– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó Emil ;
Se detuvieron delante de una enorme pizarra donde un ferroviario uniformado, subido a una escalera, escribía horarios y destinos con una tiza.
– Necesito un lugar tranquilo para instalar maquinaria.
– Comprendo. ¿Para una noche? ¿Una semana?
– Para el mayor tiempo posible.
En una mesa próxima a la escalera sonó un teléfono, y el empleado anotó la hora de salida de un tren que se dirigía a Pavía, lo cual arrancó un quedo murmullo de aprobación, una ovación casi, entre los que esperaban.
– En el campo, quizá -contestó Emil-. Una granja, recogida, aislada. O un cobertizo en alguna parte, en algún barrio periférico, ni en la ciudad ni en el campo campo. Porque estamos hablando de Génova, ¿no?
– Sí.
– ¿A qué se refiere con maquinaria?
– Prensas.
– Ahh. -La voz de Emil se volvió cálida, el tono afectuoso y nostálgico. Conservaba recuerdos agradables de las prensas-. Grandecitas, y no precisamente silenciosas.
– No, hacen mucho ruido -coincidió Weisz.
Emil apretó los labios, intentando pensar. A su alrededor docenas de conversaciones, un altavoz dando avisos que hacían que todos se volvieran hacia el de al lado: «¿Qué ha dicho?» Y los propios trenes, el traqueteo de las locomotoras resonando en la estación abovedada.
– Esta clase de operación debería realizarse en una ciudad -aseguró Emil-. Si tuviera en mente una insurrección armada, sería distinto, pero no es el caso. Entonces tendría que ser en el campo.
– Sería mejor en la ciudad. Los que van a encargarse de las máquinas viven aquí, no pueden ir a las montañas y volver todos los días.
– Cierto, no. Allí tendrían que tratar con los campesinos. -Para Emil la palabra lo decía todo.
– Mejor en Génova.
– Sí. Sé de una opción muy buena, es probable que se me ocurra alguna más. ¿Puede darme un día para que lo piense?
– No mucho más.
– Con uno bastará. -Aún no quería marcharse-. Prensas -repitió, como si dijera amor o mañanas de verano . A todas luces era un hombre de su tiempo, más acostumbrado a suministrar armas o bombas-. Llame al número que tiene. Mañana, más o menos a esta misma hora. Le darán instrucciones. -Se volvió y se situó frente a Weisz-. Encantado de conocerlo -dijo-. Y, por favor, tenga cuidado. A los de la Sicurezza empieza a preocuparles Génova. Como les pasa a todos los perros, ellos también tienen pulgas, pero últimamente la pulga genovesa está empezando a fastidiarlos más de la cuenta. -Se aseguró de que Weisz entendía lo que quería decir, dio media vuelta y, a los pocos pasos, desapareció entre la multitud.
25 de junio.
Weisz recorrió las callejuelas de la zona portuaria y a las nueve y media estaba en la oficina de Grassone.
– ¡Signor X! -saludó Grassone al abrir la puerta, contento de verlo-. ¿Ha tenido un buen día?
– Más o menos -le contestó Weisz.
– Pues la racha continúa -repuso Grassone mientras se instalaba en la silla giratoria-. Le he conseguido el papel. Viene en vagones de mercancías desde Alemania, que es donde están los árboles.
– ¿Y el precio?
– Le tomé a usted la palabra, en lo de los rollos grandes. El precio se fija por tonelada métrica, y para usted se situará en torno a las mil cuatrocientas liras por tonelada. No sé cuántos rollos son, pero debería ser suficiente, ¿no? Y sale más barato que aquí… o dondequiera que estén imprimiendo.
Weisz se paró a pensar. Un traje de caballero costaba unas cuatrocientas liras, alquilar un piso barato salía por trescientas al mes. Supuso que estarían comprando a precio de mercancía robada, con lo que, incluyendo las pingües comisiones que se llevarían Grassone y sus cómplices, seguían consiguiendo el papel por debajo del precio de mercado.
– Es aceptable -replicó.
Pasó las liras a dólares contando con los dedos, veinte por uno, y luego a libras esterlinas, a cinco dólares la libra. Seguro que el señor Brown lo pagaría, pensó.
Grassone observaba el proceso.
– ¿Le salen las cuentas?
– Sí, perfectamente. Y, claro está, es secreto.
Grassone negó con un dedo porretón.
– No se preocupe por eso, signor X. Por supuesto necesitaré una paga y señal.
Weisz se metió la mano en el bolsillo y sacó setecientas liras. Grassone sostuvo uno de los billetes al trasluz de la lámpara de la mesa.
– Así es el mundo en que vivimos últimamente. La gente imprime su dinero en el sótano.
– Éste es de verdad.
– Lo es -corroboró Grassone, metiendo el dinero en el cajón.
– Aún no sé cuándo ni dónde, podría ser dentro de unas semanas, pero también voy a necesitar una prensa y una linotipia.
– ¿Tiene una lista? ¿Y el tamaño? ¿La marca y el modelo?
– No.
– Ya sabe dónde encontrarme.
– Lo tendré dentro de un día o dos.
– Tiene prisa, signor X, ¿no? -Grassone se inclinó hacia delante y apoyó las manos en la mesa. Weisz se percató de que llevaba un anillo de oro con un rubí en el meñique-. Aquí viene media Génova, y la otra media acude a la competencia. No hay problema, nos encargamos de la policía, y sólo son negocios. Y aquí está usted, poniendo en marcha un periódico. Estupendo. No me chupo el dedo, y me importa un pimiento lo que haga usted, pero, sea lo que fuere, puede que cabree a quien no debe, y no quiero que me salpique. Pero eso no va a suceder, ¿verdad?
– Nadie lo quiere.
– ¿Me da su palabra?
– Se la doy -respondió Weisz.
Hasta la via Corvino había una buena caminata, con los truenos retumbando a lo lejos y el resplandor de los relámpagos en el horizonte, sobre el mar de Liguria. Una chica envuelta en un abrigo de cuero se puso a su altura cuando atravesaba una plaza. Con voz cálida y susurrona le preguntó si le gustaba esto o aquello. ¿Quería pasar la noche solo? Luego, en el edificio de apartamentos, se cruzó con una pareja de ancianos que bajaba cuando él subía. El hombre le dio las buenas noches y la mujer lo miró de arriba abajo: «¿Quién era ése?» Conocían a todo el mundo, pero a él no. De vuelta en el piso, dormitó un rato y luego despertó de repente, el corazón a mil por hora. Una pesadilla.
Por la mañana el sol había salido y, en las calles, la vida latía de nuevo con fuerza. El camarero del café ya lo conocía y lo saludó como a un cliente habitual. En su periódico, La Spezia había ganado al Génova 2 a 1, con un gol marcado en el último minuto. El camarero, que echó un vistazo por encima de Weisz mientras le servía el café, afirmó que deberían haberlo anulado -había sido mano-, pero el árbitro estaba comprado, toda la ciudad lo sabía.
Weisz llamó a Matteo a Il Secolo y quedó con él una hora después, en un bar que había frente al periódico, donde se les unieron el amigo de Matteo del Giornale y otro tipógrafo. Weisz pidió café, bollos y coñac, en plan generoso, seguro de sí y divertido. «Tres monos van a un burdel, y el primero dice…» Todo fue muy relajado y afable: Weisz los llamó por sus nombres, les preguntó por su trabajo.
– Tendremos nuestra propia imprenta -aseguró-. Y un buen equipo. Y si de cuando en cuando necesitan algunas liras a final de mes, no tienen más que pedirlas.
Querían saber si era seguro. Últimamente, repuso Weisz, nada era seguro, pero él y sus amigos tendrían mucho cuidado, no querían meter a nadie en un lío.
– Pregunten a Matteo -añadió-. Nos gusta ser discretos, pero los italianos deben saber lo que está pasando.
De lo contrario los fascisti se saldrían con la suya y contarían todas las mentiras que quisiesen, y ellos no deseaban que ocurriera eso, ¿no? No. Weisz pensó que de verdad no lo deseaban.
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