Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Al echar un vistazo a la Octava Avenida se dio cuenta de que era allí justamente donde se encontraba aquel día, tan lejano ya y a la vez tan cercano como si fuera ayer, el día que su ciudad, orgullosa y supuestamente invulnerable, se había convertido en zona de guerra.

Kate, en nombre de la fundación, iba a visitar un colegio de primaria cuando la primera torre sufrió el impacto, y se quedó en la calle con otros cientos de personas, mirando aturdida los ardientes monolitos que se metamorfoseaban en columnas de humo y desaparecían en aquella mañana sin nubes, dolorosamente hermosa.

Pero lo que se le quedó más grabado en la mente fue el sonido, la exclamación y el grito colectivo que surgió de la muchedumbre. Entonces se le heló la sangre y todavía la afectaba cuando, como ahora, miraba la avenida, los edificios y el cielo en la parte más meridional de la ciudad, donde deberían estar las torres.

Durante semanas fue incapaz de acercarse, sin echarse a llorar, a ninguna estación de bomberos, con sus improvisados altares a los héroes caídos y sus ramos de flores.

Pero Nueva York había sobrevivido. Y ella también sobreviviría. ¿Tan terrible era comparar su desgracia personal con la pérdida de miles de personas? Probablemente.

Pero para ella la pérdida de un ser querido nunca había sido una idea abstracta. La experimentó primero con la muerte de su madre y después cuando estuvo cuidando a su padre, enfermo de cáncer. No es que le apeteciera mucho hacerse cargo de aquel tipo duro que había descargado en ella su rabia, pero al fin y al cabo era su padre. Kate hizo las paces con sus demonios y se trasladó a la casa adosada de Astoria aquellos últimos y espantosos meses. Le preparaba guisos que él apenas tocaba, le cambiaba las cuñas, le administraba analgésicos y finalmente le ponía las inyecciones a aquel fiero tirano, ahora irreconocible, disminuido por la enfermedad. ¿Quién hubiera creído que en otros tiempos fuera tan aterrador?

La comisaría Seis quedaba a una manzana.

Se imaginó los coches de policía aparcados a lo largo de la calle y las grandes puertas de cristal que había atravesado por primera vez justo después de la muerte de Elena.

Y ahora que Richard también había muerto, las atravesaría de nuevo.

Floyd Brown, jefe de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan, se arrellanó en su silla ergonómica, uno de los extras que había recibido con su ascenso.

Kate se quedó mirando el calendario que colgaba un poco torcido del tablón de anuncios, por detrás de la mesa de Brown, junto a las truculentas fotografías de dos mujeres asesinadas en el Bronx, toda una carnicería. Se preguntó si habrían estado allí también las fotos del crimen de Richard. Tal vez Brown las había quitado antes de que ella llegase.

– ¿Estás totalmente segura, McKinnon? -preguntó Floyd por segunda vez. Seguía llamándola por su apellido de soltera, cosa en la que ella había insistido la última vez que trabajaron juntos.

Kate miró el reloj de la pared mientras el minutero iba restando fracciones del resto de su vida y de pronto se vio transportada treinta años atrás: un reloj parecido, redondo, sencillo, práctico, en la pared de una habitación aséptica, y su madre, tan hermosa, en una cama de hospital, con un aspecto muy frágil.

– ¿Qué le pasa? -le había preguntado a su padre por el pasillo del hospital, entre los pacientes que caminaban de un lado a otro con pinta de estar más perdidos que enfermos.

– Tu madre está… enferma -se limitó a contestar él apretando los dientes, con los nudillos blancos en torno al pequeño ramo de flores que llevaba en la mano y que dejó en la mesilla junto a la cama de su madre, sin molestarse en pedir un jarrón o algo donde ponerlas. Kate había pensado en aquellas flores mucho tiempo, preguntándose si alguien, una enfermera o algún auxiliar, las habría rescatado.

Aquella última vez que vio a su madre, se pasó el rato sentada al borde de la cama sin dejar de rezar para que se recuperase, aunque sabía que no iba a ser así.

Se había quedado mirando aquel reloj y descontando los segundos mentalmente, imaginándose cuántas horas le quedaban para cumplir doce años (calculó que no llegaban a veinticuatro), aunque no celebró ninguna fiesta, puesto que su padre trabajaba turnos de catorce horas en la comisaría y su madre estaba confinada en aquel sitio, que hasta Kate sabía que era un hospital especial para «gente con problemas», como le había explicado su tía Patsy.

Su madre empezaba una frase y se interrumpía, como buscando las palabras.

– ¿Por dónde iba?

– Me estabas diciendo que me acordara de una cosa, mamá.

– Ah, sí, claro.

La mujer jugueteó nerviosa con la pulsera de plástico que llevaba en la muñeca y Kate oyó hablar a su padre con el médico al otro lado de la puerta entreabierta.

– Esperamos que el tratamiento le alivie un poco la depresión, señor McKinnon.

– No lo entiendo. -Su padre no se molestó en susurrar-. ¿Qué razones tiene para deprimirse?

Kate, a sus doce años, no entendió las explicaciones del médico, algo sobre las complicaciones de la mente, aunque se le quedaron grabados en la memoria algunos fragmentos de la descripción del tratamiento de su madre: control del ritmo cardíaco, administración de anestesia, la corriente eléctrica es rápida, el shock dura unos veinte segundos, luego se produce dolor de cabeza y después alivio.

La idea de que estaban electrocutando a su madre la aterrorizó y la persiguió durante años. Pero también recordaba sus últimas palabras, que jamás olvidaría:

– Acuérdate de una cosa, Kate.

– ¿El qué, mamá?

– Recuerda… que puedes… hacer lo que te propongas. -Su madre le apoyó en el brazo sus dedos delgados y fríos-. ¿Qué te decía, cariño?

– Que puedo hacer lo que me proponga.

– Así es. Cualquier cosa. Pero tendrás que hacerlo tú sola. Nadie te cuidará como puedes cuidarte tú, y… -Hacía esfuerzos por concentrarse, por no perder el hilo de sus pensamientos-. Y… a nadie le importarán tus cosas tanto como a ti. ¿Lo entiendes?

Kate asintió, aunque no estaba muy segura.

– Puedes hacer lo que te propongas. Eres muy fuerte. Mi niña, mi preciosa niña.

Ahora, todavía mirando el reloj de la pared de Brown, recordó aquellas palabras y supo que su madre tenía razón. Había quedado demostrado muchas veces. Si quieres que se haga algo, lo mejor es hacerlo tú misma.

«Puedes hacer lo que te propongas, Kate. Pero tendrás que hacerlo tú sola.» -Puedo seguir adelante -dijo a Brown, haciendo un esfuerzo por parecer fría y entera-. Tú lo sabes. Además, ya he hablado con Tapell y ella está de acuerdo.

Brown conocía la relación de Kate con la jefa de policía de Nueva York, una amistad de toma y daca que retrocedía hasta la época en que Kate era policía en Astoria, cuando Clare Tapell era su superior.

Pero ¿conocería el resto?, se preguntó Kate.

Floyd tamborileó en su mesa de acero.

– Pues yo creo que no es buena idea trabajar en el caso de un cónyuge.

Kate le clavó una mirada dura.

– ¿Y tú qué harías si asesinaran brutalmente a tu mujer?

– La verdad es que no lo sé.

– ¡Y una mierda! ¡Irías detrás del hijo de puta que lo hubiera hecho para arrancarle la piel a tiras!

Brown casi sonrió. Aquel lenguaje, tan incongruente en una perfecta dama de alta sociedad, siempre le había sorprendido y divertido.

– Bueno, supongo que si mi jefa está dispuesta a dejar que colabores en el caso, no tengo más remedio que aceptar. Pero -añadió inclinándose- tienes que seguir las reglas.

Kate se incorporó en la silla.

– Yo siempre sigo las reglas.

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