La blancura se comunicó con Holmes. El miró a su alrededor. No parecía haber ninguna parte a la que ir y no parecía haber ninguna parte en la que quedarse.
Pero tenía que actuar. Si no lo hacía, dejaría de existir.
Holmes alargó la mano como si estuviera en otra dimensión. Su mano se cerró sobre algo envuelto y metido en el bolsillo de alguien. Por el tacto supo que era un huevo duro con sal y envuelto en una servilleta.
Se descubrió llamando:
– Doctor Watson, venga aquí. Le necesito.
Me pareció oír una voz familiar llamándome. No pude moverme para obedecerla.
La voz volvió a llamarme, y esta vez supe que era Holmes y que me hablaba en mi mente.
Intenté responder del mismo modo.
– ¡Holmes! ¿Qué está pasando?
– No hay tiempo de explicaciones. ¿Puede sacamos de aquí?
– ¿Dónde es aquí?
– El 42 1/2de Threadneedle Street. En un cuarto del sótano.
Entonces recordé el golpe en la cabeza. Mi cabeza me latió ante el recuerdo. Si hubiera estado en pie y con posibilidad de ver, me habría girado en redondo para enfrentarme a mi atacante con los puños dispuestos para el combate, según las reglas del Marqués de Queensbury. Póngase en su marca o vaya contando. Dos Monteros Cazan Venados Blancos.
– ¿Qué diablos significa eso, Watson?
– Es una regla mnemotécnica para los rangos nobiliarios. Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón.
– ¡Cielos, Watson, no me diga que usted es el idiot savant!
– ¿El qué?
– No hay tiempo. No hay tiempo. Estamos atrapados en un laberinto mental. ¿Conoce usted una forma de salir?
Pues claro que la conocía. ¿Acaso no lo había estudiado? El poeta griego Simónides (500 A.C.) inventó las reglas mnemotécnicas, o asociaciones locales, basándolas en un mapa mental de una casa o una habitación. Elegí el salón del 221 B de Baker Street. Localicé lenguajes y significados de palabras en la correspondencia sin contestar atravesada por un cuchillo en el mismo centro de la repisa de madera. Relacionaba los asuntos militares con el retrato del General Gordon, los asuntos religiosos con el del reverendo Henry Ward Beecher, los asuntos musicales con el estuche de violín, siguiendo así con lodo el resto.
Al parecer, Holmes lo entendió porque me habló con urgencia en la voz.
– Entonces vuelva a la consciencia, viejo amigo, y libérenos a todos.
Eché un vistazo rápido a la sala de estar y abrí la puerta que daba a las escaleras. Me encontré sujeto por unas sábanas, pero encogí el estómago para obtener cierta holgura y pude sacar los brazos retorciéndome y removiéndome. Entonces pude quitarme un monstruoso casco de la cabeza, aunque eso supuso tener que soltar algunos cables que habían estado sujetos a mi cuero cabelludo. Me senté y miré a mi alrededor.
Estaba en una húmeda habitación donde había cuatro camas. Supe que Holmes era quien estaba en una de ellas, aunque el casco no me permitía verle la cabeza. Una mujer, también con casco, estaba en otra cama. Yo estaba en la tercera cama. La cuarta cama estaba vacía, a excepción de un casco sin usar. Unos cables conectaban los cascos unos a otros y a una pila voltaica.
– ¡Deprisa, Watson! -La voz ya no era la voz mental, sino un seco croar, apenas más fuerte que un susurro, y provenía de los labios de Holmes.
Columpié los pies hasta posarlos en el suelo, me puse en pie, y caminé, casi ebriamente, hasta donde estaba Holmes. No estaba atado, pero resultaba evidente que su casco, o las sensaciones de las que el casco era culpable, era el responsable de su inmovilidad. Le solté el casco torpemente y lo aparté arrancando varios cables con el
Holmes abrió los ojos. Nunca le había visto tan fuera de sí. Sus ojos se clavaron en la cuarta cama.
– ¡Moriarty se ha ido! -Su mirada se clavó en la mía-. ¡La hora, Watson, la hora!
Busqué apresuradamente mi reloj.
– Las dos menos cinco, aunque no sé si de la tarde o de la noche.
– ¡Cinco minutos! ¡Tengo cinco minutos para encontrar y desactivar la bomba!
Parecía desprovisto de energías, pero hizo un esfuerzo para sentarse.
Intenté impedirle que se levantara tan pronto, pero me apartó y se puso en pie sin ayuda.
– Atienda a la mujer -dijo señalando a su espalda mientras salía de la habitación tambaleándose.
Fui a atender a la mujer. Seguía estando bajo los efectos del somnífero. Era mejor así. Pobre señora Hudson.
Pobre Holmes, también. Las sábanas de la cuarta cama estaban lisas, sin marca alguna de una forma humana, y desprovistas de calor humano. En las Cataratas de Reichenbach se había enfrentado consigo mismo, había hecho las paces consigo mismo, o, al menos, había sumergido a Moriarty en los más profundos abismos de su mente. Y allí había permanecido Moriarty enterrado, hasta hacía poco, cuando el Moriarty que había en Holmes salió a la superficie para volver a enfrentarse a él una vez más por la posesión de su alma.
Holmes no tenía ningún oponente digno de él, ningún rival para su persona salvo su propia persona. Como había dicho Holmes en «Un Caso de Identidad»: «El que los dos hombres nunca estuvieran juntos, pero que uno apareciera siempre que el otro no estaba presente, resultaba muy sugerente». Y desde «La Aventura de los Planos de Bruce Partington», en que Holmes dijo: «Es una suerte para esta comunidad el que yo no sea un criminal», yo había estado preparándome subconscientemente para lo que había acabado sucediendo.
EL CASO DEL DOCTOR – Stephen King
Creo que sólo hubo una ocasión en la que yo resolviese un crimen antes que mí escasamente imaginativo amigo Sherlock Holmes. Digo creo porque mi memoria empezó a volverse borrosa por los bordes cuando alcancé mi novena década, y ahora que me acerco a la centena, toda ella se ha vuelto decididamente nebulosa. Puede que hubiera otra ocasión, pero no recuerdo si la hubo.
Dudo que alguna vez pueda llegar a olvidar este caso en particular por muy oscuros que puedan volverse mis pensamientos y recuerdos, pero sospecho que no me queda mucho tiempo para seguir escribiendo, así que pensé que debía pasarlo al papel. Dios sabe que ya no puede humillar a Holmes, pues hace ya cuarenta años que está en la tumba. Creo que es tiempo suficiente para haber dejado la historia sin contar. Ni siquiera Lestrade, que solía emplear a menudo a Holmes, aunque nunca sintió especial apego por él, rompió el silencio sobre el caso de lord Hull, aunque, considerando las circunstancias, difícilmente podría haberlo hecho. E incluso dudo que lo hubiera hecho si las circunstancias hubieran sido diferentes. Holmes y él podrían sentir una mutua enemistad, pero Lestrade sentía un respeto peculiar por mi amigo.
¿Por qué lo recuerdo tan claramente? Porque el caso que resolví, y, según creo, el único que yo resolví durante mi larga asociación con Holmes, fue precisamente aquel que Holmes deseaba resolver más que ningún otro.
Hacía una tarde húmeda y deprimente y el reloj acababa de dar la una y media. Holmes estaba sentado junto a la ventana, sosteniendo su violín pero no tocándolo, mirando en silencio a la lluvia. Había ocasiones, sobre todo cuando había dejado atrás sus días de cocainómano, en que Holmes podía ponerse taciturno hasta la displicencia cuando los cielos permanecían insistentemente grises durante una semana o más. y aquel día debía sentirse decepcionado, ya que el barómetro había estado subiendo desde la noche anterior y había predicho confiadamente que, como mucho, el cielo habría despejado para las diez de la mañana. Sin embargo, la bruma que flotaba en el aire cuando desperté se había espesado hasta convertirse en una lluvia continua. Y si había algo que pudiera volverle más taciturno que los largos periodos de lluvia, era el equivocarse.
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