Jonathan Santlofer - El artista de la muerte

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`El artista de la muerte` es un asesino que recrea cuadros famosos con sus víctimas: La muerte de Marat de Jacques-Louis David, El Desollamiento de Marsias de Tiziano…
Kate McKinnon, una prestigiosa y adinerada historiadora de arte descubre que todas las personas asesinadas tuvieron alguna relación con ella. Antes de dedicarse al arte, Kate había sido policía, por lo que decidirá colaborar en la investigación. Pronto llegará a la conclusión que la próxima víctima del asesino podría ser ella.

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– La señora del Primero B, al fondo, dice que vio a un hombre negro aquí la última vez que vio a la chica con vida.

El señor Pajarita se percató de que Kate estaba observándolos, hizo volverse al tipo uniformado y susurró algo mientras escribía en un bloc de la policía de Nueva York.

El joven agente que le tomaba declaración a Kate le preguntó:

– ¿Y luego?

– ¿Qué? -Dentro del apartamento hubo un fogonazo-. Oh, vale.

Kate prosiguió con los hechos: la hora en que llegó a la escena del crimen, cuándo llamó a la policía. Otro fogonazo cegó a Kate, y lo agradeció porque llevaba un buen rato mirando a la médico forense mientras inspeccionaba el interior de la boca de Elena con los dedos y el fotógrafo realizaba las instantáneas.

Kate se quedó como atontada cuando un agente pasó junto a ella y luego dos uniformados introdujeron el cadáver de Elena en una bolsa verde.

Willie tenía la mirada perdida más allá de la multitud y las lágrimas le desdibujaban la visión.

¿ Por qu é lo hago? ¡ A nadie le gusta esta mierda! ¿ Para qui é n pinto?

¿ Cu á ndo hab í a sido eso? Hac í a dos, no, tres a ñ os. Justo antes de que todo empezara a sonre í rle, cuando estaba dispuesto a darse por vencido, dejar de pintar y buscarse un trabajo de nueve a cinco. Willie a punto de llorar. Elena, con su mano entre las suyas, habl á ndole en voz baja pero autoritaria: « Pintas para ti. Lo que haces es importante, Willie, pintar. Y alg ú n d í a la gente lo entender á . Es real, Willie. Eso es lo que t ú eres. Af é rrate a eso. » Elena mir á ndolo, convencida, confiando en é l, se le ve í a en los ojos, en la cara. Hab í a revivido la belleza de ese instante en varias ocasiones, cuando se sent í a frustrado y con ganas de dejarlo.

Willie estaba inmerso en ese momento perfecto con Elena, intentando desesperadamente aferrarse al mismo.

La manzana se había abarrotado de curiosos. Un par de uniformados los mantenían a raya. Muchos coches de policía, mal aparcados, con las luces encendidas. Más uniformados y trajeados con cámaras, bolsas, maletines, corriendo escaleras arriba y pasando junto a Willie.

«Elena. Asesinada.» Tan real e inaceptable a la vez. Tendría que haber insistido para que Elena se largase de ese barrio miserable. Y había insistido. Muchas veces. Pero Elena siempre hacía lo que quería. Willie golpeó la pared con el puño y no sintió dolor.

– Eh, tú. Dime algo: ¿qué coño estás haciendo aquí?

Era el tipo que estaba en el rellano superior, con un bloc de la policía de Nueva York, mirando a Willie de hito en hito. Tendría unos treinta y cinco años, con un corte de pelo tipo cepillo, e iba de paisano… si es que llevar una pajarita granate con un estampado de cachemira se le puede llamar ir de paisano.

De repente, Kate apareció y le puso la mano en el hombro al tipo.

– Le pedí que se reuniera conmigo aquí. ¿Cuál es el problema?

El señor Pajarita se volvió.

– ¿Y usted es…?

– Me llamo Katherine McKinnon-Rothstein. -Pensó rápidamente-. Soy amiga de la comisaria Tapell.

Vio que el hombre reconocía el nombre y que le echaba un vistazo rápido: su ropa, el bolso de Prada, incluso el peinado propio de los ricos. Mientras, no cesaba de chasquear la lengua, como si intentara despegarla del paladar.

– Randy Mead -dijo sin tenderle la mano-. Jefe de Homicidios, equipo Operativo Especial. Y está aquí… ¿por qué? -Entornó los ojos, que ya eran pequeños, hasta que parecieron unas hendiduras.

– Porque conozco a la chica.

– Bueno, el chico fue el primero en llegar a la escena. Tendrá que prestar declaración. Es el procedimiento.

– Conozco a la perfección el procedimiento.

La pajarita de Mead pareció dar un saltito por encima de su nuez.

– ¿Ah, sí?

– Estuve diez años en la policía, en Queens -dijo Kate-. Astoria. Mi especialidad era homicidios y personas desaparecidas.

Willie se mantuvo en silencio, mirando a Kate, con una expresión de impacto o conmoción. ¿Le había dicho a él que había sido poli? No se acordaba.

– Admirable -dijo Mead.

– Eso pensaban algunos. -Kate aplastó un Marlboro con el tacón.

Mead, de metro setenta y cinco, parecía encogerse de miedo ante ella.

– Mira, tío -intervino Willie-. Tienes que hacer algo…

– Ya me ocupo yo -interrumpió Kate-. Espérame en el coche, Willie. Por favor.

Kate condujo a Mead hasta la entrada del edificio de Elena. Mead chasqueó la lengua como una serpiente cabreada.

– Quizá recuerde -dijo Mead- que quien encuentra el cadáver suele ser el autor del crimen.

– No me venga con esas gilipolleces, ¿vale? Ya se lo he dicho. Estaba todo preparado. Había quedado con él aquí. Y la chica… -Kate se atrancó durante unos segundos. «No. No era cualquier chica», pensó. Sentía las emociones preparadas en los cajones de salida, agitando los talones como unos purasangre inquietos. Respiró hondo-. Y Elena -dijo con calma- ya llevaba muerta un buen rato. Estoy segura de que eso lo entenderá.

– Amiga de nuestra querida comisaria Tapell, ¿eh? -Mead le dedicó una sonrisa falsa.

– Mire -dijo en voz baja-, no quiero inmiscuirme. Sé que es su trabajo. Sólo quiero ayudar, explicar varias…

– Vaya, todo un detalle por su parte… señora Rothstein, ¿no? Pero creo que a partir de ahora podré ocuparme de todo.

Oh, Dios. Kate tuvo que contenerse para no levantar en peso al jefe de Homicidios por la estúpida pajarita y ver cómo se le amorataba la cara. Las manos le temblaron junto a los costados durante un largo minuto. Pero no perdió la compostura. En realidad, toda esa ira acumulada, a punto de estallar, la asustaba mucho.

Logró ocupar las manos con el móvil. Marcó el número del despacho de Richard, pero le saltó el contestador. Tampoco tuvo suerte con su móvil. «Mierda.»

Mead aprovechó la oportunidad para largarse a hablar con un par de uniformados, luego se volvió y soltó:

– ¡Eh, usted! ¡Doña, esto… ex poli! Y su amigo. Quédense por aquí. Necesitamos declaraciones de los dos.

Incluso con las ventanillas abiertas, olía a ácido dentro del coche de Kate. Willie no había oído lo que Mead y Kate habían dicho, pero no parecía agradable: Mead había señalado en su dirección y luego había murmurado algo a los dos uniformados. Willie intentó hacerle una seña a Kate, pero ella ya había vuelto a entrar en el edificio. Varios trajeados y uniformados más la siguieron. Willie no tenía ni idea de lo que hacían dentro. ¿Examinar el polvo en busca de huellas dactilares? ¿Fotografiar la escena del crimen?

Willie puso en marcha el coche de Kate, encendió la radio y buscó algo con lo que distraerse.

Babyface, cantando suavemente una ñoña balada de rhythm and blues sobre hacerse padre.

Aquello bastó para que Willie pensara en el padre al que nunca había conocido. ¿Cómo era? ¿Sabría dibujar? Willie nunca se lo preguntó a su madre -ella no tenía ni idea de dibujar-, pero suponía que de alguien lo habría heredado. Willie sintió las lágrimas en las mejillas… ¿por Elena o por el padre al que no había conocido?

Babyface pasó a un falsete muy agudo, pero la letra dejó de tener sentido.

Le sobresaltó el ruido de un teléfono de la policía. Un poli en un coche patrulla, junto a él, ofreciendo los detalles:

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