Jonathan Santlofer - El artista de la muerte

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`El artista de la muerte` es un asesino que recrea cuadros famosos con sus víctimas: La muerte de Marat de Jacques-Louis David, El Desollamiento de Marsias de Tiziano…
Kate McKinnon, una prestigiosa y adinerada historiadora de arte descubre que todas las personas asesinadas tuvieron alguna relación con ella. Antes de dedicarse al arte, Kate había sido policía, por lo que decidirá colaborar en la investigación. Pronto llegará a la conclusión que la próxima víctima del asesino podría ser ella.

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– Gracias, Clare…

– Tendrás que respetar las normas de Mead. Y nada de heroicidades, ¿vale?

Kate asintió.

La comisaria la miró con gravedad.

– No quiero que la prensa se entere de esto. Ni una palabra, Kate. Acabamos de zanjar el asunto del francotirador de Central Park. Lo que menos necesitamos en la ciudad es otro asesino múltiple.

14

La comisaría central le resultaba familiar. Mucho más grande que la vieja comisaría de Astoria, pero todo lo demás era igual, incluso el mismo aire viciado: humo, sudor, emparedados de mortadela pasados, café asqueroso.

Kate daba vueltas. Era, sin duda, la idea que Randy Mead tenía de demostrar quién mandaba. Observó al tipo de pelo graso esposado a la pata de un escritorio metálico: el tatuaje negro y azul del antebrazo, un pésimo dibujo de un águila, y, justo debajo, un corazón asimétrico con un nombre -¿Rita?- apenas legible. Frente a él, un poli de aspecto cansado le formulaba las mismas preguntas de siempre y escribía a máquina con dos dedos.

Se oía el murmullo típico de esos sitios, actividad carente de vida. Agentes y uniformados pasando con los típicos sospechosos -putas, drogadictos, matones de tres al cuarto- por entre hileras de escritorios metálicos hasta pequeños cubículos, o más allá hasta los calabozos; criminales exigiendo a gritos sus derechos o tan drogados que los polis tenían que arrastrarlos.

«Hijo de puta, chupapollas, gilipollas, maricón, yonqui, puta…», las palabras flotaban por encima del aire viciado como una especie de hilo musical acelerado.

Dos mujeres, detectives de paisano, miraron a Kate. Ella sostuvo la mirada, luego se metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de la chaqueta de diseño que lamentó haberse puesto.

Deseó que Tapell la hubiera acompañado y los hubiera presentado en persona.

– ¿McKinnon? -El uniformado parecía recién salido de la Academia. Kate asintió-. La brigada le espera.

La sala de conferencias era gris y beige, la idea que alguien tenía de decoración sobria y seria, pero resultaba deprimente. Los fluorescentes del techo iluminaban todo con una luz fría y azulada. La única «vida» de la sala procedía de unas treinta fotografías sujetas con chinchetas en una pared revestida de paneles de corcho: cadáveres cenicientos salpicados de cardenales violeta y sangre color vino tinto. Entre ellos, los de Solana, Pruitt y Stein, cadáveres con los que Kate se había familiarizado. Se reclinó en una silla metálica y rígida, tamborileó con los dedos en la carpeta que había traído consigo e intentó no mirar de los pies a la cabeza a los otros detectives a quienes Tapell había definido en un minuto.

Floyd Brown: buen poli de Homicidios, de trato difícil, un hueso duro de roer.

Maureen Slattery: antes trabajaba en la brigada Antivicio, lleva dos años con el equipo especial de Homicidios, lista, tenaz.

Kate observó la cola atusada de rubio teñido de la detective Slattery, la pintura de labios color chicle rosa perfilada con rojo cereza.

– ¿Cuánto lleva en Homicidios? -preguntó aunque sabía la respuesta; sólo quería romper el hielo.

– Dos años -replicó Slattery sin mucho entusiasmo, con acento de Brooklyn o Queens-. Antes estuve cinco años en Antivicio.

– Cinco años es mucho tiempo en minishorts y top sin espalda -dijo Kate sonriendo.

Slattery puso los ojos en blanco y adoptó una expresión un tanto precavida.

– Que me lo digan a mí.

Para Maureen Slattery, Homicidios no era tan diferente de Antivicio, salvo que en homicidios los hombres no se pasaban todo el día mirándole el culo. Observó el caro blazer de Kate, el acicalamiento propio de los privilegiados, y se preguntó por qué esa ricachona había venido a los barrios bajos.

Floyd Brown estaba apoyado en la pared sorbiendo café de una taza de poliestireno, mirando por encima del borde. Cuando le presentaron a Kate, apenas asintió con la cabeza.

Randy Mead entró corriendo en la sala con una pila de carpetas bajo el brazo.

– Bueno, ¿ya se conocen todos? -Tragó saliva y la nuez pareció bailarle justo encima de la pajarita, esta vez una con topos azules, la cual, a ojos de Kate, le hacía aparentar doce años. Chasqueó la lengua del mismo modo que durante su primer encuentro. Miró a Kate de reojo-. McKinnon, aquí presente, tiene una pequeña teoría que la comisaria Tapell quiere que comparta con nosotros.

Kate decidió pasar por alto el tono condescendiente de Mead.

– Ante todo -dijo-, estoy aquí extraoficialmente, pero bajo la autoridad de Clare Tapell. -Se calló unos instantes para que quedara bien claro y prosiguió-: A propósito, fui poli en Astoria durante más de diez años.

– Un momento. -Brown negó con la cabeza, confundido-. ¿No es usted la señora entendida en arte del Canal Trece?

Kate sonrió.

– Sí, tuve una serie sobre arte en la televisión.

Maureen la miró sin comprender. Resultaba obvio que nunca había visto la serie.

– Entonces, está aquí… ¿por qué? -inquirió Brown.

– Creo que muy pronto quedará claro, detective Brown. -Kate abrió la carpeta, colocó una fotografía de la escena del crimen de Pruitt junto a la imagen que había arrancado del libro-. Lo que ven es La muerte de Marat, un famoso cuadro del siglo XVIII de Jacques-Louis David. Fíjense en las similitudes. No sólo en la bañera, sino también en que Pruitt tiene la cabeza envuelta con una toalla y el brazo le cuelga, como a Marat. Incluso tiene una nota en la mano, como Marat en el cuadro.

Brown se inclinó.

– La puta lista de la tintorería -dijo Slattery-. Como si Pruitt estuviera ahí, leyendo la lista cuando sufrió un ataque al corazón…

– Pero no es un ataque al corazón -dijo Kate-. Estoy segura. La lista de la tintorería es sólo parte del atrezo.

– Escenificado -murmuró Brown para sí.

– ¿Por qué está en la bañera el tal Marat del cuadro? -inquirió Slattery.

– Por una enfermedad cutánea -replicó Kate-. Tenía que estar sumergido en agua para combatir el dolor.

Mead volvió a chasquear la lengua.

– ¿Alguna relación importante entre Pruitt y el tipo del cuadro?

Kate reflexionó un momento.

– Bueno… Marat fue un líder político durante la Revolución francesa y Pruitt era presidente de un museo. Los dos eran dirigentes. -Volvió a pensar-. Y podría decirse que el Museo de Arte Contemporáneo es, en cierto modo, revolucionario.

Mead pareció comprenderlo. Brown anotó algo.

A continuación, Kate colocó la fotografía de la escena del crimen de Ethan Stein sobre la mesa de la sala de conferencias junto a la imagen que había arrancado del libro sobre la pintura renacentista.

– Este cuadro es de Tiziano. Se llama Marsias desollado.

– Joder. -Brown observó las dos imágenes.

– Las escenas del crimen las prepara cuidadosamente -explicó Kate. Se reclinó y esperó hasta que los tres pares de ojos la miraron-. Este tipo crea arte. Cuadros vivos, salvo que no están vivos. Son recreaciones de recreaciones.

– Pero ¿por qué? -insistió Mead.

– Cuando lo atrape -dijo Kate-, pregúnteselo.

– O sea -dijo Brown mirando una imagen y luego otra-, que nuestro asesino sabe un poco de arte.

– Sí, pero cualquiera con un libro o un póster de arte podría montar las escenas. -Kate se toqueteó el labio-. Estaba pensando… en el cuadro de Tiziano, desuellan a Marsias por su vanidad. Quizá se trate de otro mensaje. Ya saben, el artista vanidoso.

– Pobre cabrón -dijo Maureen Slattery-. ¿Qué fue lo que hizo ese tal Marsias?

– Retó al dios Apolo a un concurso musical, y perdió.

– Vaya pandilla -exclamó Slattery.

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