Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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—Todo esto es muy bonito —comenté, con una sonrisa de alienta que ni siquiera me engañó a mí—. ¿Cuándo empezamos?

Chutsky resopló y guardó las armas en el maletín. Lo alzó, colgado de su gancho.

—Cuando llegue. Guarda esto en el ropero.

Cogí el maletín y me dirigí al ropero. Pero en cuanto extendí la mano para abrir la puerta, oí un tenue susurro de alas a lo lejos, y me quedé petrificado. ¿Qué pasa? , pregunté en silencio. Se oyó un tic casi inaudible, una creciente alarma, pero nada más.

De modo que introduje la mano en el maletín y saqué mi ridícula pistola, preparada para disparar cuando giré el pomo de la puerta. La abrí, y por un momento no pude hacer otra cosa que contemplar el espacio sin iluminar y esperar a que la oscuridad extendiera sus alas protectoras sobre mí. Era una imagen imposible, surrealista, onírica…, pero después de contemplarla durante lo que se me antojó muchísimo tiempo, tuve que creer en su realidad.

Era Rogelio, el amigo de Chutsky de recepción, el que nos iba a avisar en cuanto Weiss se registrara. Pero no parecía que fuera a decirnos gran cosa, a menos que le oyéramos por mediación de un tablero de ouija. Porque si había que guiarse por las apariencias, a juzgar por el cinturón tan apretado alrededor de su cuello, y la forma en que sobresalían su lengua y sus ojos, estaba extremadamente muerto.

—¿Qué pasa, colega? —preguntó Chutsky.

—Creo que Weiss ya se ha registrado —contesté.

Chutsky se levantó de la cama y se acercó al ropero. Miró un momento.

—¡Mierda! —exclamó.

Tomó el pulso de Rogelio de una forma bastante innecesaria, en mi opinión, pero supongo que existe un protocolo para este tipo de cosas. No notó el menor pulso, por supuesto.

—Puta mierda —masculló.

No entendí de qué iba a servir tanta repetición, pero él era el experto, por supuesto, de modo que me limité a mirarle mientras registraba de uno en uno los bolsillos de Rogelio.

—Su llave maestra —precisó. La guardó en el bolsillo. Sacó los accesorios habituales, llaves, un peine, un pañuelo, algo de dinero. Examinó con detenimiento el dinero—. Veinte dólares canadienses. Como si alguien le hubiera dado una propina por algo, ¿eh?

—¿Te refieres a Weiss? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—¿A cuántos canadienses homicidas conoces?

Era una buena pregunta. Como la temporada de la NHL [10] Liga Nacional de Hockey sobre hielo, compuesta por equipos de Canadá y Estados Unidos (N. del T.) había terminado hacía unos meses, sólo se me ocurrió uno: Weiss.

Chutsky extrajo un sobre del bolsillo de la chaqueta de Rogelio.

—Bingo —dijo—. Señor B. Weiss, habitación ocho-seis-cinco. —Me dio el sobre—. Supongo que son invitaciones para tomar una copa. Ábrelo.

Abrí el sobre y saqué dos rectángulos de cartón. No cabía duda: dos copas de invitación en el Cabaret Parisién, el famoso cabaret del hotel.

—¿Cómo lo has sabido? —le pregunté.

Chutsky interrumpió su macabro registro.

—La cagué —contestó—. Cuando le dije a Rogelio que era el cumpleaños de Weiss, sólo pensó en que el hotel quedara bien, y tal vez en llevarse una propina. —Levantó el billete de veinte dólares canadienses—. Esto representa la paga de un mes —dijo—. No se le puede culpar. —Se encogió de hombros—. De modo que la cagué, y él ha muerto. Y tenemos el culo hundido en mierda.

Aunque estaba claro que no había reflexionado a fondo sobre aquella imagen, comprendí a qué se refería. Weiss sabía que estábamos aquí, nosotros no teníamos ni idea de en dónde estaba o qué estaba tramando, y teníamos un embarazoso cadáver en el ropero.

—Muy bien —dije, y por una vez me alegré de poder contar con su experiencia, asumiendo, por supuesto, que tuviera experiencia en cagarla y en encontrar cuerpos estrangulados en su ropero, pero no cabía duda de que estaba más versado que yo—. ¿Qué vamos a hacer?

Chutsky frunció el ceño.

—En primer lugar, hemos de registrar su habitación. Lo más probable es que haya huido, pero pareceríamos muy estúpidos si no la registráramos. —Señaló con la cabeza el sobre que yo sostenía—. Sabemos el número, pero él no sabe necesariamente que nosotros lo sabemos. Y si está dentro…, tendremos que montar, como dirías tú, la de Duelo de titanes en su culo.

—¿Y si no está? —pregunté, porque yo también tenía la sensación de que Rogelio era el regalo de despedida y Weiss ya se estaba alejando hacia los grandes horizontes.

—Si no está en su habitación —dijo Chutsky—, e incluso si está y nos lo llevamos, en cualquier caso, y lamento decirlo, colega, nuestras vacaciones han terminado. —Señaló a Rogelio con la cabeza—. Tarde o temprano lo van a descubrir, y se armará la gorda. Tendremos que salir cagando leches de Dodge.

—Pero ¿y si Weiss se ha ido ya? —pregunté.

Chutsky meneó la cabeza.

—Él también ha de huir para salvar el pellejo. Sabe que le perseguimos, y cuando encuentren el cadáver de Rogelio, alguien se acordará de haberles visto juntos. Creo que ya se ha marchado, en dirección a las colinas. Pero por si acaso, vamos a registrar su habitación. Y después, pondremos los pies en polvorosa, muy rápido .

Yo había temido que tuviera algún plan de alta tecnología para deshacerse del cadáver de Rogelio, como sumergirlo en una solución láser en la bañera, de modo que me tranquilizó saber que, por una vez, estaba hablando con sensatez. No había visto casi nada de La Habana, salvo el interior de una habitación de hotel y el fondo de un vaso de mojito, pero estaba claro que había llegado e1 momento de volver a casa y trabajar en el Plan B.

—Muy bien —asentí—. Vamos.

Chutsky asintió.

—Buen chico. Coge tu pistola.

Así aquella cosa fría y maciza y me la metí en el cinto. La cubrí con la espantosa chaqueta verde, y cuando Chutsky cerró la puerta del ropero me encaminé hacia el pasillo.

—Pon el letrero de «No molestar» en la puerta —dijo.

Una idea excelente, suponiendo que tuviera razón en lo tocante a su experiencia. En aquel momento, sería desastroso que entrara una criada para limpiar las perchas. Colgué el rótulo del pomo y Chutsky me siguió en dirección a la escalera.

Era extraño, muy extraño, sentirme acechar algo en el pasillo tan iluminado, sin que la luna bañara mi hombro a través de las nubes, sin cuchillo brillante que refulgiera de impaciencia, sin beso feliz desde el asiento trasero a oscuras, con el Pasajero preparado para manejar el volante. Nada de nada, salvo el retumbar de los pies de Chutsky, el de verdad y el alternativo metálico, y el sonido de nuestra respiración cuando localizamos la puerta contra incendios y subimos la escalera hasta la octava planta. La habitación 865, tal como yo había supuesto, dominaba la fachada del hotel, un lugar perfecto para que Weiss situara su cámara. Nos paramos en silencio delante de la puerta, mientras Chutsky sujetaba la pistola con el gancho y agarraba con torpeza la llave maestra de Rogelio. Me la pasó e indicó la puerta con un cabeceo.

—Uno. Dos… Tres.

Introduje la llave, giré el pomo y me aparté cuando Chutsky se precipitó en el interior de la habitación con la pistola en alto, y yo le seguí, con la pistola también preparada, aunque con cierta timidez.

Cubrí a Chutsky mientras abría de una patada la puerta del cuarto de baño, después del ropero, y al final se relajaba y se guardaba la pistola en el cinto.

—Ahí está —dijo, con la vista clavada en la mesa situada junto a la ventana. Sobre ella descansaba una gran cesta de frutas, lo cual se me antojó un poco irónico, teniendo en cuenta lo que Weiss hacía con ellas. Me acerqué y miré. Por suerte, dentro no había entrañas ni dedos. Sólo algunos mangos, papayas, etcétera, y una tarjeta que rezaba, Feliz Navidad. Hotel Nacional . Un mensaje de lo más normal. Nada extraordinario. Sólo lo suficiente para conseguir que mataran a Rogelio.

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