La fecha de su llegada concordaba con las vagas alusiones temporales de las declaraciones y la sentencia del tribunal militar. A diferencia de la mayoría de los refugiados, estaba físicamente sano, sin enfermedades, al llegar a Grecia. Con el dinero de Sholem en su bolsillo, había podido comprar un billete en el Pireo, que le permitió viajar con cierta comodidad, sin ser cargado, junto con varios miles más, en un barco de refugiados comunes. Dimitrios había sabido cuidar de sí mismo. El empacador de higos había empacado ya muchos higos. Dimitrios, el Hombre, comenzaba a emerger de su crisálida.
Por otra parte, era indudable que al llegar debía poseer aún una buena cantidad de dinero, el resto de lo que había robado a Sholem; a pesar de ello, para las autoridades encargadas de socorrer a los refugiados, Dimitrios carecía de dinero. Era lo único que se podía esperar de él. En caso contrario, se habría visto forzado a comprar comida y ropas con su dinero, para aquellos idiotas que, a diferencia de él, no habían sabido hacer reservas para el futuro.
También era presumible que sus gastos hubieran sido muy elevados y que por eso se viera en la necesidad de buscar un nuevo Sholem. Con toda certeza podía afirmarse que Dimitrios había echado en falta la mitad que se llevara consigo Dhris Mohammed.
«Se cree que ha escapado por mar.» Lo obtenido en el segundo robo, sumado al dinero que le quedaba del primero, le había bastado para pagar su billete a Burgas. Era evidente que el viaje por tierra significaba un peligro para Dimitrios. Sólo poseía papeles de identidad provisionales y podía ser detenido en la frontera. En cambio, en Burgas, los mismos papeles, expedidos por una entidad internacional de mucho prestigio, debían de haberle servido para pasar el registro aduanero.
La muy encomiada paciencia del empleado municipal comenzaba a dar señales de momentáneo debilitamiento. Latimer le devolvió la tarjeta, le expresó su agradecimiento con la mayor cortesía y regresó a su hotel, abrumado por diversas reflexiones.
Empezaba a sentirse satisfecho de sí mismo. Había descubierto algunos datos acerca de Dimitrios y los había descubierto por su propio esfuerzo. Sin duda se trataba de una cuestión rutinaria de toda investigación; pero, de acuerdo con la mejor tradición de Scotland Yard, se había exigido paciencia y persistencia.
Además, si no se le hubiera ocurrido buscar el apellido Talat… ¡Cuánto le agradaría enviarle un informe de sus pesquisas al coronel Haki! Pero ni pensarlo, siquiera. Probablemente el coronel no comprendería el espíritu con el que había emprendido aquella pesquisa experimental.
En fin, de todas maneras, el mismo Dimitrios se pudría ahora bajo tierra, su dossier había sido lacrado y olvidado en los archivos de la policía secreta de Turquía. Lo fundamental, a continuación, era abordar los sucesos de Sofía.
Latimer trató de recordar lo que había llegado a saber sobre los políticos búlgaros del periodo de posguerra y bien pronto llegó a la conclusión de que había sido bien pobre su conocimiento del tema.
Sabía que en 1923 Stambulisky había encabezado un gobierno de tendencias liberales, pero ignoraba cuán liberales habían sido esas tendencias. Se había producido un conato de asesinato y, más tarde, un coup d'état [17]militar instigado (y tal vez directamente dirigido) por la OMRI, la Organización Macedónica Revolucionaria Internacional. Stambulisky había huido de Sofía, había tratado de armar un grupo contrarrevolucionario y había sido asesinado.
Eso era lo esencial de aquel caso, según recordaba Latimer. Pero las razones y sinrazones (si es que se podía establecer tal distinción) de las fuerzas políticas en juego en aquella coyuntura las desconocía.
Tendría que buscar elementos de juicio; y el lugar para hallarlos era Sofía.
Esa noche invitó a Siantos a cenar. Latimer conocía su espíritu ligero y generoso, que gustaba de discutir los problemas de sus amigos y que se sentía halagado cuando, haciendo un uso razonable de su posición política oficial, podía echarles una mano.
Después de darle las gracias por la ayuda que le había brindado en la consulta del registro municipal, Latimer abordó el tema de Sofía.
– Mi querido amigo Siantos, me temo que voy a abusar de su amabilidad.
– Hágalo usted.
– ¿Conoce a alguna persona en Sofía? Quisiera una carta de presentación para algún periodista inteligente, que me pueda proporcionar lo esencial y una interpretación de la política de Bulgaria en 1923; me refiero sobre todo a los políticos.
Siantos pasó una mano por sus blancos cabellos y sonrió con una expresión divertida:
– Ustedes los escritores siempre se interesan por casos raros. Algo podré hacer. ¿Prefiere que sea griego o búlgaro?
– Mejor si es griego. No hablo búlgaro.
Durante unos minutos, Siantos permaneció ensimismado.
– Hay un hombre en Sofía… se llama Marukakis -comenzó a decir por último-. Es el corresponsal en Sofía de una agencia de noticias francesa. No le conozco personalmente, pero podría conseguir una carta de presentación, por un amigo mío. -Estaban sentados en un restaurante y Siantos echó una mirada furtiva a su alrededor y bajó el tono de su voz antes de proseguir-: Desde su punto de vista británico, existe un pequeño problema con este hombre. Me he enterado de que… -Siantos bajó un poco la voz; Latimer se preparaba para oír que Marukakis tendría, por lo menos, la lepra- es de… tendencia comunista -concluyó Siantos, en un susurro.
Las cejas de Latimer se arquearon.
– No creo que sea un inconveniente. Todos los comunistas que he conocido hasta el momento han resultado poseer una notable inteligencia.
Siantos parecía sorprendido y atemorizado a la vez.
– ¿Que dice usted? Es peligroso declarar eso en público, amigo. El pensamiento marxista está prohibido en Grecia.
– ¿Cuándo podrá conseguirse esa carta?
Siantos suspiró.
– ¡Extraños intereses! -comentó-. La tendrá usted mañana mismo. ¡Ustedes los escritores…!
Antes de una semana, Latimer había obtenido ya la carta de presentación y, después de hacer los preparativos para salir de Grecia y de pedir el visado de entrada en Bulgaria, abordaba un tren nocturno que le conduciría a la capital búlgara.
El tren no llevaba demasiados viajeros y Latimer había abrigado la esperanza de disponer para él solo todo un compartimiento de un coche de literas. Pero cinco minutos antes de la hora fijada para la partida del tren, un mozo de cordel depositó un par de maletas en el compartimiento. El dueño del equipaje llegó al cabo de unos instantes.
– Discúlpeme por entrar de esta manera como un intruso -dijo a Latimer en inglés.
Era un hombre gordo, de aspecto poco saludable, que parecía haber cumplido ya los cincuenta y cinco años. Se había dado la vuelta para darle una propina al mozo, antes de hablar con Latimer, y lo primero que el escritor pudo advertir en él fue la anchura absurda de sus pantalones: cuando se movía, hacía pensar en el trasero fláccido de un elefante. Luego, al ver su cara, Latimer olvidó la comparación con el paquidermo. En sus facciones se advertía la pálida deformidad que ocasiona el exceso de comida, y también la falta de sueño. Por encima de dos pesadas bolsas de carne, se asomaban unos ojos inyectados de sangre, de un pálido azul, que parecían continuamente llorosos. Su nariz parecía de caucho y amorfa. La boca era el rasgo más expresivo de aquel rostro. Los labios, pálidos e informes, sin ser gruesos, lo parecían; apretados por encima de una dentadura blanca y regular, postiza, mostraban una continua sonrisa azucarada. En conjunto, con los ojos llorosos, aquella boca daba la impresión de una dulce resignación ante la adversidad; la hondura de ese gesto llamaba la atención del observador.
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