Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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– Y cómo algunos se preparan para lo peor -comentó Holmes somnoliento.

Aquella misma mañana, lord Hull convocó a su familia en el salón y, cuando estuvo toda reunida, realizó un acto que pocos testadores pueden hacer y que habitual mente corre a cargo de la boca de sus abogados cuando las suyas han quedado silenciadas para siempre. Resumiendo, les leyó su nuevo testamento, dejando el total de su herencia a los volubles mininos de la señora Hemphill. En el silencio que reinó a continuación, se levantó, no sin dificultad, y les obsequió a todos con una sonrisa de calavera. Y, apoyándose en su bastón, realizó la siguiente declaración, que encuentro ahora tan impresionantemente llena de vileza como cuando Lestrade nos la repitió en el interior de aquel coche de caballos.

– ¡Ya está hecho! Todo está bien así, ¿verdad? ¡Sí, muy bien! Me habéis servido fielmente, durante unos cuarenta años, mujer e hijos. Y, ahora, pienso repudiaros con la conciencia más clara y serena imaginable. ¡Pero, animaros, que las cosas podían ser peores! Hubo un tiempo en que los faraones hacían matar a sus mascotas favoritas, principalmente gatos, antes de morir ellos, para que sus mascotas pudieran darles la bienvenida en la otra vida, y poder maltratarlas o acariciarlas, según se le antojase a su amo, para siempre… y para siempre… y para siempre.

Entonces se rió de ellos. Se apoyó en su bastón y su pálida, lívida y moribunda cara lanzó una carcajada, agarrando su nuevo testamento, que todos sabían que había sido firmado ante testigos, con la garra que era su mano.

– Señor, usted podrá ser mi padre y el autor de mi existencia -dijo William, levantándose-, pero también es la criatura más baja que se ha arrastrado por la faz de la tierra desde que la serpiente tentó a Eva en el Jardín del Edén.

– ¡En absoluto!-retrucó el anciano monstruo-. Conozco cuatro más bajas aún. Y ahora, si me perdonáis, tengo que guardar en la caja fuerte unos documentos muy importantes… y quemar en la estufa otros sin valor.

– ¿Seguía teniendo el viejo testamento cuando los reunió? -preguntó Holmes. Parecía más interesado que sorprendido.

– Sí.

– Podía haberlo quemado en cuanto se hubiera firmado y validado el nuevo -musitó Holmes-. Tuvo toda la tarde y la noche del día anterior para hacerlo. Pero no le bastaba con eso, ¿verdad? ¿Qué piensa de eso, Lestrade?

– Que estaba burlándose de ellos. Burlándose de una posibilidad que creía que todos rechazarían.

– Hay otra posibilidad -dijo Holmes-. Habló de suicidio. ¿No sería posible que un hombre así pudiera esgrimir una tentación semejante, sabiendo que si uno de ellos, Stephen parece el más probable a juzgar por lo que usted dice, lo hacía por él, luego le cogerían… y le ahorcarían por ello?

Miré a Holmes con mudo horror.

– No importa -dijo Holmes-. Prosiga.

Los cuatro se quedaron sentados, paralizados y en silencio, mientras el anciano realizaba su lento recorrido pasillo arriba hasta su estudio. No se oía otro sonido salvo el golpear de su bastón, el trabajoso carraspeo de su respiración, el triste miau de queja de un gato en la cocina y el regular latido del reloj de péndulo del salón. Entonces oyeron el chirrido de las bisagras cuando Hull abrió la puerta de su estudio y entró en él.

– ¡Un momento! -dijo Holmes cortante, inclinándose hacia delante-. No le vio entrar nadie, ¿verdad?

– Me temo que no es así, viejo amigo -repuso Lestrade-. Oliver Stanley, ayuda de cámara de lord Hull, había oído el avance de su señor hacia el estudio y salió del vestidor de lord Hull, se asomó a la barandilla de la galena, y llamó para preguntarle si se encontraba bien. Hull alzó la cabeza, y Stanley le vio con tanta claridad como yo le veo ahora a usted, viejo amigo, y respondió que se encontraba en plena forma. Entonces se frotó la nuca, entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Para cuando llegó a la puerta (el pasillo es bastante largo y debió tardar unos buenos dos minutos en llegar sin ayuda), Stephen se había recuperado del estupor e ido hasta la puerta del salón. Presenció la conversación entre su padre y el ayuda de cámara. Naturalmente, su padre le daba la espalda, pero oyó su voz y describió el mismo gesto: Hull frotándose la nuca.

– ¿Pudieron hablar Stephen Hull y ese Stanley antes de que llegara la policía? -pregunté, creí que con bastante astucia.

– Pues claro que pudieron, y probablemente lo hicieron -dijo Lestrade cansinamente-. Pero no es algo que hayan preparado.

– ¿Está seguro de eso? -preguntó Holmes, aunque no parecía interesado.

– Sí. Creo que Stephen Hull sabría mentir muy bien, pero Stanley lo haría muy mal. Usted sabrá si acepta o no mi opinión profesional, Holmes.

– La acepto.

Lord Hull entró en su estudio, la famosa habitación cerrada, y todos oyeron el ruido de la cerradura cuando echó la llave, la única llave que había de ese sancta sanctorum. Fue seguido de un sonido menos habitual, el del cerrojo asegurando la puerta.

Después, silencio.

Los cuatro, lady Hull y sus hijos, que pronto serían mendigos de sangre azul, se miraron en silencio. El gato volvió a maullar en la cocina y lady Hull dijo en tono distraído que si el ama de llaves no le daba un cuenco con leche tendría que hacerlo ella misma. Añadió que sus maullidos la volverían loca si tenía que escucharlos mucho tiempo más y salió del salón. Los tres hijos se marcharon un momento después, sin intercambiar palabra alguna entre ellos. William fue a su cuarto en el piso superior, Stephen se dirigió hacia la sala de música. Jory fue a sentarse en un banco situado debajo de la escalera, al que, según le dijo a Lestrade, acudía desde su infancia cada vez que estaba triste o tenía asuntos sobre los que le costaba pensar.

Menos de cinco minutos después, surgió un terrible grito del estudio. Stephen salió de la sala de música, donde había estado tocando al azar algunas notas aisladas en el piano. Jory se reunió con él en la puerta. William ya subía las escaleras cuando Stanley, el ayuda de cámara, salió del vestidor de lord Hull y fue hasta la barandilla de la galería por segunda vez. Vio a Stephen Hull derribar la puerta del estudio; vio a William poner el pie en las escaleras y casi caer de cara contra el mármol; vio a lady Hull aparecer por la puerta del comedor con una jarra de leche aún en su mano. Los demás sirvientes llegaron momentos después. Lord Hull estaba derrumbado sobre su escritorio con los tres hijos a su alrededor. Tenía los ojos abiertos. En sus labios había un grito, en sus ojos una mirada de sorpresa. Agarraba con una mano el testamento… el viejo. No había señal alguna del nuevo. Y tenía un puñal clavado en la espalda.

Tras decir esto, Lestrade golpeteó la pared para que el cochero prosiguiera. Entramos entre dos policías de rostro tan inmutable como los centinelas de Buckingham Palace. En la entrada había un vestíbulo muy largo, con el suelo de mármol, de losetas negras y blancas como un tablero de ajedrez. Conducía a una puerta abierta situada al final del mismo, donde había apostados dos policías más. El infame estudio. A la izquierda quedaban las escaleras, a la derecha había dos puertas, supuse que el salón y la sala de música.

– La familia está reunida en el salón -dijo Lestrade.

– Bien -respondió Holmes complacido-. Pero quizá Watson y yo podamos echar antes un vistazo a esta habitación cerrada.

– ¿Debo acompañarles?

– No es necesario -repuso Holmes-. ¿Se han llevado ya el cuerpo?

– No, cuando salí a buscarles, pero a estas alturas ya deben haberlo hecho.

– Muy bien.

Holmes empezó a andar. Yo le seguí. Lestrade le llamó.

Holmes se volvió, con las cejas enarcadas.

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