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Fredric Brown: El Asesinato Como Diversión

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Fredric Brown El Asesinato Como Diversión

El Asesinato Como Diversión: краткое содержание, описание и аннотация

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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En los Estados Unidos hay pocas calles por las que un hombre puede pasearse llevando una máscara, sin llamar demasiado la atención. La calle de Broadway, en Manhattan, es una de ellas; Broadway ha llevado la sofisticación a los límites del candor.

El hombre de la máscara se había apeado de un coche aparcado justo a escasos metros de Broadway, en una de las calles Cincuenta. Muchos debieron haberlo visto bajar del coche, pero daba igual. Incluso si más tarde la Policía hubiera logrado seguirle la pista hasta ese coche, también hubiera dado igual. Era un coche robado; además, ese robo no habría sido denunciado durante varias horas.

En pleno diciembre nadie se hubiera fijado en su brillante traje rojo. Pero bajo el sofocante sol de agosto, apenas logró algunas miradas curiosas de los peatones que pasaban a su lado. Algunos se aventuraron incluso a girar la cabeza en su dirección, y preguntarse por qué no llevaba un cartel publicitario colgado a la espalda. Sin duda tenía que estar vendiendo o anunciando algo . Nadie que estuviera en su sano juicio llevaría un pesado traje de Papá NoeI en agosto, a menos que estuviera vendiendo o anunciando algo.

Pero incluso si el hombre disfrazado de Papá Noel no estaba en su sano juicio, al curioso ocasional era algo que le daba igual. Todo el mundo sabía que se trataba de algún tipo de montaje, y sólo a los tontos les llaman la atención las cosas que no les conciernen. No tardaría en detenerse en un portal y ponerse a pregonar; después resultaría que vendía, a veinticinco céntimos la barra, jabones de Papá Noel, garantizado para arrancarle la piel a las patatas, con lo cual uno no necesitaría de un cuchillo para pelarlas.

Pero el hombre disfrazado de Papá Noel no se detuvo ni a pregonar ni a pelar. Siguió caminando, no muy de prisa, pero con el ritmo eficiente de quien sabe a dónde va.

Como disfraz era perfecto. El traje rojo y la cara mofletuda, falsamente alegre, inducían a error en cuanto a su verdadero peso y constitución, y lo hacían de un modo tan perfecto, que a aquel hombre no le habría hecho falta atarse una almohada a la cintura para conseguir que muchos juraran que era bajito y rechoncho. Más tarde, la Policía localizaría a una decena de entre los miles de personas que habían pasado junto a él, y las declaraciones de estas personas resultarían conflictivas hasta los límites de lo absurdo. Para los testigos ortodoxos había sido gordo y rechoncho. Para unos pocos -los agnósticos- alto, y lo habrían calificado de delgado de no haber sido por la almohada. Por cierto, ¿había utilizado una almohada?

Altura: alto o bajo. Constitución: gordo o delgado. Color de los ojos: desconocido. Características destacables: ¿Está usted de guasa?

Ese fue el resultado final de la descripción obtenida por la Policía, la cual, por cierto, no les resultó de utilidad. Sin embargo, lograron rastrear sus pasos desde las calles Cincuenta hasta casi las Cuarenta. Y después del crimen, de vuelta hasta las Cincuenta y tantos. Pero nos estamos adelantando.

El hombre disfrazado de Papá Noel entró en un edificio de una de las calles Cincuenta. Un ascensor lo llevó, veloz, al tercer piso. El hombre se dirigió por el pasillo hacia un despacho, y abrió la puerta con el rótulo de ARTHUR D. DINEEN.

Inmediatamente detrás de la puerta, el despacho aparecía atravesado por una balaustrada. Al otro lado de ésta, una estenógrafa estaba sentada ante una mesa. Al entrar el traje de Papá Noel, la muchacha levantó la vista y sus ojos se llenaron de asombro.

– Tengo una cita con el señor Dineen -anunció la voz, detrás de la máscara.

– Ya… esto… -Los ojos de la estenógrafa se posaron veloces en el reloj de la pared, luego en la agenda de su escritorio, y luego en la máscara sonriente de mejillas como manzanas-. ¿Su nombre, por favor? -le preguntó con el aire presumido de quien no se deja engañar.

– Johan Smith -respondió el hombre del traje rojo-. El señor Dineen me esperaba a las diez y cuarto.

Sí, aquél era el nombre que figuraba en la agenda, y él no podía haberlo leído desde el otro lado de la balaustrada. La muchacha sentada a la mesa le dijo:

– Bien, señor Smith, puede usted pasar.

El hombre traspuso la portezuela que había en la balaustrada, y se dirigió hacia la puerta con el letrero de PRIVADO, que conducía al despacho interior.

Los ojos de la muchacha lo siguieron con aire especulativo. ¿Un excéntrico? En fin, en ese caso, no era problema suyo. La cita la había concertado el jefe. Recordó entonces que había sido acordada por teléfono, la tarde anterior. Evidentemente se trataba de un actor, ¿pero por qué iba a presentarse a la cita disfrazado, a menos que fuera un excéntrico?

El hombre del traje rojo no se volvió a mirar atrás. Traspuso la puerta y la cerró suavemente tras de sí.

El hombre sentado al escritorio del despacho interior, levantó la vista. Vio el traje y exclamó:

– ¡Qué diablos…!

Ante el tono de su voz, se oyó un gruñido al otro extremo de la habitación. Un enorme dobermann pinscher que había estado ovillado en el haz de sol que entraba por la ventana abierta, se puso en pie. Del pecho le salió un ominoso zumbido de sierra circular.

Los ojos que miraban a través de los agujeros de la cara postiza pasaron veloces del perro gruñidor, al hombre de cabellos grises que estaba sentado al escritorio. Desde el interior de la máscara, la voz dijo:

– Si no quiere que mate a ese chucho, dígale… -No malgastó más palabras para concluir con la amenaza; la pistola que empuñaba fue más elocuente que cualquier discurso; fue silenciosamente elocuente, podría decirse, porque la pistola llevaba silenciador.

Entrecerrando los ojos al comprobar que el arma llevaba silenciador, el hombre que estaba sentado al escritorio mantuvo las manos cuidadosamente quietas sobre el papel secante, y preguntó:

– ¿Qué es lo que quiere?

– No quiero problemas -respondió el hombre del traje de Papá Noel-. De modo que ordénele a ese perro que se eche. No sabia que estaría… -Se interrumpió de pronto, con la brusquedad de quien advierte que está diciendo algo indebido.

Con las patas rígidas, el doberman avanzó dos pasos, y el zumbido de sierra circular se hizo más potente. Echado, había lucido una belleza elegante; pero en ese momento su belleza era salvaje, amenazadora. Tenía los ojos fijos; los pelos cortos del cogote, alrededor del pesado collar con gruesos remaches bañados en oro, se erguían como una amenaza.

Las patas se le doblaron como resortes, incluso cuando el hombre que estaba sentado al escritorio giró la cabeza y le gritó:

– ¡Rex!

Pero demasiado tarde. O quizás el perro interpretó mal la orden. Saltó hacia delante.

Se produjo una explosión amortiguada (casi tan sonora como la de una pistola de fulminantes) cuando el hombre del traje rojo apretó el gatillo del arma. Se hizo a un lado mientras el cuerpo del perro completó su arco en el aire, aterrizó con un ruido sordo sobre la gruesa alfombra de la oficina, se retorció una sola vez y se quedó quieto.

El hombre que estaba sentado al escritorio se puso en pie de un salto, con el rostro crispado de ira.

– ¡Maldito sea! -exclamó. Aferró el único objeto pesado del escritorio, un tintero de plata, de exquisita artesanía, y lo levantó por encima de su hombro para lanzárselo al hombre del traje rojo. Al mismo tiempo, abrió la boca para pedir auxilio.

Pero el segundo disparo amortiguado de la pistola con silenciador, paró en seco el lanzamiento y el grito. El hombre de cabellos grises cayó de bruces sobre el escritorio; tenía un agujero en la frente, justo encima del ojo izquierdo. El tintero de plata era el centro de un negro charco de tinta que se extendía por la alfombra junto a la silla giratoria.

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