Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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– Todos los actores estamos chiflados. Es preciso. ¿Vas a ir mañana al entierro?

– Tal vez. ¿Y tú?

– No me queda más remedio -le dijo Jerry Evers-. Helen Armstrong me pidió que la acompañase; no quería ir sola y, la verdad, no la culpo. De momento, ha reaccionado bastante bien.

– ¿Cómo? ¿Quieres decir que Helen y Dineen…?

Evers sonrió.

– ¿Cómo te piensas que llegó a ser Millie Mereton? No tiene ni un pelo de actriz. Oye…, si no lo sabías, no se lo cuentes a la Policía. Podría distraerlos de lo que quiero que sea su siguiente objetivo. Es decir, yo. A menos que…

– ¿A menos que qué?

– Tracy, es una idea brillante. Les haré creer que estoy enamorado de Helen. Y tendré otro móvil, además de las enganchadas con Dineen por los papeles. Sí, cuéntales lo de Helen y Dineen.

– Cuéntaselo tú. Yo ni siquiera lo sé.

Tracy le hizo una seña a George.

– Cuanto más me lo pienso, menos me gusta.

– Entonces no te lo pienses. Tracy, ¿alguna vez fue Helen a tu casa?

– En una ocasión, con Pete Meyer. También estaba Millie Wheeler, y jugamos al bridge. ¿Por qué?

– Por curiosidad. Esto…, Tracy…

– ¿Oué?

– Por casualidad no habrás escrito un guión sobre el asesinato de un actor maduro, ¿verdad?

– No.

– Gracias a Dios -dijo Jerry Evers, e inspiró hondo-. No es que sea supersticioso, Tracy, pero…, bueno, me alegro que no lo hicieras. -Se miró un instante en el espejo que había detrás de la barra y luego dijo-: Si, me alegro de que no lo hicieras. Oye, Tracy, ¿crees que el asesino irá mañana al entierro?

– ¿Cómo diablos quieres que yo lo sepa?

– Supongo que irá. ¿Acaso los asesinos no van siempre a los entierros? Yo creo que sí. Sí, ahora que lo pienso, me alegro de que Helen me pidiera que la acompañase. Puede que la Policía piense lo mismo, que el asesino estará allí. Y tú, ¿irás?

– Ya me lo has preguntado. No lo sé. -Tracy le lanzó una sonrisa socarrona-. Si tu teoría es correcta, quizá no debería ir. La Policía sospecha de mí, y si no voy, tal vez me eliminen de la lista.

– Es una posibilidad. Tal vez no deberías ir. Tracy, ¿acaso has…? Diablos, vaya pregunta más tonta.

– Quieres saber si yo cometí los asesinatos. No. Aunque, pensándolo bien, no significa nada, ¿verdad? Te diría exactamente lo mismo, tanto si los hubiera cometido como si no.

Evers lanzó una carcajada. Era una carcajada fría, un tanto beoda y…, bueno, peculiar. Tracy lo miró con curiosidad; no podía haberse emborrachado tan de repente.

Tracy rió entre dientes. Jerry era actor, y los actores son así. Consciente o inconscientemente, lo dramatizan todo. Cuando llegan al punto en el que superan, aunque sea mínimamente, la etapa en la que dan una imagen completamente sobria, se hacen los borrachos, Hasta eso lo dramatizan.

Entonces Tracy dejó de reír; vio el rostro de Jerry reflejado en el espejo de detrás de la barra. Le pareció extraño, crispado. Por un momento, se asustó…, hasta que advirtió que Jerry también contemplaba su propia imagen.

De repente, se dio cuenta.

«El pobre está como una regadera -pensó-; trata de parecerse a Boris Karloff en el papel de loco homicida. Practica para la Policía.»

Tracy lanzó una carcajada, y notó que su propia risa tampoco sonaba muy sobria.

– Jerry, tengo que irme. Tengo que trabajar.

Una vez fuera, se detuvo un instante bajo la brillante luz del sol y trató de decidir qué haría. Maldición, debía preparar algo para la próxima secuencia de Los millones de Millie. ¿Estaría lo bastante sobrio como para escribir?

Para cuando llegara a su casa, pensó, lo estaría. Si iba andando se le pasaría la borrachera.

Había recorrido una manzana cuando recordó haber prometido ver al médico de Dick Krebum en casa de éste. Echó un vistazo al reloj y supo que llegaría justo a tiempo; giró hacia el Este en la siguiente esquina.

El doctor Berger estaba todavía en la habitación de Dick.

– Se encuentra bastante bien -le informó a Tracy-. La garganta ya está mejor; este fin de semana podrá hablar un poco. Y, si se cuida, recuperará del todo la voz en uno o dos días más.

– Estupendo -dijo Tracy.

Cuando el médico se hubo ido, se dejó caer en un sillón.

– Vamos a ver, Dick, hoy es jueves, y el guión de mañana ya está arreglado, y tú no apareces. De modo que el lunes, si hace falta, te haremos aparecer un poco. Ya hemos mencionado lo de la laringitis, de modo que si tienes la voz ronca, no habrá problemas. Maldita sea, tendrás que hablar en voz ronca, aunque estés bien. Si tuvieras la voz normal, tendrás que fingir ronquera.

Dick asintió y comenzó a decir:

– Cuéntame lo de…

– Cállate.

Dick sonrió y señaló los diarios de la tarde que había sobre la cómoda.

– Ah. Has leído lo de los guiones, ¿eh? -Tracy se acercó a la cómoda y echó un vistazo a los diarios-. Oye, Dick, tienes tres periódicos. Sólo he leído el Blade.

Dame un minuto para leer los otros dos, ¿vale?

Hojeó rápidamente las notas; ninguna de ellas variaba sustancialmente con respecto a la publicada por el Blade . Sí, había estado en lo cierto; Bates debió de haber dado órdenes sobre la forma en que debía manejarse la historia.

Satisfizo la curiosidad de Dick lo mejor que pudo, con los escasos detalles que pudo añadir a los que proporcionaban las notas periodísticas.

Después buscó y encontró la botella de whisky de centeno que había comprado para Dick; satisfecho, notó que estaba casi llena. Se tomó una copa con el inválido, ambos jugaron una partida de gin rumrny a céntimo el punto, y Tracy ganó la modesta suma de un dólar con sesenta céntimos. Después, se marchó.

Eran poco más de las tres; le quedaba por delante parte de la tarde y toda la noche para pensar en Los millones de Millie .

Al girar la última esquina que lo conduciría a la manzana de su casa, una súbita idea le obligó a aminorar el paso. Fue una suerte que lo hiciera; dos coches esperaban aparcados delante del Smith Arms. En cada uno de ellos había un hombre esperando, y reconoció a uno, era un periodista del Blade . El otro hombre seria de uno de los otros periódicos.

No lo habían visto. Tracy retrocedió con cuidado, entró por la puerta trasera y subió por la escalera de servicio.

Cuando entró en su apartamento, el teléfono estaba sonando. Lo cogió.

– Aquí Tracy.

– Habla Lee -le contestaron al otro lado de la línea-. Lee Randolph. Trabajabas para mí, ¿te acuerdas?

– ¿Por casualidad no será el Lee Randolph que está de editor de locales en el Blade ? -inquirió Tracy-. Seguro que no puede ser ése.

– Pues soy ése. Hace tres horas que intento comunicarme contigo. Tengo algo importante que decirte.

– ¿Qué es, Lee?

– Que eres un hijo de puta. Una historia así, y tenemos que conseguirla de los polis, al mismo tiempo y del mismo modo que los demás diarios. Podías habernos concedido una exclusiva, so cabrón.

Tracy rió entre dientes.

– Lee, ¿es que no te lees los libros sobre periodismo moderno? Las primicias son algo del pasado. Ya no se llevan. Además, intentaba que no se publicara nada.

– Pues has hecho un buen trabajo. De acuerdo, chico, ahora que ya es de dominio público, podrías damos los detalles. Dentro de una hora sacamos la siguiente edición. Dame alguna pista nueva.

– No hay detalles, Lee. Esa es toda la historia. Al menos la que es apta para imprimir.

– No seas así. Bates se estaba guardando algo. ¿Qué es?

– Nada que yo sepa, Lee. No se hable más. Oye, por cinco céntimos la palabra, te escribiré mi autobiografía. En seis capítulos; puedes empezar a publicarla mañana y cubrir una semana con ella.

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