El único comentario de Holmes sobre esta extraordinaria historia (y bastante sospechosa para mi mente de médico) fue el de inferir que Lestrade había conseguido una gran cantidad de información de sus sospechosos en un corto periodo de tiempo.
– Es un aspecto del caso que pensé que le resultaría atractivo, mi querido Holmes -dijo Lestrade cuando entramos en Rollen Row con un giro y una salpicadura-. No necesitan que se les fuerce a hablar; más bien hay que obligarles a callar, han permanecido en silencio demasiado tiempo. Y además está el hecho de la desaparición del nuevo testamento, lie descubierto que el alivio suelta las lenguas más allá de toda mesura.
– ¡Desaparecido! -exclamé, pero Holmes no hizo caso. Preguntó a Lestrade sobre este segundo hijo deforme.
– Por muy feo que sea, creo que si su padre le vituperaba continuamente era porque…
– Porque Jory era el único hijo que no necesitaba depender del dinero de su padre para abrirse camino en el mundo -dijo Holmes, deferente.
– ¡El diablo me valga! ¿Cómo ha sabido eso? -se sobresaltó Lestrade.
– Calificar a un hombre por defectos que todos pueden ver es el acto de un hombre asustado, además de ser alguien vengativo-dijo Holmes-. ¿Qué llave tenía para salir de la celda?
– Como ya le he dicho, pinta -dijo Lestrade.
– ¡Ah!
Jory Hull era, como luego probaron los lienzos que había en los salones de la casa Hull, un pintor muy bueno. No quisiera dar a entender que era un gran pintor, pero los retratos que tenía de su madre y sus hermanos eran lo bastante fieles como para que, años después, cuando vi por primera vez fotos en color, mi mente retrocediera a aquella lluviosa tarde de noviembre de 1899. Y el que tenía de su padre, y que nos mostró después… Puede que Jory se pareciera a Algernon Swinburne, pero su padre, al menos visto a través del ojo y la mano de Jory, me recordaba a un personaje de Oscar Wilde, ese roué casi inmortal de Dorian Gray.
Sus lienzos requerían un trabajo largo y lento, pero era capaz de dibujar con tal rapidez que podía volver una tarde de sábado de hacer retratos en Hyde Park con cuarenta libras en el bolsillo.
– Apuesto a que su padre disfrutaba con esto-dijo Holmes. Buscó inconscientemente su pipa y la devolvió donde estaba-. Su hijo, un par del reino, haciendo retratos a acaudalados turistas americanos y a sus novias como un bohemio francés.
– Le ponía furioso -dijo Lestrade-, pero Jory no renunció a su puesto en Hyde Park… al menos, no hasta que su padre aceptó pasarle una asignación de treinta y cinco libras semanales. Lo consideraba un vil chantaje.
– Mi corazón sangra por él -dije.
– Igual que el mío, Watson -dijo Holmes-. El tercer hijo, Lestrade… Creo que ya hemos llegado a la casa.
Como había dicho Lestrade, seguramente era Stephen Hull quien tenía más motivos para odiar a su padre. A medida que empeoraba su gota y se le nublaba más la cabeza, lord Hull iba pasándole más y más asuntos de la compañía a Stephen, que sólo tenía veintiocho años cuando murió su padre. Las responsabilidades recayeron entonces en Stephen, al igual que la culpa si su última decisión resultaba ser errónea… no recibiendo ninguna ganancia financiera si decidía correctamente.
Al ser el único de sus tres hijos que tenía algún interés en el negocio que había fundado, lord Hull debería haber mirado a su hijo con aprobación. Al ser un hijo que mantenía próspero el negocio de su padre cuando podía haber naufragado por los cada vez mayores problemas físicos y mentales de lord Hull (y todo esto siendo tan sólo un joven) debería haber sido considerado además con amor y gratitud. Sin embargo,
Stephen fue recompensado por su padre con sospechas, celos y la creencia, manifestada cada vez más a menudo, de que su hijo «robaría los peniques de los ojos de un muerto».
– ¡El muy b____________________o! -grité, incapaz de contenerme.
– Salvó el negocio y la fortuna familiar -dijo Holmes, volviendo a unir los dedos-, y su recompensa en el testamento siguió siendo la parte del botín correspondiente al hijo menor. Por cierto, ¿qué disponía el nuevo testamento para la compañía?
– Debía ser entregada al comité directivo de Hull Shipping, Ltd., sin disponer nada para el hijo -dijo Lestrade, y cogió su cigarrillo cuando el caballo enfiló el camino de entrada de una casa que, en ese momento, me pareció extraordinariamente fea, al alzarse de los mortecinos prados en medio de la lluvia-. Pero estando su padre muerto y al no haberse encontrado el nuevo testamento, Stephen Hull recibirá las treinta mil libras. El muchacho no pasará apuros. Tiene lo que los americanos llaman «empuje» y la compañía le aceptará como director gerente. Lo habrían hecho de todos modos, pero ahora será con Stephen Hull imponiendo las condiciones.
– Sí. Empuje. Una buena palabra -comentó Holmes, asomándose a continuación a la lluvia-. ¡Deténgase aquí, conductor! -gritó-. ¡Aún no hemos terminado!
– Lo que usted diga, gobernador -retrucó el conductor-, pero esto está infernalmente húmedo.
– Y usted se irá con bastante en el bolsillo como para hacer que sus entrañas estén tan infernalmente húmedas como su fachada -dijo Holmes, lo cual pareció satisfacer al conductor, que se detuvo a treinta yardas de la puerta.
Escuché como la lluvia repiqueteaba en el techo mientras Holmes reflexionaba antes de hablar.
– El viejo testamento, aquel con el que les amenazaba… ese documento no falta, ¿verdad?
– En absoluto. Estaba en su escritorio, cerca de su cuerpo.
– ¡Cuatro excelentes sospechosos! No hace falta considerar como tales a los sirvientes… o eso parece por ahora. Acabe rápido, Lestrade… Los últimos incidentes, y la habitación cerrada.
Lestrade acabó en menos de diez minutos, consultado sus notas de cuando en cuando. Un mes antes, lord Hull notó un pequeño lunar en su pierna derecha, justo detrás de la rodilla. Se llamó al médico de la familia. Su diagnosis fue gangrena, una consecuencia inusual, pero no rara, de la gota y de la mala circulación. El doctor dijo que tendría que amputarle la pierna, y bastante por encima del lugar de la infección.
Al oír esto, lord Hull se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. El médico, que esperaba una reacción muy distinta, se quedó sin habla.
– Cuando me metan en mi ataúd, tendré todavía las dos piernas, gracias, matasanos -dijo Hull.
El doctor le dijo que simpatizaba con su deseo de conservar la pierna, pero que sin la amputación moriría en el plazo de seis meses… y que pasaría los dos últimos sumido en intensos dolores. Lord Hull preguntó al doctor cuáles eran sus posibilidades de supervivencia si se sometía a la operación. Lo preguntó riéndose todavía, nos contaba Lestrade, como si fuera el mejor chiste que había oído nunca. Tras varios carraspeos y tosecillas, el doctor dijo que las probabilidades estaban a la par.
– Tonterías dije yo.
– Justo lo que elijo lord Hull -replicó Lestrade-. Pero él empleó un término algo más vulgar.
Hull le dijo al doctor que él mismo había calculado que sus probabilidades no eran mejores que una entre cinco.
– En cuanto al dolor, no creo que llegue tan lejos -continuó diciendo-, mientras haya láudano y una cuchara para removerlo.
Al día siguiente, Hull soltó su desagradable sorpresa: que estaba pensando en cambiar su testamento. Pero, no dijo en qué sentido.
– ¿Oh?-dijo Holmes, mirando a Lestrade desde esos fríos ojos grises que veían tanto-. ¿Y quién se sorprendió por ello?
– Ninguno de ellos, me parece. Pero ya conoce la naturaleza humana, y la forma en que la gente puede llegar a esperar algo pese a no tener ninguna esperanza de obtenerlo.
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