Eric Ambler - Una Cierta Angustia

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Un coronel iraquí que viven el terror de su vida, una belleza en bikini bajo chantaje y un periodista neurótico y suicida de pronto se ven sumergidos en el oscuro mundo de Eric Ambler, en un laberinto de conspiración e intriga, reuniones clandestinas, identidades dobles y muertes súbitas.

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– Nada de momento -una leve pausa-. ¿Hice mal? Estaba aterrorizada -añadió en tono defensivo-. Intentaba pensar. Pensé en la pistola que Ahmed había comprado y que me había enseñado a manejar, pero estaba en un cajón de su habitación. Me acerqué a la puerta de mi habitación. Yo no sabía cuántos hombres había allí. Había oído a dos, pero podía haber más. No sabía tampoco si ellos sabían dónde estaba yo, ni si sabían de mi presencia en la casa. En mi habitación no había ningún teléfono. Pensé en que tal vez podría abrir la puerta sigilosamente, pasar por delante de la otra habitación sin que me oyeran y llegar hasta el teléfono que estaba en la planta baja. Entonces oí gritar a uno de los hombres otra vez: "¿Quién es? ¿Quién es?" y de pronto un alarido de Ahmed.

Empezó a sollozar y durante medio minuto no hay nada grabado en la cinta. Al fin continuó, bajando el tono:

– Ya no lloró más. Supongo que debió desmayarse entonces.

– ¿Qué hizo usted entonces?

Una pausa.

– Hice la cama.

– ¿Hizo la cama?

Mi voz sonaba a incredulidad, y con razón quizás.

– Sí. Compréndalo. Yo sabía a qué habían venido y dónde estaba lo que ellos buscaban. Y entonces había comprobado que, aunque hubieran esperado encontrarme con él, al no hallarme en su habitación, habían supuesto que aquella noche estaba solo en la casa. Pero una vez que empezaran a buscar lo que querían, me encontrarían y me amenazarían como habían amenazado a Ahmed. Sabía que desde aquella habitación podía esconderme en un sitio. Pero si veían una cama revuelta, se supondrían que yo tenía que estar en la casa y cerca de la habitación, y no desistirían de buscar hasta que me encontrasen. Así que hice la cama rápidamente y limpié la habitación. Al acostarme, tenía puesto un mono de esquiar, así que no había mucho que hacer porque el resto de mis cosas estaban en la otra habitación. Pero me pareció que me había llevado una eternidad. Oía a los dos hombres que discutían acerca de algo. Luego dejaron de discutir y oí dos disparos.

– ¿Sólo dos?

– Entonces sólo dos. En principio, creí que quizás Ahmed había podido echar mano del arma y matarlos. Pero luego los oí hablar de nuevo y comprendí que habían sido ellos los que habían disparado contra Ahmed. Habían salido al pasillo. Entonces no esperé más y me escondí.

– ¿Dónde?

– En la torreta.

– No creí que fueran de verdad. En las fotos parecen de adorno.

– Lo son. Es una estructura de madera cubierta con planchas de zinc y pintada simulando piedras. Pero tiene ventanucos como si fueran torretas de verdad y esto le dio una idea al dueño de la casa. En una de ellas empotró un gran altavoz y lo conectó con un micrófono colocado abajo para poner discos de un carillón. Es absurdo, pero lo hizo. Y para ello necesitó abrir un boquete en la torreta. Así pues, practicó un agujero detrás del armario de la habitación y luego lo disimuló con un pequeño panel.

– Comprendo. Así que usted se metió allí.

– Sí. Y me llevé mi mono de esquiar conmigo. Más tarde me alegré de ello, porque en la torre hacía mucho frío. El boquete no tenía más de un metro de ancho o así, y el viento que entraba por los ventanucos silbaba al tropezar con el lío de cables del altavoz.

– ¿Cómo conocía usted la existencia de este pasadizo a la torreta?

– Porque allí era donde Ahmed había escondido la maleta que contenía todos los papeles que buscaban aquellos hombres.

– ¿Arbil le había dicho a usted que la había escondido allí?

Una pausa. Titubeó y luego dijo débilmente:

– Sí.

– ¿Confiaba en usted completamente?

– Sí.

– ¿Qué papeles eran esos?

– Documentos.

– ¿Qué tipo de documentos? ¿Relativos a sus actividades políticas?

– Relativos a muchas cosas.

– ¿Los ha leído usted?

– Estaban escritos en árabe.

– Así que se quedó usted en la torreta mientras ellos registraban la casa en busca de la maleta. ¿Registraron la habitación donde había dormido usted?

– Oh, sí. Estaba muy asustada. Me había olvidado de esconder la taza de la tisana. Afortunadamente no se dieron cuenta. Después volvieron a la habitación de Ahmed. Fue entonces cuando dispararon por tercera vez. Debieron encontrarlo vivo todavía.

– Esa lengua que hablaban entre ellos, ¿a qué sonaba? ¿Podía ser una lengua eslava?

– Tal vez. No lo sé.

– ¿Cuánto tiempo permaneció en la torre?

– Mucho rato. No lo sé seguro. Cuando se fueron a la planta baja, no les oía muy bien y no supe exactamente cuándo se fueron. Tenía miedo de abandonar la torre por si todavía estaban allí.

– ¿Pero al fin salió y encontró al coronel Arbil muerto?

– Sí.

– Antes dijo que, cuando se despertó y oyó a aquellos hombres, pensó en alcanzar el teléfono que había en la planta baja. ¿A quién iba a llamar? ¿A la policía?

– Supongo que sí.

– ¿Entonces por qué no lo hizo ahora que podía?

– Ahmed había muerto, y yo tenía la maleta con sus documentos. La policía no podía hacer nada por él y, en cambio, podía hacerle mucho daño a sus asociados, a sus amigos. Así que hice lo que Ahmed hubiera querido que hiciese. Cogí la maleta y me fui a donde la policía no pudiera encontrarme y aquellos hombres tampoco. Tenía que irme pronto. Tenía miedo de que los hombres pudieran volver para registrar la casa de nuevo. Cuando vi las luces de la furgoneta en la calle, pensé que se trataba de un coche con ellos dentro. En el aeropuerto, mientras esperaba el avión, me escondí en el lavabo. Fue entonces cuando pensé en recurrir a Adela y pedirle que me ayudara.

– ¿Así que ahora tiene escondida la maleta en lugar seguro?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué se sigue escondiendo?

– Tengo que hacerlo. ¿No lo comprende? -su tono era impaciente-. Ahora saben que yo estaba en la casa aquella noche. Saben que debo tener los documentos que ellos iban a buscar. Si me encuentran, me tratarán como trataron a Ahmed.

– Entonces, ¿por qué no destruye los documentos y me deja publicar el hecho?

– No lo creerían. Además, creerían que yo los había leído o que había hecho copias.

– Muy bien. Pues envíeselos a ese comité de Ginebra.

– ¿Cómo voy a confiar en ellos ahora? Debió de ser uno de éstos quien traicionó a Ahmed. Es evidente.

– A mí no me lo parece.

– Usted no lo entiende.

– Trato de hacerlo con todas mis fuerzas. A mi entender, el asunto se puede resumir así: Usted está convencida de que unos agentes misteriosos (no sabe realmente quiénes son ni a quién representan) andan tras la maleta que usted sacó de la casa con los documentos dentro y que harán todo lo posible por conseguirla. Usted no sabe realmente lo que hay en los documentos de la maleta, pero el enemigo se supondrá que sí lo sabe. Sus sentimientos de lealtad hacia el coronel Arbil le impiden poner las cosas en manos de la policía y pedirle protección. ¿Es esto?

– Sí.

– ¿No será que está viendo peligros imaginarios? ¿No exagera usted al hablar de las consecuencias para los amigos del coronel Arbil si la policía se hace cargo del asunto?

– La muerte de Ahmed no fue imaginaria. Tengo que hacer lo que considero mejor.

– Pero todo esto no tiene sentido, ¿no cree? A menos, claro, que haya otras cosas que no me ha dicho.

– Le he dicho todo lo que puedo, Monsieur .

– Entonces, ¿qué piensa hacer ahora? ¿Seguir escondida durante el resto de su vida?

– Tengo otros planes.

– ¿Qué planes?

– Si se los contara a usted, ya no me valdrían para nada. Ahora he de irme.

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