Eric Ambler - Una Cierta Angustia

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Un coronel iraquí que viven el terror de su vida, una belleza en bikini bajo chantaje y un periodista neurótico y suicida de pronto se ven sumergidos en el oscuro mundo de Eric Ambler, en un laberinto de conspiración e intriga, reuniones clandestinas, identidades dobles y muertes súbitas.

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Ella lo anotó y dijo:

– Muy bien. En esta época del año, no le será difícil encontrar una habitación ahí. Si, por cualquier casualidad, ocurriese esto, váyase al siguiente en la lista. Yo le diré a Lucía que ésta es la clave.

– Comprendido.

Ella suspiró.

– Supongo que no sabré nunca porqué estaba tan asustada.

– Pronto sabrá usted lo que yo sé, Madame . Lo podrá leer en la revista de la semana que viene. Publicarán una parte del caso. En cuanto a lo de que estaba asustada, no creo que esté usted en lo cierto.

– ¿Qué dijo ella?

– Algunas verdades, Madame , pero muchas mentiras, creo.

Miré a Sanger que estaba cerrando la caja fuerte.

– Usted me preguntaba antes por mis motivos. No son realmente confusos. No tengo nada que perder sino un empleo que no me gusta y tengo una enorme curiosidad. ¿No es suficiente?

A Sanger la razón le pareció divertida.

– Ahora creo que lo comprendo. Aunque tal vez no lo entienda igual que usted.

– ¿Oh?

– Lucía le interesa y le atrae. Hasta tal punto, que está usted dispuesto a engañar a sus jefes para continuar el asunto con ella en su propio provecho. Ése es su nuevo tipo de angustia. Adela sabe de lo que estoy hablando, ¿verdad, cielo? ¿Por qué cree usted que elegimos a Lucía para que nos acompañara a Munich y St. Moritz? Era el tipo apropiado de chica para lo que nosotros la necesitábamos. Son difíciles de encontrar, y ella era una de las mejores. No es exactamente por su físico. Tampoco es por su inteligencia. Es que produce un efecto curioso sobre los hombres. Desean irse a la cama con ella, sólo que hay algo en su modo de ser que los pone nerviosos. No están bastante seguros de conseguirla. Incluso los grandes conquistadores experimentan esa sensación. Yo lo he visto. Mire Arbil. Se portaba como un mozalbete.

– Suele ocurrirle a los hombres maduros -observé yo con intención.

– ¡Uup! -dijo Sanger con una sonrisa forzada.

No estaba desconcertado, pero sabía que yo si lo estaba.

– Dice usted que estaba asustada, Madame -dije yo volviéndome a la mujer-. ¿Cree usted que se trata de una persona neurótica que se imagina que corre grandes peligros sin ser cierto?

– No. De ningún modo.

– ¿Podría fingir estar asustada sin estarlo?

– ¿Por qué iba a fingir?

Adela miró a su marido y añadió:

– Tengo que reunir mis cosas.

– Sí, cielo, hazlo.

Sanger levantó la mano y dijo dirigiéndose a mí:

– Ha sido tremendamente fastidioso conocerle, Maas. Espero que no volvamos a vernos más. No se trata de nada personal, compréndalo.

– Lo comprendo.

Su apretón de manos fue formal y sincero.

Mientras me iba, le oí gritar a su mujer que se asegurase de ponerle la ropa interior en la maleta.

Cuando llegué a la fonda, me tenían la cuenta preparada. Antes de irme, hice las reservas para Sy y Bob Parsons y escribí una nota para Sy dándole a conocer mi postura personal en el asunto.

Querido Sy:

Lo siento, pero aún no hay más material. Hice un trato para conseguir esta cinta y creo que debo cumplir las condiciones.

Evidentemente, esto constituye alta traición para con el World Reporter y me desliga de todo compromiso con la revista. Devolveré el coche alquilado tan pronto pueda y te enviaré una hoja detallada de gastos con las facturas del hotel, etc. Puede que la revista me deba algún dinero, pero ya arreglaremos esto más adelante cuando el caso se enfríe y tú hayas regresado a París. Mientras tanto, me tomo esas vacaciones no pagadas que tú mencionaste el otro día.

A propósito, ¿qué ocurrirá si durante estas vacaciones consigo más material publicable sobre el caso Arbil? ¿Te lo envío, o me olvido simplemente del asunto? No recuerdo lo que dice el contrato. Tendré que tocar de oído.

Recuerdos.

P. M.

P. S. Te adjunto la cinta original con la entrevista de la Bernardi para el archivo. Para que no pierdas el tiempo innecesariamente, la casa de Sanger aquí es un chalet llamado La Sourisette. Cualquiera te dirá donde está. Pero Sanger no está en casa estos días. No tengo idea de cuándo piensa regresar.

Capítulo 4

1

El hotel que elegí en Niza se hallaba cerca de la Gare Central y el conserje estaba acostumbrado a que los viajeros llegasen a altas horas de la madrugada. Yo me inscribí como "Pierre Mathis" y conseguí dormir cuatro horas sin tomar ninguna pastilla.

La casa que me había alquilado el coche en Marsella tenía una representación en Niza y la primera cosa que hice después del desayuno fue devolverles el Simca. Como tenía el recibo del depósito, éste casi cubría los gastos extra que tenía que pagar. Luego me fui junto al hombre que me había vendido el magnetófono y se lo volví a vender con un descuento. Una tienda de aparatos fotográficos que había en las cercanías me hizo un buen precio por la Rolleiflex. Ahora podía alquilar un coche más barato a una casa de menos importancia. Pronto encontré una. Me alquilaron un decrépito Renault cuatro caballos. El hombre sólo me pidió el permiso de conducir. Cuando le di mi nombre como Pierre Mathis, lo anotó sin molestarse en cotejarlo con mi carnet de identidad.

A continuación me fui al Ayuntamiento.

El prefijo del número de teléfono de Lucía correspondía a una zona situada al oeste de Niza, así que deduje que la casa en la que ella estaba entonces se hallaba probablemente en, o cerca de Cagnes-sur-Mer. Sin embargo, Adela Sanger me había advertido que Lucía le había hablado de trasladarse y yo quería estar preparado para tal eventualidad. El agente de Séte había mencionado sólo Cagnes, Mougins y Roquebrune; pero la casa donde yo le había hecho la entrevista estaba cerca de Beaulieu. Tenía que suponer que podía haber casas de Sanger en otras zonas de la costa.

Mi experiencia de Montpellier me había familiarizado con los procedimientos de catalogación e índices empleados en los archivos de los registros de la propiedad, y podía pedir los volúmenes que necesitaba y pagar las tasas exigidas por consulta sin hacer antes una serie de preguntas. En el registro habían otras personas; no es que la oficina de los archivos fuera un enjambre de actividad, pero por la mañana había un gran número de consultantes. Algunas eran mujeres. El archivero mayor y los otros empleados saludaban a los clientes por su nombre, y yo deduje que debían ser empleados de abogados y topógrafos o de los departamentos de hipotecas de los bancos. Casi todo el mundo conocía bien la rutina.

Sin embargo, había un hombre a quien le tuvieron que enseñar, como a mí en Montpellier, cómo funcionaba el sistema de los archivos. Tenía, además, la traba adicional de que hablaba muy mal el francés, con un fuerte acento extranjero. Al principio, yo me hallaba concentrado en mis propias pesquisas y sólo le prestaba una ligera atención, y esto porque me pareció que discutía con el archivero. Sólo al cabo de un rato comprobé cuál era la naturaleza del equívoco.

Sólo se podía coger un volumen de cada vez, y antes de volver a dejarlo tenían que anotar que había sido devuelto por el consultante anterior. Posiblemente, esto lo hacían para que los auditores del Departamento pudiesen verificar más fácilmente las tasas de consulta. Aquel hombre había hecho una lista de los volúmenes que deseaba consultar y tenía que esperar demasiado por cada uno: o eso es lo que él creía. La explicación que el archivero le dio de las demoras era menos lúcida de lo que pudiera haber sido porque se hallaba molesto. El defectuoso francés del extranjero era una complicación más. Pero, al escuchar, comprobé de pronto lo que había ocurrido. La lista de los volúmenes que el hombre deseaba consultar era exactamente la misma que la mía. Las demoras procedían del hecho de que yo había empezado antes.

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