Peter Lovesey - Sidra Sangrienta

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`Sidra sangrienta` es la historia de un crimen «con solera». Duke Donovan, un militar norteamericano de servicio en el Reino Unido, fue ahorcado en 1945 acusado de asesinato. Él y otro soldado ayudaron en la cosecha de manzanas en una granja, en la que se produjeron algunos disturbios. El descubrimiento de un cráneo humano en un barril de sidra condujo a la detención y condena de Duke. Un niño refugiado, Theo, fue el principal testigo en el juicio. Años después, en 1964, Theo está realizando un lectorado en una universidad y una muchacha norteamericana, Alice, que se presenta como la hija de Duke Donovan le convence para regresar al lugar de los hechos y tratar de demostrar la inocencia de su padre…

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– Y así fue -dijo ella, después de lo cual quedó en silencio.

Habíamos llegado al tramo de la carretera de Bath que se prolonga hacia el oeste de Marlborough, flanqueado a cada lado por una amplia extensión de terreno ondulado, con gran abundancia de antiguos caminos y yacimientos prehistóricos. Aunque habría podido ser una excursión sumamente agradable, la mañana era sombría. Nos desviamos a la izquierda, hacia la carretera A361. Atravesábamos Devizes cuando Alice hizo la siguiente observación. Se trataba de una perogrullada, pero habría podido ser una línea de una novela negra.

– Supongo que, después de haberle cortado la cabeza, perdió toda posibilidad de ganarse el favor de sus jueces.

– Efectivamente -admití-. El crimen pasional se había transformado en historia de horror.

– ¿Cómo lo hizo, Theo?

Me encogí de hombros.

– ¿Qué quieres decir? ¿Si lo hizo con un hacha o con una sierra? La granja estaba llena de herramientas de todo tipo.

– Debió de quedar enteramente cubierto de sangre.

– No hay hemorragia cuando se ha producido la muerte. Arrojó la cabeza en el tonel y metió el resto del cuerpo en el jeep con intención de deshacerse de él en alguna parte o de esconderlo en algún lugar recóndito, puesto que no apareció nunca más.

Si, después de esto, resulta un tanto repulsivo decir que propuse a Alice ir a comer, debo insistir en que no lo parecía en absoluto cuando se lo dije realmente. Nos paramos, pues, en un pub situado en el centro de Frome (no el Shorn Ram, que ya no existe en la actualidad) y dimos cuenta del tradicional asado con Yorkshire, típico de los domingos, en un reservado acogedor donde nadie más podía oírnos.

Alice continuó insistiendo como hasta entonces.

– Una cosa que me tiene desorientada es la reacción de la familia Lockwood. Ellos estaban enterados de lo sucedido, ¿verdad?

– No podría decirlo.

Había vuelto a entrar en una de sus fases especulativas.

– Seguramente sentían simpatía por mi padre. Después de todo, Morton había violado a su hija. Es probable que mantuvieran silencio para no perjudicarlo.

– Es muy posible.

– Cuando apareció el cráneo seguramente el granjero Lockwood también se hizo sospechoso.

– Sí.

– Pero las sospechas se trasladaron después a mi padre.

Se quedó estudiándome atentamente a través de las gafas.

– Te costaría menos de aceptar si lo llamases simplemente Duke -le sugerí con delicadeza.

Pero ella me contestó con viveza:

– Yo lo llamo como me da la gana. No me avergüenza llamarlo padre.

No tuve ninguna reacción.

Pero Alice no había terminado.

– Estábamos hablando de los Lockwood. Estaban enterados de que Barbara había sido violada, ¿no es verdad? Lo supieron cuando tú se lo dijiste y, además, la vieron después en el lamentable estado en que había quedado.

Asentí con la cabeza.

– Y en cambio no llamaron a la policía.

– A lo que se ve, no.

– ¿Y por qué no? Por el amor de Dios, Theo, este acto es un dentó criminal.

Vacilé. A decir verdad, era un punto que no me había parado nunca a considerar. Ella me forzaba a reflexionar.

– Hay una gran cantidad de violaciones que no se denuncian. A lo mejor pensaron que era una consideración a Barbara el hecho de ahorrarle los exámenes médicos y los interrogatorios.

– Quizá -dijo, mientras apartaba el plato a un lado-. Pero puede haber otra explicación, ¿no te parece? Que supieran que Cliff Morton estaba muerto.

11

Una lluvia torrencial sobre el capó de un MG descapotable es razón disuasoria suficiente para cortar cualquier conversación. Se desencadenó después de comer y no paró durante todo el trayecto hasta Christian Gifford. Dadas las condiciones, no me fue posible encontrar el pueblo sin hacer una falsa maniobra y, aun entonces, tuve que resolver el problema de localizar el prado que conducía a la granja. Yo había esperado servirme del edificio de la escuela o de la tienda de la señorita Mumford para orientarme, pero tanto uno como la otra habían desaparecido. Una hilera de nuevas casas, construidas con ese material excesivamente regular, de color ocre, que se hace pasar por piedra de Bath, dominaba ahora el centro del pueblo. Al final de la mencionada hilera de casas había una tienda llamada Quickserve, con un montón de cestas de alambre, dispuestas en la calle.

El pub de enfrente, El Alegre Jardinero, aparentemente no había cambiado, si bien en 1943, como niño de nueve años que era yo entonces, no me había fijado demasiado en el establecimiento. Todo lo que recordaba era que la amiga de Barbara, Sally Shoesmith, era la hija del tabernero. Paré el coche en la puerta y bajé para recoger algunas informaciones. En el dintel ya no figuraba el nombre de Shoesmith.

La camarera, simpática por el solo hecho de que me llamó «guapo», salió cortésmente a la puerta para indicarme el camino. No le pregunté si los Lockwood seguían siendo los propietarios de la granja. No sentía grandes deseos de volver a reunirme con ellos.

Cuando empezamos nuestro camino prado arriba, pude comprobar que aquella parte también era diferente. Donde antes me parecía recordar una huerta de manzanos, ahora había tres grandes invernaderos. Por encima del seto vivo que teníamos enfrente se elevaba un silo resplandeciente. No había ningún árbol.

Aminoré la marcha y volví la cabeza a un lado.

– ¿Seguro que es aquí? -preguntó Alice.

– Nada seguro -admití, mientras metía el coche por un camino embarrado en el que los tractores habían grabado profundos surcos-, lo que pasa es que no veo nada más.

La verdad es que no fue exactamente como Retorno a Brideshead, pero sí que sentí como un hormigueo en la base del cuello cuando, en el parabrisas húmedo, apareció un grupo de edificios de piedra. Eran más pequeños que los que componían la imagen guardada en mi imaginación, pero también más sólidos; la granja, maciza, construida con grises ladrillos, el almacén de la sidra al lado, el cobertizo con el tejado de cinc que se prolongaba hasta más allá de los límites del huerto, la estructura abierta en la que se estacionaban los vehículos de la granja, el granero grande frente a la casa y, solitario, el granero pequeño, de siniestra memoria.

– ¿Lo hemos encontrado? -preguntó Alice con un suspiro dramático.

Pronuncié en un murmullo una palabra afirmativa y, atravesando la era empedrada, avancé hasta situarme al lado de un tractor.

Alice, encorvada, se retorcía las manos:

– Estoy muy nerviosa.

– ¿Has cambiado de parecer?

– ¿Estás de guasa?

Abrió la portezuela del coche y bajó.

Nadie salió a preguntar qué queríamos. Nos quedamos en medio de la era mientras la lluvia caía con fuerza sobre nosotros. Con el bastón, le indiqué el edificio color de miel, adosado a la granja.

– La casa de la sidra. ¿Quieres entrar?

– Pues, ¡claro!

Hubiera debido de imaginarme que Gifford Farm había dejado de producir sidra en 1945. En los bares de la localidad todavía se hacían chistes macabros sobre los tiempos en que se podía beber sidra con cabeza incluida.

La maquinaria utilizada para su elaboración había desaparecido y el edificio se había convertido en depósito para el forraje de los animales, cuyo olor acre detuvo al momento nuestros pasos. Nos quedamos ante la puerta abierta.

– Éste solía ser el lugar de reunión -informé, nostálgico, a Alice, como si me hubiera pasado la vida trabajando en aquel sitio-. En un día como hoy, todos habríamos estado aquí reunidos, lamentándonos por causa del tiempo. Los domingos por la mañana esto parecía un pub y se llenaba de vecinos que venían a buscar una pinta de sidra.

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