Aquí, parecía decir el mensaje de aquel rostro, hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por perversos Hados vengativos, tanto como ningún otro hombre haya podido serlo, y no obstante, ha mantenido viva su humilde fe en la esencial bondad del Hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y ha sonreído aunque no hubiera podido hacer otra cosa que llorar, mientras mostraba aquella sonrisa.
Latimer recordó al sacerdote de una iglesia, que conoció en Inglaterra, al que se había despojado de sus hábitos por haberse apropiado del dinero de su parroquia.
– Oh, el maletero estaba libre -señaló Latimer-; no se puede hablar de intrusión.
Mientras suspiraba sólo mentalmente, el escritor anotó que aquel hombre respiraba con pesadez y de manera ruidosa por su congestionada nariz: roncaría, sin duda.
El nuevo viajero se sentó en su puesto y sacudió la cabeza con lentitud:
– ¡Cuánta amabilidad la suya! ¡Qué poca gente buena se encuentra hoy en día por el mundo! ¡Qué poca consideración se tiene hacia el prójimo! -Los ojos inyectados de sangre se encontraron con la mirada de Latimer-, ¿no le importaría decirme adónde va?
– A Sofía.
– A Sofía, ¿eh? Una hermosa ciudad, muy hermosa. Yo seguiré hasta Bucarest. Espero que juntos disfrutemos de up viaje agradable.
Latimer le aseguró que él mismo abrigaba idéntica esperanza. El inglés de aquel obeso viajero era muy elaborado, pero su acento atroz, de procedencia imposible de establecer. Era un acento pesado, poco gutural, como si hablara con la boca llena de pastel. En algunos momentos, en mitad de una oración de complejísima sintaxis, aquel elaborado inglés cedía el paso a un fluido francés o a un alemán muy correcto, con lo que Latimer se afirmó en su primera impresión: ese hombre había aprendido inglés en los libros.
El viajero gordo se dio la vuelta y comenzó a desempacar; de un pequeño maletín sacó un pijama de lana, algunos calcetines de dormir, y un libro de bolsillo, cuyas páginas mostraban, en los ángulos externos, unos dobleces lamentables.
Latimer se esforzó por ver el título del libro: Joyas de la sabiduría cotidiana ; estaba escrito en francés.
El hombre acomodó todas sus cosas con gran cuidado sobre la red del maletero. Acto seguido se sacó del bolsillo un paquete de finos y largos cigarrillos griegos.
– ¿Le importa que fume?-preguntó mientras le alargaba el paquete a Latimer.
– Oh, fume usted; ahora no me apetece, gracias.
El tren comenzó a tomar velocidad y el camarero se presentó en la cabina, para preparar las literas. Cuando acabó y se hubo marchado, Latimer se desvistió a medias y se echó sobre su cama.,
El viajero gordo había cogido el libro, pero lo abandonó al cabo de unos minutos.
– Sabe usted -dijo-, cuando el revisor me ha dicho que había un caballero inglés viajando en el tren, he comprendido que me aguardaba una agradable jornada. -Espiritual, dulce y compasivo, su sonrisa parecía, en este instante, equivaler a una palmada sobre la cabeza.
– Le agradezco su gentileza.
– Oh, no se trata de una formalidad: se lo digo sinceramente.
– Habla usted un inglés estupendo.
– Creo que el inglés es la más hermosa de las lenguas. Shakespeare, H.G. Wells…; ah, los grandes escritores ingleses. Sin embargo, me resulta imposible expresar todas mis ideas en inglés. Supongo que ya habrá observado usted que me resulta más fácil hablar en francés.
– ¿Pero su verdadera lengua…?
El gordo separó sus grandes y suaves manos, en uno de cuyos dedos despuntaba el brillo de un diamante de imitación, en un gesto de abarcadora amplitud.
– Soy un ciudadano del mundo -aseguró-. Para mí, todos los países y todas las lenguas son hermosas. Ah, si sólo los hombres fueran capaces de vivir como hermanos, sin odiarse, viendo exclusivamente las cosas bellas. ¡Pero no es así! Siempre esos comunistas, etcétera, etcétera…
– Creo que ahora intentaré dormir -interrumpió momentáneamente Latimer.
– ¡Dormir! -apostrofó como en un arrebato su compañero-. ¡El enorme bien que se nos ha hecho a nosotros, pobres seres humanos! Mi nombre -agregó de modo sin duda alguna incongruente- es mister Peters.
– Ha sido un gran placer conocerle a usted, mister Peters -respondió Latimer con tono seco-. Llegaremos a Sofía muy temprano; creo que no merece la pena que me desvista.
De inmediato, Latimer apagó la luz principal de la cabina. Sólo quedaron encendidas la luz azul de emergencia, que brillaba a un lado, y las bombillas que alumbraban cada litera. A continuación quitó una sábana de su cama, se envolvió en ella y entornó los ojos.
Mister Peters había observado todos aquellos preparativos en medio de un silencio cargado de avidez. Pero también él se dispuso a dormir, al parecer: comenzó a quitarse la ropa, balanceándose con pericia para compensar el movimiento del tren, mientras se ponía el pijama. Por último trepó trabajosamente hasta su litera y permaneció tendido e inmóvil durante unos minutos, respirando ruidosamente por la nariz. Luego se volvió de costado, cogió su libro y comenzó a leer.
Latimer apagó su bombilla de lectura. Al cabo de unos pocos minutos estaba ya dormido.
El tren llegó a la frontera en las primeras horas de la mañana y el escritor fue despertado por el revisor que le pedía sus documentos. Mister Peters continuaba leyendo en esos momentos; sus papeles ya habían sido revisados por los oficiales griegos y búlgaros en el pasillo, de modo que Latimer no pudo enterarse de la verdadera nacionalidad del ciudadano del mundo.
Un oficial aduanero búlgaro metió la cabeza dentro de la cabina, frunció el entrecejo ante las maletas de cada uno y se escurrió hacia fuera. El tren abandonó muy pronto la zona fronteriza. Adormilado por momentos, Latimer vio que la delgada franja de cielo dibujada entre las tablillas de la persiana se volvía primero de color azul oscuro y luego gris.
El tren llegó a Sofía a las siete. Cuando se puso en pie para vestirse y recoger sus ropas, Latimer vio que mister Peters había apagado su lamparilla de lectura y tenía los ojos cerrados.
Cuando el tren comenzó a estremecerse encima del tupido tapiz de raíles que señalaban la cercanía de la estación, Latimer abrió con cuidado la puerta del compartimiento.
Mister Peters se rebulló en su litera y abrió los ojos.
– Lo siento -dijo Latimer-, no quería despertarle.
En la penumbra de la cabina, la sonrisa del obeso viajero hacía pensar en la mueca de un payaso.
– Oh, por favor, no se preocupe por mí -dijo-. No estaba dormido. Quería decirle que el mejor hotel en que puede alojarse es el Salvianska Besseda.
– Es usted muy amable, muchas gracias. Pero ya he enviado un telegrama desde Atenas, para que me reserven una habitación en el Grand Palace. Me lo han recomendado. ¿Lo conoce usted?
– Sí. Creo que es bastante bueno. -El tren había disminuido la velocidad-. Adiós, mister Latimer.
– Adiós.
Entre las prisas por ir al lavabo y tomar el desayuno, no se le había ocurrido preguntarse cómo había logrado mister Peters saber su nombre.
5. Mil novecientos veintitrés
Con especial atención, Latimer había analizado el problema que le aguardaba en Sofía.
En Esmirna y en Atenas, todo se había reducido a lograr el acceso a los registros escritos. Cualquier investigador privado competente podía haber descubierto tanto como él.
Sin embargo, ahora las cosas serían muy diferentes. Era seguro que Dimitrios tuviera antecedentes policiales en Sofía. Pero, según las palabras del coronel Haki, la policía búlgara sabía muy poco de ese hombre. La poca importancia que le habían dado a su persona era obvia: hasta que no fueron consultados por el coronel Haki, no se habían molestado en pedir una descripción de Dimitrios a la mujer con quien se sabía que había estado relacionado. Era obvio, pues, que lo interesante sería aquello que no se hallaba en los archivos policiales y lo superfluo lo que sí se encontraba en ellos.
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