– Va a estallar una guerra -aseguró Elena-. Como en el catorce, pero peor, si es que es posible. Y todas las organizaciones de la Resistencia, todos esos idealistas exquisitos se verán arrastrados a ella. Y no por sus virtuosas ideas.
– ¿Estás con Carlo?
– No me hace gracia, pero sí.
Salamone dobló la esquina y aceleró.
– ¿Quiénes son esos que van detrás de nosotros? -El Renault se hallaba de nuevo en la calle que discurría paralela a los jardines de Luxemburgo e iba cada vez más deprisa, pero los faros del otro vehículo seguían fijos en el retrovisor. Weisz se volvió para echar un vistazo y vio dos siluetas oscuras en el asiento delantero de un gran Citroën-. Tal vez debamos dejar que nos ayuden -admitió Salamone-. Pero creo que lo lamentaremos. Dime una cosa, Carlo, ¿lo que te ha hecho cambiar de opinión es ese motivo personal, esa amiga tuya, o lo harías de todos modos?
– La guerra no se avecina, ya está aquí. Y si no son los británicos hoy, serán los franceses mañana. La presión acaba de empezar. Elena tiene razón. Sólo es cuestión de tiempo. Todos tendremos que luchar, unos con armas y otros con máquinas de escribir. Y, en cuanto a lo de mi amiga, es una vida que merece ser salvada, independientemente de lo que ella signifique para mí.
– Me da igual el motivo -afirmó Elena-. No podemos continuar solos, la OVRA nos lo ha demostrado. Creo que deberíamos aceptar la oferta, y si los británicos pueden echarle una mano a Carlo para salvar a su amiga, pues estupendo, ¿por qué no? ¿Y si se tratara de ti o de mí, Arturo, si tuviésemos problemas en Berlín o en Roma, qué querrías que hiciera Carlo?
Salamone aminoró la marcha y, sin perder de vista el retrovisor, se detuvo. El Citroën hizo lo mismo y, acto seguido, despacio, esquivó el Renault y se situó a su altura. El tipo que ocupaba el asiento del copiloto volvió la cabeza y los miró un instante, luego le dijo algo al conductor y el coche se alejó.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Elena.
7 de junio, 8:20.
El café Le Repos estaba concurrido por las mañanas; los clientes se agolpaban en la barra para ahorrarse unas monedas en el café. En busca de intimidad, Weisz se había sentado a una mesa al fondo, de espaldas a un enorme espejo de pared. Esperó, con Le Journal delante, sin leer, el café una mancha oscura en el fondo de la tacita. Ni rastro del señor Brown. Bueno, Kolb se lo había advertido, esa gente hacía las cosas a su manera. Luego un hombre con una gorra de visera abandonó la barra, se acercó a su mesa y preguntó:
– ¿Weisz?
– ¿Sí?
– Venga conmigo.
Weisz dejó dinero en la mesa y lo siguió. Ya en la calle, un taxi aguardaba frente al café. El de la gorra se puso al volante, y Weisz se subió atrás, donde se hallaba el señor Brown. El señor Brown de siempre, el olor del humo de la pipa endulzando el aire.
– Buenos días -saludó con aspereza. El taxi arrancó y se fundió con el lento tráfico de la rue Dauphine-. Bonita mañana.
– Gracias por esto -dijo Weisz-. Tenía que hablar con usted, sobre los planes que tienen para el Liberazione .
– Se refiere a la pequeña charla que mantuvo con el señor Lane.
– Eso es. Pensamos que es una buena idea, pero necesito su ayuda. Para salvar una vida.
Brown enarcó las cejas, y la pipa soltó una significativa bocanada de humo blanco.
– ¿De qué vida se trata?
– De la de una amiga. Ha formado parte de un grupo de la Resistencia, en Berlín, y puede que se haya metido en un lío; hace dos días vi un cable en Reuters que podría significar que la han arrestado.
Por un momento Brown pareció un médico al que le hubiesen dicho algo terrible: por malo que fuese, él ya lo había oído.
– O sea, necesita un milagro y todo irá sobre ruedas, ¿es eso, señor Weisz?
– Quizá un milagro para mí, pero no para usted.
Brown se sacó la pipa de la boca y miró a Weisz largo y tendido.
– Así que una amiga.
– Más que eso.
– Y ¿de verdad está haciendo cosas en Berlín contra los nazis, aparte de protestar en las cenas que dan sus amigos?
– De verdad -aseveró Weisz-. Con su círculo de amistades. Algunos trabajan en los ministerios, roban papeles.
– Y se los pasan ¿a quién? Si no le importa que se lo pregunte. A nosotros no, eso seguro, no tendrá esa suerte.
– No lo sé. Puede que a los soviéticos o incluso a los americanos. No me lo quiso decir.
– Ni siquiera en la cama.
– No, ni siquiera.
– Bien hecho -aprobó Brown-. ¿Son bolcheviques?
– No lo creo. Al menos no estalinistas. Son personas con conciencia que luchan contra un régimen perverso. Y quien sea que hayan encontrado para sacar del país la información que ellos obtienen, lo más posible es que haya sido por casualidad: alguien, tal vez un diplomático, al que conocían por azar.
– O que se esforzó por darse a conocer, me atrevería a decir.
– Probablemente. Alguien que parecía de fiar.
– Seré franco con usted, Weisz. Si la ha cogido la Gestapo, no podemos hacer gran cosa. No será ciudadana británica, ¿no?
– No, es alemana. Húngara por parte de padre.
– Mmm. -Brown volvió la cabeza y se puso a mirar por la ventanilla. Al poco dijo-: Entendemos que su diario estará dirigido por un comité de algún tipo. ¿Ha hablado con ellos?
– Sí. Están dispuestos a hacer lo que nos piden.
– ¿Y usted?
– Estoy a favor.
– ¿Se atreverá?
– Sí, me atreveré a volver a sacar el periódico, sí.
– El periódico, dice. No, Weisz, si se atreverá a salir de Francia, si se atreverá a ir a Italia . ¿O es que Lane no le contó esa parte?
«Estás loco.» Pero lo tenían pillado.
– Lo cierto es que no. ¿Forma parte del plan?
– Ése es el maldito plan, muchacho. Lo queremos a usted.
Weisz tomó aire.
– Si me ayudan, haré lo que me digan.
– ¿Nos pone condiciones?
Brown, los ojos fríos, dejó la palabra flotando en el aire.
«No te equivoques en la respuesta.» Weisz sintió un tic en la comisura del ojo.
– No es una condición, pero…
– ¿Sabe lo que nos pide? Lo que quiere que hagamos es poner en marcha una operación , ¿tiene idea de lo que eso implica? No se trata de: bueno, démonos un salto hasta Berlín para salvar de los nazis a la chica del bueno de Weisz. Será preciso celebrar reuniones para tratar el asunto, en Londres , y si por algún motivo absurdo decidimos intentarlo , usted nos pertenecerá para los restos. ¿Le gusta la expresión? A mí bastante. Dice mucho.
– De acuerdo -accedió Weisz.
Brown musitó entre dientes: «Vaya engorro», y luego le dijo a Weisz:
– Muy bien, anote esto. -Esperó a que Weisz sacara lápiz y papel-. Lo que quiero que haga hoy, de su puño y letra, es que me escriba todo lo que sepa de ella. Su nombre, su apellido de soltera, si ha estado casada. Una descripción física detallada: altura, peso, cómo viste, cómo lleva el pelo. Y todas las fotografías que tenga, y he dicho todas . Sus direcciones, dónde vive, dónde trabaja, y los números de teléfono. Dónde compra, si es que lo sabe, y cuándo compra. Dónde va a cenar o a almorzar, el nombre de los criados y el nombre de cualquier amigo que haya mencionado y su dirección. Sus padres, quiénes son, dónde viven. Y alguna frase íntima que compartan ustedes dos: «mi petisú», o algo por el estilo.
– No tengo ninguna foto.
– No, claro.
– ¿Se lo doy a Kolb esta noche?
– No, escriba «Señora Day» en un sobre y déjelo en la recepción del Bristol. Antes de las doce, ¿está claro?
– Allí estará.
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