Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El Asesinato Como Diversión: краткое содержание, описание и аннотация

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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Sí, Bates se había limitado a buscar la última muerte violenta de un joyero, y después le había mencionado el nombre a Tracy para comprobar si se producía alguna reacción.

«De modo que olvídalo», pensó Tracy. Ya había perdido demasiado tiempo.

– Barney -aulló-, ¿qué es lo que demora tanto nuestras copas?

Resultó que no había nada que demorara las copas. Tres copas más tarde, Beckman no se había presentado. Tampoco había aparecido ninguno de los muchachos del departamento editorial del Blade . Tracy se marchó.

Seguía lloviendo. Decidió mandar al diablo a la lluvia y caminar. Ya sabía adónde quería ir.

Stanislaus (Stan, según rezaba en el letrerito de la barra) estaba solo cuando entró Tracy.

– ¡Señor Tracy! -exclamó. Le sonrió y se sonrojó a un tiempo-. No sabe usted cómo me alegro de que haya venido. Pensaba ir a verlo en cuanto tuviera una tarde libre. Incluso pensé en cerrar esta noche para ir a su casa. Le debo una disculpa como la copa de un pino.

– No te preocupes -le dijo Tracy-. Cuando recuerdo lo que dije y lo que debiste haber pensado, me sorprendo de que no me hicieras algo peor.

Stan Hrdlicka sacudió la cabeza y replicó:

– No tuve tiempo a hacerle nada peor. Ese policía entró corriendo en cuanto le…, bueno, olvidémoslo, no quiero pensar en lo que podría haber pasado si ese poli no hubiera intervenido.

– Olvidémoslo, Stan. Mira, quiero hablar de…

– Espere -le pidió Stan. Salió de detrás de la barra y se dirigió a la puerta de entrada. La cerró con llave, bajó la persiana y apagó las luces de la parte delantera de la taberna.

– En una noche así de lluviosa no vendrá nadie -le dijo-. Sentémonos a una mesa y…, ¿qué quiere beber? A mí me gusta el «Slivovitz». ¿Prefiere un escocés?

– «Slivovitz» para todo el mundo -repuso Tracy. Se sentó. Stan trajo una botella y vasos, y se sentó delante de él. Los vasos eran anchos y bajos. Stan los llenó.

– En primer lugar -anunció-, por Frank, señor Tracy. -Tracy tuvo que hacer una pausa después de beber menos de la mitad, pero Stan se echó al coleto el vaso de potente aguardiente como si fuera cerveza. Volvió a llenar su vaso y el de Tracy, hasta el borde.

Se inclinó hacia delante y le dijo:

– Frank me habló de usted, señor Tracy. Decía que era la única persona buena en todo el edificio, el único amigo que tenía. Decía que los demás eran unos presuntuosos. De modo que ahora que sé quién es, sé también que no mató a Frank. Frank no habría cometido un error así. Frank era listo.

Tracy asintió.

– Yo, no -prosiguió Stan-. Yo soy un torpe. Frank tenía la fuerza en la cabeza. Yo tengo la fuerza en los hombros y los brazos. Pero soy lo bastante listo como para saber qué haré si encuentro a quien le clavó ese cuchillo a Frank. Y no pienso usar cuchillos. Lo despedazaré con mis propias manos.

Las tendió hacia delante; Tracy les echó un vistazo y no lo dudó.

– Sé cómo te sientes, Stan, pero no sería sensato. Deja que la Policía se encargue de él.

– La Policía -repitió Stan. Apoyó las manos abiertas sobre la mesa, y añadió-: Mire, he leído los diarios. Sé lo de esos guiones que escribió. Pero, ¿qué relación tiene eso con la muerte de Frank?

– No lo sé, Stan.

– Le diré una cosa. Piense que no los leí. Cuéntemelo todo y deje que le haga preguntas. Está todo muy liado. Quizás así logremos aclaramos, ¿eh?

Tracy se mostró dispuesto. Tardó una hora, e iban por la segunda botella de «Slivovitz» cuando terminó.

Stan asintió con la cabeza lentamente, durante un instante, cuando quedó contestada su última pregunta.

– ¿Sabes quién podría ser la muchacha rubia de la que habló Frank? -inquirió Tracy.

– No. Debió de conocerla recientemente, Tracy; de lo contrario, me lo habría contado. Quiero decir, me habría contado que la había conocido, aunque pudiese no decirme quién era. Llevaba dos semanas sin verlo. Enamorarse de una chica…, a Frank le resultaba fácil. Era un hombre…, esto…, ¿cómo se dice?

– ¿Romántico?

– Eso mismo. Era romántico. Del tipo que cuando se enamora lo hace perdidamente y de repente. No quiero decir que fuera un monje. Había tenido sus amoríos, pero para él no significaban nada. Me parece que tenía un lío de ésos, o había tenido uno con alguna mujer del edificio, del Smith Arms.

– ¡Diablos! -exclamó Tracy-. ¿Con quién?

– No lo sé. Sólo sé que, por lo que me contó, no era nada serio, quiero decir, que no estaba enamorado de ella. Era sólo…, bueno, un hombre es humano. ¡Ya sabe a qué me refiero!

– Sé a qué te refieres. ¿Estaba casada? -inquirió Tracy.

– No lo sé. Creo que sí. Cuando supe que habían matado a Frank, fue lo primero que pensé. El marido los encontró juntos o se enteró.

»Sería demasiado simple si fuera así. Quiero decir, era el único móvil, la única razón. La gente mata por amor o por dinero, y Frank no tenía dinero. Pero entonces aparece lo del otro asesinato, y los dos ocurrieron tal y como lo escribió usted en sus guiones. Es una locura, Tracy.

Con tristeza, vació lo que quedaba de la segunda botella de «Slivovitz» en los vasos. Lo hizo con mano firme, y Tracy la observó maravillado. En realidad las observó, porque veía dos manos y dos botellas.

Tracy estaba borracho. Repentinamente se sintió borracho perdido. El bar comenzó a dar vueltas a su alrededor, y parecía formar parte de un inmenso tiovivo que giraba media vuelta en un sentido y otra media en sentido contrario.

Una de las caras de Stan lo miraba con expresión extrañada, la otra, con expresión preocupada. Trató de fijar la vista para unirlas en una sola imagen, pero no pudo.

No era una experiencia nueva, pero nunca antes le había dado tan fuerte ni tan de repente. Se dio cuenta entonces de que nunca antes había bebido un quinto de «Slivovitz», además de unos cuantos whiskies, con el estómago vacío. Se había olvidado por completo de comer.

Se le ocurrió entonces que lo mejor sería ponerse en pie, rápidamente.

No fue una buena idea. Más bien fue un error. Sentado podría haberse mantenido bastante bien, al menos durante un rato. Pero al ponerse en píe el suelo se inclinó traicioneramente bajo sus pies, y él comenzó a caer hacia delante. Aquél fue su último recuerdo consciente: el inicio de su caída. Jamás llegó a enterarse de si logró aterrizar; tampoco se enteró nunca de si Stan logró cogerlo a tiempo.

CAPÍTULO IX

Aquellos sueños no debían habersele presentado a un perro; y no lo hicieron. Se le presentaron a Bill Tracy.

La nube rosa con una Dotty Todo Hoyuelos, muy rubia y muy escotada, entronizada en ella, y Tracy tratando de trepar para alcanzarla, y el diablito verde apartándolo con un tenedor inmenso y muy puntiagudo, al tiempo que le gritaba:

– ¡No sin permiso de «General»! ¡No sin permiso de «General»!

Y tal como ocurre en los sueños, la mente de Tracy formuló la pregunta sin que sus labios se movieran, y el diablillo le contesto a gritos:

– ¡Motors, imbécil, «General Motors»! Tienes que conseguir permiso de «General» para hacer este programa, porque él es el patrocinador y tu no puedes ser un profesional.

– ¿Un profesional de qué?-se preguntó Tracy, y el diablillo le aulló:

– Un profesional de lo que sea. Ésta es una hora para aficionados y no puedes salir en el programa si eres profesional. -Dicho lo cual, señaló con el pulgar a la escotada Dotty, que estaba a sus espaldas-. ¿Sabes lo que es ésta? ¡Esta es una hora para aficionados y ella es una hurí aficionada !

Y el diablillo verde debió de dejar caer la horquilla, porque aparecía sosteniendo una enorme pancarta que rezaba RISAS, pero Tracy no se rió. La nube rosada se abrió y él cayó dentro de ella con caballo y todo, mientras otra voz gritaba «¡Jaaioo, Silver!» desde la oscuridad del interior de la nube; se oyó el golpetear de los cascos de un caballo y unos disparos, y Tracy apareció en camiseta y calzoncillos ante el escritorio de Wilkins, mientras éste lo observaba con ira a través de sus quevedos y le decía:

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