Deborah Crombie - Todo irá bien

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La muerte durante el sueño de Jasmine Dent, aquejada de un cáncer incurable, no extraña a nadie, hasta que su vecino de escalera, el comisario de Scotland Yard Duncan Kincaid, intuye por ciertos indicios desconcertantes que su fallecimiento no ha sido causado por la enfermedad y ordena una autopsia. El diagnóstico es claro: muerte por sobredosis de morfina. ¿Suicidio o asesinato? Asesinato. El hallazgo del diario íntimo de Jasmine, iniciado en la India, donde su padre estaba destinado, cuando sólo tenía diez años, y el testimonio de las personas que se movían a su alrededor, en el presente y en el pasado, constituirán para Kincaid y su ayudante Gemma James el punto de partida de una laboriosa investigación que pondrá en evidencia los designios ocultoslas ambigüedades, las desalmadas ambiciones y también la bondad de unos seres humanos. Todos ellos podrían ser culpables, pero sólo uno será señalado por Kincaid.

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– No me habrás llamado para que venga a ver el paisaje. ¿Qué pasa?

Kincaid le explicó las circunstancias de la muerte de Jasmine, y más vacilante, sus dudas. Mientras hablaba, observaba a Toby, que excavaba alegremente con un palo la tierra de su única maceta de pensamientos.

– Soy un estúpido, pero siento cierta responsabilidad, como si la hubiera defraudado.

A la claridad del día, Gemma se fijó en las ojeras y las arrugas que le marcaban la boca. Volvió a mirar por encima del tejado, pensativa.

– ¿Erais muy amigos?

– Sí, al menos eso creo yo.

– Bueno -Gemma se apartó del panorama de mala gana- vamos a echar un vistazo, ¿no?

– Luego os invito a Toby y a ti a almorzar al pub, y después a dar un paseo por el parque, ¿vale? -propuso con tono ligero, pero Gemma percibió cierta súplica, y se le ocurrió que su superior, normalmente tan controlado, temía pasar solo aquel día.

– ¿Es un soborno?

Él sonrió.

– Si tú quieres.

***

Lo primero que advirtió Gemma en el piso de Jasmine Dent fue el olor, difícil de detectar, dulce y especiado al principio. Arrugó la nariz, tratando de situarlo, luego su rostro se iluminó.

– Es incienso. No lo había olido desde que iba al colegio.

Kincaid se quedó perplejo.

– ¿Qué?

– ¿No notas el olor?

Él olió y negó con la cabeza.

– Estaré acostumbrado.

Gemma sofocó una ilógica oleada de celos ante la idea de que hubiera pasado tantas horas en aquel piso con una mujer de la que ella nada sabía. No era asunto suyo lo que hacía o dejaba de hacer.

Miró a su alrededor mientras mantenía un ojo vigilante sobre Toby. La acumulación de toda una vida, pensó, de una mujer a quien le gustaban los objetos, sus colores y texturas y su procedencia más que su valor material.

En una pared había grabados y Gemma se acercó para estudiarlos. El del centro era una fotografía color sepia de Eduardo VIII de joven en uniforme de escolta, sonriente y apuesto, mucho antes de sus preocupaciones por su relación con la señora Simpson y de la abdicación. ¿Un recuerdo de los padres de Jasmine, tal vez? A su lado, un delicado grabado color dorado claro que retrataba a dos príncipes indios con turbante, montados en elefantes y cargando uno contra el otro, con sus ejércitos formados detrás de ellos. El artista no parecía tener conocimientos de perspectiva, y los elefantes parecían flotar en el aire, dando a toda la composición un aspecto estilizado y caprichoso.

Gemma se dirigió a la ventana del salón y pasó los dedos ligeramente por los elefantes tallados en madera que desfilaban por el alféizar.

– ¿Verdad que los elefantes traen suerte? Ven, Toby, mira esto. ¿A que son bonitos? -se volvió hacia Kincaid y preguntó-. ¿Crees que puede jugar con ellos? Parecen bastante fuertes.

– Por qué no.

Se acercó a ella y levantó la ventana de guillotina, se asomaron juntos y miraron hacia abajo, al jardín.

– ¡Ohhh!

Gemma soltó la exclamación cuando vio el cuadrado de hierba verde esmeralda, suave como un campo de golf, bordeado por filas de tulipanes de colores, coronados por forsitias y por los brotes de los ciruelos.

– ¡Qué bonito! -Pensó en su parterre reseco, casi siempre más barro que hierba, y miró a Toby, ocupado en alinear los elefantes trompa con cola-. ¿No podría…?

– Mejor que no -Kincaid sacudió la cabeza-. Si acaso, cuando podamos bajar con él. Si pisa los tulipanes, el comandante se lo come. -Hizo una mueca y revolvió el cabello claro de Toby-. ¿Crees que deberíamos dividirnos…?

Entonces oyeron el maullido, apenas audible incluso en el silencio del piso. Se volvieron y vieron salir al gato negro de debajo de la cama de Jasmine y encogerse, dispuesto a retirarse.

– ¡Un gato! No me habías dicho que tuviera un gato.

– Siempre se me olvida -dijo Kincaid, un poco avergonzado.

Gemma se arrodilló y lo llamó. Tras vacilar unos instantes, el gato dio unos pasos hacia ella y Gemma lo atrajo hacia sí, cogiéndolo por la barbilla.

– ¿Cómo se llama?

– Sid. A mí no me hace ni caso -dijo, molesto.

– Tal vez mi voz le recuerde a la de ella -aventuró Gemma.

Kincaid se arrodilló para ver la comida que había metido bajo la cama.

– Pero todavía no ha comido.

– No me extraña -Gemma arrugó la nariz asqueada ante la comida endurecida-, hay que darle algo mejor.

Dejó al gato en el suelo y rebuscó por los armarios de la cocina hasta que encontró una lata de atún.

– Esto funcionará.

Abrió la lata y puso una cucharada de atún en un plato limpio, luego lo colocó delante del gato. Sidhi olisqueó y la miró, luego abordó el plato y probó un mordisco.

Kincaid se había alejado hacia el salón mientras tocaba objetos, ausente, antes de pasar a otra cosa.

Así no vamos a ninguna parte, se dijo Gemma por lo bajo, recordando su habitual actitud decidida. Ahora no vería una rueda de molino en medio del comedor, ¿verdad, Sid?

El gato hizo caso omiso de ella, concentrado como estaba en la comida.

Kincaid se detuvo frente a la sólida librería de roble y contempló los lomos como si fueran a revelarle algo si los miraba fijamente. Los libros estaban muy comprimidos en los estantes, ocupando todo el espacio posible. Gemma llegó a su lado y echó un vistazo a los títulos. Scott, Forster, Delderfield, Galsworthy, una colección encuadernada en piel muy gastada de Jane Austen…

– No hay ninguno nuevo -observó Gemma con extrañeza-. Ni ediciones económicas, ni superventas, ni libros de amor o de misterio.

– Releía éstos. Eran como viejos amigos.

Gemma lo miró mientras él observaba los libros, decidiendo tomar las riendas de la situación.

– Mira, tú empiezas por el escritorio, ¿vale? Y yo registro el dormitorio.

Kincaid asintió y se acercó al secreter. Se sentó en la silla, que parecía demasiado delicada para aguantar su cuerpo de metro ochenta, y abrió la tapa, expeditivo.

El pequeño dormitorio de Jasmine daba al norte, a la calle, y Gemma encendió la lámpara de pantalla del tocador. La habitación tenía una estrecha cama individual con una colcha bien tirante, el tocador, una mesilla y un pesado armario. Al contrario que el salón, no reflejaba nada de la personalidad de su propietaria. Gemma percibió que la habitación se usaba sólo para dormir y guardar cosas, no estaba habitada del mismo modo que el resto del piso.

Empezó por el tocador mientras se abría paso suavemente entre capas de ropa interior y botes medio vacíos de cosméticos. En el cajón de más abajo, debajo de la ropa interior y de las medias, había un marco boca abajo. Gemma lo levantó y le dio la vuelta. Una joven de ojos oscuros la miraba desde una foto en blanco y negro. Quitó la parte trasera del marco y examinó el reverso de la foto. Ponía, en pulcras letras a lápiz: «Jasmine, 1962». Gemma volvió a mirar la foto. El cabello oscuro era largo y liso, con raya en medio; el rostro, ovalado y pequeño; la boca con un asomo de sonrisa por algún secreto no compartido con el observador. A pesar de la fecha del dorso, la chica parecía antigua, podría servir de modelo para una madonna renacentista.

Gemma abrió la boca para llamar a Kincaid, pero dudó y volvió a dejar con cuidado la foto encima de todo del cajón, boca abajo.

Fue hasta el armario y abrió las pesadas puertas. Casi todo eran buenos trajes de chaqueta, vestidos y algunos caftanes de seda. Gemma pasó admirada la mano por los tejidos, luego levantó los pantalones y jerseys de los cajones.

El estante superior del armario tenía filas de cajas de zapatos. Gemma se quitó los suyos para encaramarse al estante inferior y levantó la tapa de una de las cajas para mirar dentro. Luego se apresuró a sacar las cajas del estante y a ponerlas en la cama, quitándoles las tapas.

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