En la rue Royale había un gentío, transeúntes curiosos en su mayor parte. Cuando Weisz consiguió abrirse paso y se plantó en la plaza de la Concordia se dio cuenta de que, fueran cuantos fuesen los albaneses que habían logrado llegar a París, estaban todos allí esa noche. Seiscientos o setecientos, calculó, más varios centenares de simpatizantes franceses. No habían ido los comunistas -no había banderas rojas-, lo que había en Albania era un pequeño dictador devorado por un gran dictador, sólo quienes pensaban que no era aceptable que una nación ocupara otra y los que pensaban que, con la buena noche que hacía, ¿por qué no ir dando un paseo hasta el Crillon?
Weisz se dirigió a la fachada del hotel, donde una sábana sujeta a dos postes que se mecían con el vaivén de la multitud decía algo en albanés. Allí además gritaban consignas. Weisz pilló los nombres «Zog» y «Mussolini», nada más. A la entrada del Crillon un montón de porteros y botones formaban una barrera de contención ante la puerta, y mientras Weisz miraba empezaron a aparecer polis, las porras golpeándoles las piernas, dispuestos a entrar en acción. En la fachada del hotel se veían huéspedes asomados, señalando aquí y allá, disfrutando del espectáculo. Luego se abrió una ventana de la última planta, en la habitación se encendió una luz, y un galán de refinado bigote se asomó e hizo el saludo zogista: la mano extendida, con la palma hacia abajo, y luego al corazón. ¡El rey Zog! Por detrás de la cortina alguien alargó una mano, y de pronto el rey lucía una gorra de general, cargada de galones de oro, sobre el batín de Sulka. La multitud prorrumpió en vítores, la reina Geraldine apareció junto al rey, y ambos saludaron con la mano.
Después un idiota -«elementos antizogistas entre la multitud», escribió Weisz- lanzó una botella que se rompió en pedazos delante de un botones, el cual perdió la gorrita al apartarse de un salto. A continuación el rey y la reina se alejaron de la ventana, y la luz se apagó. Al lado de Weisz un gigante barbado hizo bocina con las manos y chilló en francés: «Eso, tú huye, miedica», comentario que arrancó una risita a su menuda amiga y un airado grito en albanés desde algún lugar de la muchedumbre. En la planta superior se abrió otra ventana, y a ella se asomó un oficial con uniforme del ejército.
La policía comenzó a avanzar esgrimiendo las porras y obligando a la gente a despejar la entrada del hotel. La pelea se inició casi de inmediato. En la aglomeración se formaron violentos corrillos, otros empujaban y se abrían paso a empellones con la intención de quitarse de en medio. « Ah -dijo el gigante con cierta satisfacción-, les chevaux . » Los caballos. Había llegado la caballería; la policía montada, con sus largas porras, bajaba por la rue Gabriel.
– ¿No le cae bien el rey? -le preguntó Weisz al gigante.
Necesitaba alguna cita de alguien, anotar unas frases, conseguir un teléfono, enviar la noticia e irse a cenar.
– No le cae bien nadie -contestó la amiga del gigante.
¿Qué sería?, se preguntó Weisz. ¿Comunista? ¿Fascista? ¿Anarquista?
Pero no llegó a saberlo.
Porque lo siguiente que supo fue que estaba en el suelo. Alguien a sus espaldas le había golpeado en la cabeza con algo, desconocía qué, lo bastante fuerte para derribarlo. No había sido una buena idea estar allí. Se le nubló la vista, un bosque de zapatos se apartó, y unas palabrotas indignadas imprecaron a alguien, al agresor, mientras éste sorteaba el gentío.
– Está sangrando -dijo el gigante.
Weisz se tocó el rostro y vio su mano roja. Tal vez se hubiera cortado con la afilada arista de un adoquín. Acto seguido empezó a palpar el suelo en busca de las gafas.
– Tome -ofreció alguien, un cristal roto, una sola patilla.
Otro metió las manos bajo las axilas de Weisz y lo levantó. Fue el gigante, que apuntó:
– Será mejor que nos larguemos de aquí.
Weisz oyó los caballos, trotando veloces hacia él. Sacó un pañuelo del bolsillo de atrás y se lo aplicó a la cabeza, dio un paso y estuvo a punto de caerse. Reparó en que sólo veía bien con un ojo, con el otro lo percibía todo desenfocado. Se apoyó en una rodilla. «Quizá esté herido», pensó.
La muchedumbre se dispersó a su alrededor, corriendo, perseguida por la policía montada y el balanceo de sus porras. Luego un poli parisino, viejo y duro, apareció a su lado. Weisz se había quedado solo.
– ¿Puede ponerse en pie? -preguntó el poli.
– Creo que sí.
– Porque, si no puede, tendré que meterlo en una ambulancia.
– No, estoy bien. Soy periodista.
– Intente levantarse.
Le temblaban las piernas, pero lo consiguió.
– Quizá un taxi -sugirió.
– Cuando pasan estas cosas nunca andan cerca. ¿Qué le parece un café?
– Sí, buena idea.
– ¿Vio quién lo golpeó?
– No.
– ¿Tiene idea de por qué?
– Ni la más mínima.
El poli meneó la cabeza, veía demasiadas manifestaciones de la naturaleza humana y no le gustaba.
– Tal vez por pura diversión. De todas formas vamos a intentar llegar al café.
Sostuvo a Weisz por un lado y lo condujo despacio hasta la rue de Rivoli, donde un café para turistas se había vaciado nada más comenzar la trifulca. Weisz se desplomó en una silla, y un camarero le llevó un vaso de agua y un paño.
– No puede irse a casa así -comentó.
Weisz invitó a Salamone a cenar la noche siguiente con el objeto de animar a un amigo que tenía problemas. Quedaron en un pequeño restaurante italiano del decimotercer distrito, el segundo mejor de París, el primero propiedad de un conocido partidario de Mussolini, razón por la cual no podían ir.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Salamone cuando llegó Weisz.
Éste había ido a ver a su médico esa misma mañana y ahora lucía un vendaje en el lado izquierdo del rostro, que había acabado con serias contusiones al darse contra el áspero adoquín, y una hinchada marca roja bajo la sien del otro lado. Las gafas nuevas estarían listas en un día o dos.
– Una manifestación callejera la otra noche -repuso-. Alguien me golpeó.
– Ya lo creo. ¿Quién fue?
– No tengo ni idea.
– ¿No hubo enfrentamiento?
– Estaba detrás de mí, huyó y no llegué a verlo.
– ¿Cómo? ¿Que alguien te siguió? ¿Alguien… esto, a quien conozcamos?
– Me pasé la noche entera pensando en ello. Con un pañuelo en la cabeza.
– ¿Y?
– Ninguna otra cosa tiene sentido. La gente no hace eso porque sí.
Salamone soltó una imprecación con más pena que enojo. Sirvió vino tinto de una gran frasca en dos vasos y, a continuación, le pasó a Weisz un bastoncillo de pan.
– Esto tiene que terminar -afirmó, el equivalente italiano de il faut en finir -. Y podría haber sido peor.
– Sí -convino Weisz-. También pensé en eso.
– ¿Qué vamos a hacer, Carlo?
– No lo sé.
Le entregó a Salamone una carta y abrió la suya. Jamón curado, cordero con alcachofas tiernas y patatitas, verduras tempranas (del sur de Francia, supuso) y, para terminar, higos en almíbar.
– Un festín -alabó Salamone.
– Eso pretendía -contestó Weisz-. Para animarnos. -Alzó el vaso-. Salute .
Salamone bebió un segundo sorbo.
– Esto no es Chianti -aseguró-. Quizá sea Barolo.
– Es muy bueno -aprobó Weisz.
Miraron al dueño, que se hallaba junto a la caja registradora y cuya inclinación de cabeza, acompañada de una sonrisa, confirmó lo que había hecho: «Disfrutadlo, muchachos, sé quiénes sois.» A modo de agradecimiento, Weisz y Salamone levantaron sus vasos hacia él.
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