– ¿La vio jugando a cartas con nosotros? -preguntó Barbara.
Marjorie asintió.
– Según él, ya habían acabado la partida y estaba conversando contigo, querida. Le preguntó a Paul qué pasaba.
– Lo recuerdo -continuó Paul-. Debe de haber pensado que ella le estaba contando a Barbara algo sobre él… o a punto de hacerlo. Me mandó de vuelta para «separarlas»… fueron sus palabras.
– Luego se dirigió al camarote de Katherine, entró y la esperó -Marjorie se detuvo para respirar hondo.
El capitán Rostron le habló con suavidad.
– No necesita seguir, señora Cordell.
El capitán hablaba por todos. En el silencio que siguió todos los presentes pudieron imaginarse sin esfuerzo la escena entre Livy y la aterrorizada Katherine. La atmósfera era tan vivida que de pronto Barbara gritó.
– ¡No, Livy! ¡No, no!
Paul se acercó a ella y la tomó en sus brazos.
– ¿Todavía nos necesita? -le preguntó al capitán-. Me gustaría llevar afuera a las señoras.
– Entiendo. Pero aún tenemos que descubrir lo que ha pasado con el señor Cordell. Si se quedan con nosotros un instante más estoy seguro de que el inspector Dew querrá oír de la propia boca de la señora Cordell lo que dijo su marido antes de desaparecer.
– Me ayudaría mucho -confirmó Walter.
Marjorie dudó:
– Es algo personal…
– Pero puede ayudarnos a encontrarlo -insistió el capitán con gentileza.
– No lo creo -Marjorie estaba apesadumbrada- pero se lo diré. Cuando terminó de contarme todo lo que había pasado, cómo le disparó al inspector y arrojó el arma por la borda, me dijo que lo sentía por mí, por Barbara y por Paul. Que deseaba haberme dicho antes lo que había sucedido en el Lusitania, pero que pensaba que era algo entre él y su conciencia. Después me dio un beso y se dirigió a la puerta. Allí se dio vuelta y me dijo algo que me confirmó que nunca volvería a verlo.
– ¿Qué fue, señora Cordell?
– No lo entenderían. Dijo que esperaba que fuera verdad aquello de que la vida pasa por la mente como un relámpago en el último momento, porque quería echarle otra mirada a esos tobillos sublimes en el ascensor del Baltimore. Y luego me dejó.
Los ojos del capitán bajaron y subieron con rapidez.
– Entiendo. Suena bastante definitivo. Gracias, señora. Ha demostrado ser muy valiente -hizo una seña a Paul, que se levantó y escoltó a Marjorie y Barbara fuera de la habitación.
Cuando se fueron, el señor Saxon se dirigió al capitán.
– Da la impresión de que hubiera saltado, señora. ¿Suspenderemos la búsqueda?
El capitán se volvió hacia Walter con las cejas levantadas.
– ¿Han registrado los camarotes? -preguntó Walter.
El señor Saxon lo miró con rabia.
– Por supuesto que no. Los pasajeros estaban dormidos. No se puede hacer una cosa así en medio de la noche.
– Pero sí de día -intercedió el capitán Rostron-, El inspector tiene razón. Tenemos que continuar con la búsqueda. Ocúpese de eso, por favor, señor Saxon -en cuanto se cerró la puerta le comentó a Walter-: Un hombre bastante eficiente, pero ya ve por qué nunca sería un buen detective, inspector. Ahora debo ir al puente. Supongo que ya estaremos muy cerca del faro Ambrose y el práctico va a subir a bordo. Si es posible, me gustaría volver a verlo después de que atraquemos.
– Por supuesto.
Cuando subió a cubierta la encontró ya llena de baúles. Se abrió paso entre la gente y alcanzó a ver una franja azul sobre el mar. Sonrió. Los Estados Unidos, por fin.
El barco se detuvo para dejar subir al práctico. La gente se agolpó contra las barandas para ver trepar la diminuta figura por la escala de Jacob. Sonó la sirena y el barco se puso otra vez en marcha, pasando Sandy Hook a través de Lower Bay hacia Narrows. Hubo otra parada en el lugar cerca de Staten Island llamado Quarantine y allí subieron los oficiales de inmigración. Y con ellos la prensa.
El ayudante del comisario de a bordo se acercó a Walter a preguntarle si iba a atender a los periodistas. Walter dijo que no. Que era muy difícil hacer algún comentario en ese momento y que iría a su camarote a preparar las maletas. Pero al darse la vuelta una voz estalló en su interior. Keystone había obtenido una foto del verdadero inspector Dew.
Manhattan brillaba sobre el agua y el Mauretania hizo sonar la sirena para anunciar su llegada. Los pasajeros que llegaban por primera vez identificaban con mucha excitación el edificio Woolworth y otros lugares famosos. La estatua de la Libertad estaba más cerca y dominaba el panorama.
En la cubierta se entregaban las últimas propinas a los camareros y la gente que había compartido mesas o partidas de cartas se despedía. La tripulación arreglaba las cosas y el barco tocó la sirena por última vez.
Alma estaba colgada del brazo de Johnny mientras él le explicaba la rutina del desembarque. El equipaje sería llevado a distintos puntos del muelle identificados con las letras del alfabeto. Como la B de Baranov estaba a unos cincuenta metros de la F, tendrían que separarse.
– Pero no te preocupes, querida, todo lo que tienes que hacer es controlar tu equipaje y esperar que lo revise un vista de aduana. Cuando termines, espérame. Tengo que asistir a la descarga del Lanchester, pero no voy a tardar mucho. Y después, un buen almuerzo en el Waldorf para ambos.
Durante la siguiente hora Alma descubrió uno de los fallos de Johnny: era demasiado optimista. Habían bajado por la pasarela y tomado posiciones en las letras correspondientes, pero el único equipaje que estaba allí era el de los camarotes. El Lanchester seguía en la bodega. De todos modos disfrutó de la escena, del crujir de los cabrestantes, el pulsar de las dinamos, los gritos de los hombres.
– ¿Todavía esperando?
Se volvió y encontró a Walter de pie junto a ella.
– Vine a ver si te podía ayudar -explicó.
Alma estaba agradecida. Siempre la había tratado con bondad.
– Es que no ha llegado todo. Están esos baúles de Lydia.
– Tres -confirmó Walter-, Están allí.
Estaban en un lugar adonde no había mirado, unos metros más allá de la letra B. Walter llamó a un mozo y los hizo colocar junto a las cosas que Alma había dejado. Luego consiguió un vista para revisarlos. Mientras lo hacían, vieron cómo bajaban el Lanchester de la bodega número 2 en el otro extremo. Parecía muy frágil suspendido sobre el muelle, pero lo apoyaron sin problema y Johnny se acercó para controlar que sacaran el aparejo sin dañar la brillante carrocería.
– Vamos -dijo Walter-. Llevemos el equipaje de mano.
– ¿Y tu equipaje?
– Puede esperar. Tengo que volver a subir a bordo para ver al capitán -levantó una maleta y acompañó a Alma por entre las numerosas pilas de equipaje hasta donde habían descargado los coches. Johnny estaba inspeccionando el suyo para ver que no tuviera rayaduras.
– Es muy amable de su parte, inspector.
– No es nada -sonrió Walter-. ¿La pongo en el portaequipajes?
– Déjelo, hombre todavía tengo que abrirlo -Johnny buscaba la llave en su bolsillo.
– No es necesario -replicó Walter-, Creo que lo encontrará abierto -agarró la manija y levantó la tapa.
– ¿Qué demonios…? -exclamó Johnny sorprendido.
Dentro y medio oculto por una frazada, estaba Livy Cordell. Se sentó parpadeando por el sol.
– Supuse que sería usted, inspector -saludó con resignación.
Pero Walter miraba a Alma y era difícil decir si su sonrisa era de satisfacción o de sorpresa.
– No sé cómo expresarle mi agradecimiento, inspector -comentó el capitán Rostron- es un triunfo de la investigación. Creo que hasta sobrepasa el caso Crippen. Todo el mundo se va a enterar de esto.
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