Eric Ambler - Una Cierta Angustia
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De momento, le seguí la corriente.
– ¿Cuánto?
– Mil francos nuevos -respondió sin dudarlo.
– Hay mucho trabajo por medio, y todavía no he terminado.
– Le daré mil por la lista incompleta y otros quinientos cuando tenga el resto.
Fingí pensármelo. Skurleti volvió a sacar su cartera y empezó a contar billetes de cien francos. Le detuve con un ademán.
– No, no. Por favor. No tengo la lista. Y además…
– Tiene la lista que hizo esta mañana -me interrumpió rápidamente-. Por ahí podemos empezar.
– Esta mañana no encontré nada. Fue trabajo inútil. En cualquier caso, me lo tengo que pensar detenidamente.
– Dos mil francos.
Yo titubeé y dije, meneando la cabeza:
– Más tarde le daré una respuesta.
– ¿Cuándo? El tiempo es importante. Quizá podamos trabajar juntos en el Ayuntamiento esta tarde.
– Lo siento, pero tengo que atender otros asuntos. Podríamos vernos aquí de nuevo a las cuatro.
No le respondí inmediatamente. Terminé el vermut, dejé el vaso sobre la mesa con un golpe seco y, como si acabara de tomar una decisión, le miré directamente a los ojos.
– Dos mil quinientos -le dije en tono desafiante.
Skurleti se sonrió. Era el tipo de conversación que comprendía.
2
Tan pronto como llegué al hotel, llamé al número que Adela Sanger me había dado.
El teléfono estuvo sonando durante casi un minuto antes de que Lucía levantara el auricular. No dijo nada hasta que yo hablé.
– Soy Maas.
– Diga.
– Es importante que pueda verla.
– Ya me ha visto.
– Tenemos que hablar de nuevo.
– ¿Sobre qué?
– Le dije que si yo la había encontrado, otros podrían hacerlo también. Creo que es posible que esto esté a punto de ocurrir.
– ¿Otro periodista?
– No estoy seguro, pero no lo creo. Alguien que representa a un grupo quizás.
– ¿Cómo lo sabe?
– Se lo diré cuando la vea.
– Un grupo, dice usted -dijo ella pensativamente-. ¿De qué nacionalidad?
– No lo sé. Pero su representante es un griego que procede de El Cairo.
Hubo un largo silencio. Tan largo que, aunque sabía que no había colgado, le dije al fin:
– ¿Oiga? ¿Sigue usted ahí?
– Estaba pensando -y continuó en tono resuelto-. Muy bien. Le veré de nuevo. El mismo procedimiento que la primera vez. Esta noche a las diez.
– No. Tiene que ser dentro de las próximas tres horas. Cuanto antes mejor. Tengo que ver a ese hombre a las cuatro otra vez. Por su propio bien, tengo que saber lo que he de decirle. Le sugiero ir yo junto a usted.
– Imposible.
– Nada de eso. Yo sé donde está usted, pero no sé la casa. Dígame simplemente el número de casa y ya sabré a qué calle ir.
– Podrían seguirle.
– Procuraré que no lo hagan. ¿Cuál es el número?
– El ocho.
– Bien. Iré en un coche diferente, un Renault gris. ¿Puede ver la calle fácilmente?
– La calle que pasa por delante de la casa no, pero la del pie de la colina sí.
– Bien, aparcaré al pie de la colina.
– Frente al número cinco será lo mejor.
– De acuerdo. Vigile mi llegada. Estaré allí dentro de una hora. ¿Entendido?
– Entendido. Pero…
Colgué antes de que pudiera cambiar de parecer y saqué la lista de las casas de Sanger que había hecho por la mañana.
En la zona de Cagnes había cuatro casas en la lista, sólo una con el número ocho. Cagnes-sur-Mer se compone de tres pueblos diferentes: Haut-de-Cagnes, que es medieval, Bas-de-Cagnes, que es fundamentalmente del siglo XVIII, y Cros-de-Cagnes, una serie de horribles casitas de una sola planta y edificios de apartamentos extendidos a lo largo de la costa a ambos lados de la carretera de Niza. Las sumarias descripciones de los libros del registro no tienen en cuenta estas distinciones estéticas; pero, por lo que yo sabía sobre los gustos de Sanger en cuanto a edificaciones y por el hecho de que sus casas de Cagnes todas tuvieran números y no nombres, deduje que estaban en la parte vieja de Cagnes.
Ahora tenía que pensar en la posibilidad de que me siguieran. No me la tomé muy en serio. A Mr. Skurleti lo había dejado sentado en el café. Sy y Bob Parsons casi con toda seguridad que estarían haciendo ciertos esfuerzos para localizarme, y yo no infravaloraba su ingenio y paciencia; pero en aquel momento aún no habían tenido tiempo suficiente. Por lo demás, había prometido tomar mis precauciones e hice lo que pude.
Me fui a pie hasta la estación central y me compré una bolsa de comida de las utilizadas por los viajeros del ferrocarril; luego regresé al coche y me dirigí hacia la autopista. Atravesé Cros-de-Cagnes sin detenerme. Inmediatamente antes del desvío hacia Antibes la carretera es recta durante un kilómetro o así. Entré en la solitaria gasolinera y le dije al mecánico que me pusiera un nuevo juego de bujías. Mientras lo hacía, me comí la comida de la bolsa y me fijé si alguno de los coches que venían de Niza se detenían en la carretera. Ninguno lo hizo; a no ser en la gasolinera, no había ningún sitio donde pudiera detenerse sin ser visto. Si me habían seguido, el conductor del coche que me seguía tenía que haber pasado de largo y detenerse más adelante para esperarme. Terminé de comer, pagué las nuevas bujías y regresé por la misma dirección por la que había venido. Llegué a Bas-de-Cagnes un poco antes de las dos.
La calle a la que yo iba era la Rue Carponière y no me fue difícil encontrarla. Era un callejón sin salida, empinado y con las casas escalonadas, adyacente a la carretera de Haut-de-Cagnes. Las ocho casas del callejón estaban ocultas tras las cercas de sus jardines o tras balaustradas de hierro cubiertas por altos arbustos. La tendencia de Sanger a la discreción debió animarse al verlas.
Aparqué frente al número cinco y subí a pie hasta el final de la calle. El número ocho tenía una balaustrada con grandes mimosas detrás de los arbustos. Por entre las puntas de los árboles se veían trozos del tejado de la casa y la ventana de la buhardilla. A un lado había una cancela doble con espacio suficiente para que pasase un coche. Junto a la cancela había el botón de un timbre. Lo apreté y descubrí que no funcionaba. Traté de abrir la cancela y vi que no estaba cerrada, así que entré.
Lo primero que vi fue un coche, un Citroën negro. Estaba aparcado bajo un toldo de lona extendida sobre una estructura de metal. A la izquierda, un sendero llevaba hasta la puerta de la entrada. La casa estaba hecha en ladrillo y estuco y daba la impresión que hubiera sido construida a mediados del siglo diecinueve para algún profesional de la localidad, un médico o un abogado. No era de muchas pretensiones, pero no tenía nada de rústico.
Todo lo que los Sanger habrían tenido que hacer en ella, probablemente, sería dotarla de agua corriente y pintarla un poco. Tenía aspecto confortable.
Cerré la cancela y avancé por el sendero entre los árboles. Al llegar ante la puerta, ésta se abrió.
Entré y la puerta se cerró detrás de mí.
– ¿Le vio alguien en la calle frente a la casa?
– No lo creo. ¿Qué importa que me hayan visto? Los vecinos deben saber que aquí vive alguien.
– Creen que soy una suiza de lengua alemana y que me estoy recobrando de un accidente como consecuencia del cual he tenido que hacerme la cirugía plástica en la cara. Se supone que no deseo ver a nadie. Un hombre entrando en la casa puede despertar su curiosidad.
Se puso en camino hacia la parte trasera de la casa.
– ¿Y la gente de las tiendas? -pregunté yo.
– Oh, hay una mujer que viene a limpiar. Está enferma de cataratas y no puede ver mucho. Es ella la que me hace la compra diaria. Le prometí pagarle la operación cuando los médicos digan que ha llegado la hora de operar.
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