al sótano.

Con cautela, Gurney empezó a bajar. Después de unos pocos pasos, volvió a llamar.

– ¿Señor Muller? ¿Está ahí abajo?

Un coro de voces infantiles de soprano empezaron a repetir el himno en latín: « Adeste, fideles, laeti, triumphantes. Venite, venite in Bethlehem ».

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