Martin Greenberg - Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes

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Las Nuevas Aventuras De Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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LAS NUEVAS AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES Es un homenaje de eminentes autores de misterio -Stephen King, John Gardner, Michael Harrison y otros- realizado en el año 1987 con motivo del centenario de la primera aparición pública de Sherlock Holmes en el Beeton’s Christmas Annual de noviembre de 1887, donde se dieron a conocer los hechos y la resolución del misterio conocido como Un Estudio en Escarlata

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El doctor Watson ha colaborado con esa revista, señora -dijo mi amigo, imperturbable-. No tengo ninguna duda de que será capaz de localizar el anuncio que menciona y comunicarse con los fabricantes, si lo cree conveniente. Y ahora, ¿en qué puedo servirla, señora?

Como ya he dicho, en aquellos tiempos semejantes damas eran conocidas colectivamente como «bellezas profesionales», considerándose miembro de este grupo mal definido a todas aquellas personas cuyos «retratos» fotográficos solían verse, enmarcados en plata, en los escaparates de las tiendas. (Incluso hoy día habrá muchos que recuerden la curiosa demanda de libelo iniciada por el coronel y la señora Cornwaillis West, a la que se unieron el señor y la señora Langtry, cuyo principal agravio era referente a unas fotografías de ese tipo de la señora West, otra más de las atractivas amigas íntimas del príncipe de Gales.)

Con un aplomo indescriptible, la dama se dispuso a contamos lo que había venido a decir. La patente (y, para mí, muy lamentable) admiración de mi amigo fue aceptada por ella como si le fuera debida, al tiempo que trataba mi evidente desaprobación con semidivertido desdén, pues apenas pude ocultar mis sentimientos. (¿Cómo iba a importarle, y mucho menos molestarle, la opinión de un médico militar con media paga, cuando el príncipe de Gales y tantos otros miembros masculinos de nuestra Familia Real buscaban, y pagaban, sus favores?

– He venido… -empezó, cuando Holmes alzó una mano para interrumpirla.

– Perdóneme, señora, pero creo poder adivinar lo que la trae aquí…

– ¿De verdad puede, señor Holmes?

Hizo la pregunta con una sonrisa en absoluto tímida, aunque fue un Holmes muy serio quien respondió.

– Sí, señora, estoy seguro de que puedo. Su visita tiene relación con las joyas retiradas de su coffre-fort del Union Bank…

– ¿«Retiradas», señor Holmes? Una curiosa expresión, ¿no cree?

– ¿De veras? Le ruego me diga qué expresión habría preferido que usara.

– «Robadas» lo describiría de una forma más breve y concisa, diría yo.

– Y yo también, de ser esa la palabra apropiada. Pero, no importa. Yo aventuraría que viene a devolver las alhajas que el príncipe Alejandro no tenía derecho a regalarle. ¿Estoy en lo correcto…?

– Sí, señor Holmes, está en lo correcto. Las tengo conmigo -y en ese momento dio unas palmadas al bolso marroquí inusualmente grande que llevaba consigo-. Las devuelvo con algunas condiciones, señor Holmes…

– Por supuesto. No esperaba menos. Y, sin duda, las condiciones son de carácter económico.

– Caballeros, ustedes son hombres de honor. ¿No querrán apoderarse por la fuerza de lo que llevo? Por supuesto que no. Bueno, pues, están en venta. Como ya sabrán, el banco se niega a compensarme por lo que según afirma, en su insolencia, nunca fue de mi propiedad, ni tampoco del príncipe Alejandro. Pensé en contratar al señor George Lewis para iniciar una demanda contra el banco… pero, no sé… Una debe tener en cuenta el posible escándalo…

(¡Santo Dios!, pensé yo, ¡no se puede tener más desfachatez!)

– Así es -comentó Holmes con gravedad, juntando las yemas de los dedos-. Creo que usted estima el valor de las gemas, ¿o quizá debo decir su coste?, en unas cuarenta mil libras, y que el banco no piensa compensarla más que con la cuarta parte de la suma, unas ¿diez mil libras? Una decisión, por parte del banco, que la hace perder unas treinta mil libras.

– Sesenta mil libras, señor Holmes… -dijo con calma la mujer.

Mi amigo se frotó la barbilla, y sus ojos se iluminaron.

– ¡Ah! ¡Creo que ya llegamos a lo que los ladrones americanos llaman «el reparto»!

– ¡Señor Holmes! ¡Eso es un insulto!

– ¿Para quién, señora? ¿Para usted o para el señor Adam Worth?

– Me abordó y se ofreció a venderme las joyas Hesse por treinta mil libras, señor Holmes. Naturalmente, me apresuré a aprovechar la oportunidad de recuperar las joyas…

– Dejando al margen el hecho de que, al tratar con un ladrón confeso, es usted culpable no sólo de ocultación de un crimen, sino de encubrimiento de esa felonía…

– ¡Bah! Bobadas, señor Holmes. Parece usted el señor Lewis con sus truquitos legales. En esto hay que ser realistas y afrontar los hechos, señor Holmes, y no ponerse quisquilloso sobre cuestiones puramente teóricas de culpabilidad o inocencia. ¿Está de acuerdo?

– Sí, me temo que lo estoy. ¿Así que el señor Worth pide treinta mil libras por las joyas? Ah, por cierto… ¿le ha pagado ya…?

El hermoso cutis de la dama enrojeció un poco.

– No… bueno, verá, señor Holmes, confía en mí…

Mi amigo se echó hacia atrás, golpeándose las rodillas con ambas manos. Rió tan sonoramente como no le había oído reír antes.

– ¡Discúlpeme, señora, pero esto no tiene precio! Es realmente espléndido -y una vez más volvió a estallar en incontrolada hilaridad. (Ya he reseñado en alguna parte lo sonoramente que podía reírse mi amigo cuando, como gustaban decir los novelistas del pasado siglo, «se provocaban sus facultades risibles».)

Pero, una vez recuperó la compostura, añadió:

– Creo que no me contradecirá si digo que no me llamó sólo para arreglar el pago con el señor Adam Worth. Eso sería llevar el altruismo demasiado lejos para ser… ¿cómo dijo?, ¿ser realistas?… realistas, entonces. Habrá que añadir algo para compensarla a usted, supongo… ¡Ah. ya veo! ¿Y cuál sería esa suma adicional? La que el banco se negó a pagar, naturalmente. Treinta para el señor Worth, y ¿treinta?, sí, treinta para usted. Sesenta mil libras. ¿Y quién, o, más bien, cómo se pagará todo este dinero? ¿Tiene alguna sugerencia?

– Toda la Familia Real -dijo con impaciencia la dama-, empezando por la reina, aprecia mucho a Sandro… al príncipe Alejandro. Desean que se case con esa bobalicona de la princesa Victoria de Prusia…

– Una joven encantadora, señora.

– Sin duda, pero estamos hablando de dinero. Todos los miembros de la Familia contribuirán si les deja bien claro que no aguantaré ninguna tontería. El príncipe de Gules…

– Puedo recordarle, señora, que yo también tengo el privilegio de conocer a Su Alteza Real, y que, según he podido observar, he llegado a la conclusión de que Su Alteza Real siempre consideró más dichoso recibir que dar.

– Eso es muy cierto -dijo la dama de mala gana-. Pero, ¿para qué perder tiempo hablando? Usted puede conseguir el dinero. Confío en usted -dijo, levantándose de nuestro rechinante sillón de mimbre, y cogiendo su gran bolso marroquí. Lo abrió, sacando de su interior una bolsa de gamuza, que vació en la pequeña mesa de nogal-. Cuando mencioné la confianza, usted sonrió, señor Holmes. Pero, aquí está la prueba. Aquí están todas las joyas Hesse que se me han entregado. Cójalas, señor Holmes. Espero recibir su cheque en un futuro no muy lejano -añadió poniéndose los guantes.

Los detalles de cómo se recaudaron las sesenta mil libras del chantaje no necesitan referirse aquí. Baste con decir que mi amigo consiguió el dinero de lo que los abogados llaman «partes interesadas», y que la señora Langtry recibió su cheque.

– Me pregunto si el señor Worth recibirá su cheque con tanta rapidez -dijo Holmes sonriendo, mientras cerraba el sobre con el rescate-. Y ahora Billy ya puede poner esto en el correo y estaré encantado de contarle lo que pienso de este notable caso.

»¿Recuerda que, hace unos años, llamé su atención sobre un relato publicado en una revista americana? The Century, Harper’s Bazaar, The Atlantic Monthly, no recuerdo exactamente cuál, pero, en todo caso, era una revista americana. Un relato memorable. Se titulaba «La dama o el tigre», y era de un escritor llamado Stockton. ¿Lo recuerda? Bien. La originalidad del cuento de Stockton estriba en que, si la mayoría de los otros relatos cuentan, en beneficio del lector, exactamente lo que sucede, Stockton, en su admirable relato breve, invierte completamente la norma, y no sólo no nos cuenta lo que sucede, sino que evita deliberadamente el contárnoslo. Nos deja a nosotros el adivinar cuál fue la elección que hizo la dama.

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