Fredric Brown - El Asesinato Como Diversión

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El lirismo fantástico de Fredric Brown brilla en esta novela desde la plataforma de un juego enigmático en el que se debate la posibilidad individual de escapar a esclavitudes promocionadas por el sistema social y su decadente código de valores. La lucha para esclarecer un insólito encadenamiento de crímenes coincide con el esfuerzo para llegar a la verdad oculta de las cosas y abrazar una ética abandonada en la sumisión al sueño americano. Todo ello ha de materializarse, inexorablemente, en una pesadilla: «Aquellos sueños no debían habérsele presentado a un perro. Y no lo hicieron. Se le presentaron a Tracy.?

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Se compró dos periódicos vespertinos, las últimas ediciones, y durante su solitaria cena, que distó mucho de ser frugal, leyó las notas sobre el asesinato del Smith Arms.

Era evidente que a los periodistas no les habían proporcionado demasiada información, y que no habían logrado hacer nada del otro mundo con la que les habían dado. En el Times la nota salía en la página siete. Y en el Blade, a regañadientes le habían dedicado unas cuantas líneas al final de la primera plana. La muerte de un conserje no era nada que provocara emociones fuertes; lo único que le daba un poco de color, como nota periodística, era el hecho de que el cuerpo había sido hallado en una caldera.

No se había relacionado este crimen con el espectacular asesinato de Dineen, ocurrido el día anterior, y no se mencionaba el nombre de William Tracy. Respiró más tranquilo y confió en que le durara la suerte. Por la nota del Blade no se enteró de nada nuevo.

La historia publicada en el Times, aunque no había merecido la primera plana, era más completa. Tracy logró reunir unos cuantos hechos nuevos.

El cadáver había sido descubierto -a la una y cuarto, tal como ya le había dicho Bates- por una tal señora Murdock, que vivía con su esposo en el apartamento quince. Tracy no la conocía por el nombre, aunque probablemente sí la conociera de vista.

Según la nota del Times, había bajado al sótano, después de almorzar, para deshacerse de facturas y cartas viejas. Su intención era meterlas en el hogar de la caldera para quemarlas, en lugar de tirarlas a la basura. El Smith Arms carecía de un sistema incinerador. Al abrir la puerta del hogar, había descubierto el cadáver.

La muerte había sido producida por una sola herida de puñal en la espalda -probablemente un cuchillo corriente, de carnicero, de punta aguda, y filo por un solo lado-. El asesino había sido diestro -o afortunado- al asestarle la puñalada. El cuchillo se había hundido en el ventrículo izquierdo del corazón, y la muerte había sido instantánea.

La víctima sólo llevaba una camisa de dormir y zapatillas. La cama estaba deshecha.

Eran más de las ocho cuando Tracy salió del restaurante. Vagó sin rumbo durante una o dos manzanas y después se sentó en un puesto de lustrabotas para que le limpiasen los zapatos.

En el asiento de al lado había una revista. Distraído, la cogió, y en la contraportada descubrió un anuncio de medias que le resultó conocido; se preguntó entonces si Millie no habría regresado a su casa.

– Maldición -dijo, y dejó la revista.

CAPÍTULO V

Por algún motivo no quería ir a casa. Tampoco quería emborracharse, pero sí deseaba ver a alguien conocido para charlar un rato. Mas, por desgracia, no se le ocurría casi nadie a quien quisiera ver.

Maldición, ¿por qué no habría tenido la precaución de tomar el número de teléfono de Dotty? Podría haberla llamado y quedar con ella para trabajar en los guiones. Aunque muchas ganas de trabajar no tenía, pero aquello le hubiera servido de excusa para verla, y después sugerir que fueran a tomar una copa a algún sitio.

Se metió en la primera taberna que encontró y telefoneó a Wilkins a su casa. Su jefe se puso al teléfono; incluso al decir «¿Dígame?», su voz sonaba tan pequeña, prolija y precisa como su dueño.

– Hola, señor Wilkins -lo saludó Tracy-. Pensé que sería una buena idea ponerle al corriente del estado de Dick Kreburn. Está sano y salvo, guardando cama, y según el médico no es algo tan grave como una laringitis. Volverá a trabajar la semana próxima, con la voz casi normal.

– Bien. ¿Ha vuelto a verlo?

– No. No quiero ir a verlo esta noche, porque insistiría en hablar. Me temo que la idea de escribir notas que utilizamos en el guión de hoy, no funcionaría.

– Quizá sería más sensato dejarlo solo, señor Tracy. Ah, por cierto, ¿qué le pasó esta tarde? Esperaba que regresase al despacho a trabajar en el guión de mañana. ¿O es que lo ha hecho en su casa?

– No, tuve un problema. Y estuve liado hasta hace poco. Pero no se preocupe, no será difícil arreglar el guión de mañana, Reggie casi no aparece. Sólo tendré que cambiar unas cuantas frases para introducir lo de su laringitis, y reescribir uno o dos diálogos en los que aparece. Será menos de una hora de trabajo.

– Bien. Dotty podrá echarle una mano si usted quiere. ¿O trabaja mejor solo, cuando no hay prisas?

– No, no. Me gusta trabajar con estenógrafa. Y Dotty es muy buena. Es agradable, me cae bien.

– Tengo entendido que está interesada en escribir guiones. Supongo que el hecho de trabajar con usted la ayudaría. No sé, quizá sería interesante que le explicara los motivos de los cambios que introduce. Y que la dejara hacer sugerencias para ver si vale. Cosas así.

– Encantado -repuso Tracy-. A propósito, ¿sabe dónde vive, o tiene usted su teléfono? Si no tuviera ningún compromiso, podríamos quitamos de encima el trabajo de mañana.

A Tracy le pareció oír una risita seca y ahogada.

– Vamos, señor Tracy, ¿para qué malgastar una velada, si mañana tardará menos de una hora en arreglar el guión? Además, no sé cómo podría ponerse en contacto con ella.

– Su dirección debería figurar en los archivos de la «KRBY», ¿no?

– Supongo. Podría usted telefonear y pedirla.

– Quizá lo haga -repuso Tracy-, pero, ¿cómo se apellida?

– No lo sé, señor Tracy. La contrató el señor Dineen, y yo apenas la vi un par de veces por el estudio.

– Bueno, gracias de todos modos. Nos veremos mañana por la mañana.

Colgó y volvió al bar a tomarse solitario una cerveza. No iba a hacer nada más, por supuesto. No quería quedar como un imbécil, telefoneando al estudio para averiguar el número de teléfono de una muchacha cuyo apellido ignoraba. No era cuestión de que hubiese malentendidos.

– ¡Qué asco pasar solo la Nochebuena! -le dijo al tabernero.

– ¿Cómo? -preguntó el tabernero.

– Tómese una copa -lo invitó Tracy, dejando un billete sobre la barra.

– Gracias -dijo el tabernero. Se sirvió una copa de una botella que tenía detrás de la barra-. Bueno, supongo que el año que viene no habrá Nochebuena, ¿no?

– No caigo. ¿Por qué no?

– Por Papá Noel. Para entonces, o lo habrán apresado, o seguirá escondido. Lo buscan por asesinato. ¿No leyó los diarios de ayer?

Tracy frunció el ceño y repuso:

– Espere un momento. Quiero hacer una llamada más. Sirva dos copas.

Fue nuevamente hasta el teléfono y marcó el número de Millie. No contestó nadie. Colgó, enfadado consigo mismo por haber intentado llamar otra vez, cuando sabía que no la encontraría en casa. Maldición, ¿acaso no le había dicho que tenía una cita? Y, al fin y al cabo, ¿qué era él…, un Romeo solitario? Bueno, no exactamente, porque si hubiera tenido el número telefónico de Dotty…

Regresó a la barra. El tabernero estaba atendiendo a un cliente, pero había servido una copa para Tracy, y otra más pequeña, para él mismo, esperaba en la parte interior de la barra. Tracy esperó sentado hasta que el tabernero regresó; entretanto, fue sorbiendo su cerveza.

Se preguntó si debía seguir adelante y emborracharse. Se sentía mentalmente fatal. Maldición, a nadie le importaría si se emborrachaba. «¿Qué diablos me está pasando? -se preguntó-. Estoy sobrio y, sin embargo, poco me falta para echarme a llorar sobre mi copa de cerveza, porque a nadie le importa si me emborracho o si me mantengo sobrio.»

A menos que encontrara a alguien con quien conversar…

Sacó la agenda del bolsillo y empezó a hojearla para ver si surgía algún nombre interesante. Era una agenda con nombres apuntados al azar. Harry Burke; no, Harry no estaba en la ciudad. Helen Armstrong; ¿qué mosca le habría picado para apuntar su número de teléfono? Thelma; ¿quién diablos sería Thelma? Vaya. «M. intenta sacar lic. pil.» ¿Qué diablos era aquello? Ah, sí, «lic. pic.» era «licencia de piloto», y «M» era MiIlie Mereton, por supuesto. Se le había ocurrido hacer que se interesara en pilotar aviones, y después había decidido no utilizar la idea; la investigación necesaria para aprender las técnicas y la jerga le hubieran dado demasiado trabajo. Pete Ryland; no, trabajaba por las noches. «EACD: Hmbr strngld con su pro. corbata.»

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