—¿Tienes la sensación de que no le caes bien a ese tipo, o algo por el estilo?
—Eso está empezando a parecer —admití.
—¿A qué crees que se debe?
—Ya te lo dije. Hice daño a su novio —respondí, lo cual sonó endeble, incluso a mis oídos.
—Sí, tienes razón —repuso Coulter—. El tipo que desapareció. Aún no sabes adonde fue, ¿verdad?
—No.
—No —repitió, y ladeó la cabeza—. Porque no era él el de la bañera. Y no eras tú el que estaba encima de él con una sierra.
—No, claro que no.
—Pero ese tipo a lo mejor sí lo cree, porque se parece a ti, de modo que se llevó a tu mujer. Como una especie de cambalache, ¿verdad?
—Detective, no sé dónde está su novio, de veras —repliqué. Y era verdad, teniendo en cuenta la marea, las corrientes y las costumbres de los depredadores marinos.
— Ajá —dijo, y adoptó una expresión que, supuse, quería parecer pensativa—. Así que decide, ¿qué? ¿Convertir a tu mujer en una especie de obra de arte? Porque…
—¿Porque está loco? —pregunté esperanzado. Y eso también era verdad, pero no logré impresionar a Coulter.
—Ajá —repitió, sin excesiva convicción—. Está loco. Eso sería lógico, sí. —Asintió, como si intentara convencerse a sí mismo—. Muy bien, tenemos a un chalado, y él tiene a tu mujer. ¿Qué hacemos ahora?
Me miró con las cejas enarcadas, y una mirada que me alentaba a dar una solución al problema.
—No sé —respondí—. Supongo que debería denunciar el secuestro.
—Denunciar el secuestro —repitió, y asintió—. A la policía, por ejemplo. Porque la última vez, como no lo hiciste, te lo recriminé.
La inteligencia suele recibir alabanzas, pero debo admitir que me gustaba más Coulter cuando pensaba que era un idiota inofensivo. Ahora sabía que no era así, y me encontraba atrapado entre la necesidad imperiosa de ser muy cauteloso con lo que le decía y un deseo, igualmente poderoso, de romperle una silla en la cabeza. Pero las sillas buenas son caras: ganó la cautela.
—Detective —dije—, este tipo tiene a mi mujer. Puede que usted nunca se haya casado…
—Dos veces —replicó—. No salió bien.
—Bien, pues a mí sí. Me gustaría recuperarla de una pieza.
Me miró durante un largo momento.
—¿Quién es ese tipo? Sé que tú lo sabes.
—Brandon Weiss —contesté, sin saber adonde me conduciría esa admisión.
—Eso es sólo su nombre. ¿Quién coño es?
Sacudí la cabeza, sin saber muy bien a qué se refería, y todavía menos lo que debía decirle.
—¿Es el tipo que montó la exposición de cadáveres que tanto cabreó al gobernador?
—Estoy convencido de que es él.
Asintió y se miró la mano, y pensé que no colgaba de ella ninguna botella de Mountain Dew. El pobre hombre debía haberse quedado sin remesa.
—Sería estupendo capturar a ese tipo.
—Sí —admití.
—Alegraría a todo el mundo —insistió—. Sería bueno para la carrera de cualquiera.
—Supongo —dije, mientras me preguntaba si, al fin y al cabo, debería atizarle con la silla.
Coulter dio una palmada.
—Muy bien —dijo—. Vamos a por él.
Era una idea maravillosa, formulada con mucha precisión, pero vi que comportaba un pequeño problema.
—¿Adonde? —le pregunté—. ¿Adónde ha llevado a Rita?
Me miró y parpadeó.
—Si te lo ha dicho —contestó.
—No lo creo.
—Venga, ¿es que no ves la televisión pública? —me preguntó, como si hubiera cometido una especie de crimen contra los animalillos domésticos.
—No mucho —admití—. Los niños ya no tienen edad para Barney .
—Hace al menos tres semanas que salen anuncios. El Artextravaganza.
—¿El qué?
—El Artextravaganza, en el Centro de Convenciones —dijo, y empezó a sonar como un espacio publicitario—. Más de doscientos artistas de vanguardia venidos de toda Norteamérica y el Caribe, reunidos bajo el mismo techo.
Sentí que mi boca se movía en un vano intento de articular palabras, pero no salió nada. Parpadeé y probé de nuevo, pero antes de poder emitir algún sonido, Coulter movió la cabeza hacia la puerta.
—Vamos por él. —Dio un paso atrás—. Después, ya hablaremos de por qué el tipo de la bañera se parece a ti.
Esta vez sí que me puse en pie de un brinco, dispuesto a propulsarme hacia delante, pero en ese preciso momento mi móvil sonó. Más por costumbre que por otra cosa, contesté.
—Hola —dije.
—¿Señor Morgan? —preguntó una cansada voz femenina.
—Sí. —Soy Megan, del programa de actividades extraescolares. Estoy con Cody y Astor.
—Ah, sí —dije, y una nueva señal de alarma empezó a atronar en el piso principal de mi cerebro.
—Son más de las seis. Y ya he de irme a casa. Porque esta noche tengo clase de contabilidad. A las siete.
—Sí, Megan. ¿En qué puedo ayudarte?
—Como ya he dicho, debo ir a casa.
—Muy bien —contesté, con el deseo de satisfacer su deseo a través del teléfono y mandarla a casa.
—Pero los niños… Quiero decir, su mujer no ha venido a recogerlos. Están aquí. No puedo irme y dejarlos solos.
Me pareció una buena norma, sobre todo porque significaba que Cody y Astor se encontraban bien, y no en las garras de Weiss.
—Voy a buscarlos. Estaré ahí en veinte minutos.
Cerré el teléfono y vi que Coulter me miraba expectante.
—Mis chicos. Su madre no ha ido a recogerlos, y he de hacerlo yo.
—Ahora.
—Sí.
—¿Vas a buscarlos?
—Exacto.
—Aja. ¿Aún quieres salvar a tu mujer?
—Creo que eso sería lo mejor.
—Ve a buscar a los niños, y luego iremos por tu mujer. Y no intentes salir del país, o algo por el estilo.
—Detective, quiero rescatar a mi mujer.
Coulter me miró un largo rato. Después, asintió.
—Estaré en el Centro de Convenciones. Dio media vuelta y salió por la puerta.
El parque al que Cody y Astor iban cada día después de clase estaba a tan sólo unos minutos de casa, pero se encontraba al otro lado de la ciudad desde mi oficina, de modo que tardé algo más de veinte minutos en llegar. Como había tráfico de hora punta, supongo que pude considerarme afortunado por poder llegar. No obstante, tuve cantidad de tiempo para reflexionar sobre lo que le estaría pasando a Rita, y descubrí sorprendido que confiaba en que estuviera bien. Estaba empezando a acostumbrarme a ella. Me gustaba que cocinara cada noche, y yo no podía encargarme de los niños todo el rato y al mismo tiempo gozar de tiempo libre para florecer en la carrera que había elegido. Todavía no; aún faltaban unos cuantos años, cuando hubiera entrenado a los dos.
Por eso confiaba en que Coulter, con apoyos dignos de confianza, hubiera neutralizado a Weiss y Rita estuviera sana y salva, tal vez bebiendo café y envuelta en una manta, como en la televisión.
Pero eso me inspiró un pensamiento interesante, que me embargó de auténtica preocupación durante el, por lo demás, agradable trayecto entre la multitud homicida que regresaba a casa. ¿Y si encontraba a Weiss esposado, tras haberle leído sus legítimos derechos? ¿Qué pasaría cuando empezaran a hacerle preguntas importantes? Cosas como, ¿por qué lo hiciste? Y más importante todavía, ¿por qué se lo hiciste a Dexter? ¿Y sí tenía el mal gusto de decir la verdad? Hasta el momento, había exhibido una atroz disposición a hablar a todo el mundo de mí, y aunque no soy muy tímido, preferiría ocultar mis auténticos logros a la atención del público.
Y si Coulter sumaba lo que Weiss podía soltar a lo que ya sospechaba tras haber visto el vídeo, las cosas podrían ponerse muy feas en Dexterville.
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