En ese momento, Melanie, la motivadora, parecía disgustada.
– ¿Qué opinas de todo esto, Melanie? -le pregunté apresuradamente.
Ella se relajó visiblemente cuando di muestras de reconocer su estatus de propietaria. Anoté mentalmente que debía cuidar mis palabras cuando ella estuviese delante, ya que Bankston vivía en una de «mis» casas. A buen seguro, Melanie sabía de la relación que Bankston y yo habíamos mantenido en el pasado, y no le costaría nada hacerse ideas incorrectas sobre nuestra relación arrendador-arrendatario.
– El ejercicio ha hecho maravillas en Bankston -declaró con naturalidad. Pero había un tufillo inconfundible en sus palabras. Melanie quería transmitirme un mensaje específico: Bankston y ella estaban manteniendo relaciones sexuales. Me sorprendió un poco su empeño por que yo me enterara. Sus ojos brillaron, denotando que había un fuego interior que contrastaba con la serenidad aparente. Bajo su melena lisa y negra de corte conservador, bajo su sencillo vestido, Melanie estaba guerrera. Era de caderas y pechos generosos, pero de repente los vi como debía de verlos Bankston: como símbolos de fertilidad en vez de impedimentos. Y tuve otra revelación: no solo se estaban acostando, sino que lo hacían a menudo y de manera exótica.
Observé a Melanie con más respeto. Cualquiera capaz de engañar al escrutinio colectivo de Lawrenceton delante de sus mismas narices bien se lo había ganado.
– Alguien llamó por teléfono antes de que llegaras -empecé diciendo, y me prestaron una atención deliberada. Pero antes de poder contarles el asunto, oí un estallido de risas desde la puerta que se abría. Mi amiga, Lizanne Buckley, entró acompañada por un pelirrojo muy alto. Verla allí fue toda una sorpresa. Era de las que se leían los libros de un año para otro, y sus aficiones, si es que las tenía, no incluían los crímenes.
– ¿Qué demonios hace ella aquí? -inquirió Melanie. Parecía desconcertada, y decidí que teníamos a una nueva Mamie Wright en ciernes.
Lizanne (Elisabeth Anna) Buckley era la mujer más guapa de Lawrenceton. No necesitaba esforzarse lo más mínimo para que todos los hombres se le echaran a los pies, y nunca lo hacía. Ella nunca dudaba en pasarles por encima, tranquila y sonriente, sin bajar nunca la mirada. Era amable, a su manera pasiva y lánguida, y concienzuda, siempre que no se le exigiera demasiado. Su trabajo como recepcionista y telefonista en la compañía eléctrica le sentaba como un guante (y a la compañía también). Los hombres pagaban sus facturas sin dilación y con una sonrisa dibujada en la cara, y cualquiera que se pusiese quisquilloso al teléfono era remitido a instancias superiores en el tótem de mando. En persona, nadie se ponía quisquilloso. Para el noventa por ciento de la población era sencillamente imposible mantener el enfado ante la presencia de Lizanne.
Pero era de las que requieren un entretenimiento constante por parte de sus novios, y el pelirrojo alto de nariz ganchuda y gafas de montura metálica parecía muy empeñado en ello.
– ¿Sabes quién es el que viene con Lizanne? -pregunté a Melanie.
– ¿No lo reconoces? -Su sorpresa era un poco sobreactuada.
Así que se suponía que debía conocerlo. Volví a examinar al recién llegado. Llevaba pantalones holgados y una chaqueta deportiva marrón claro en combinación con una camisa blanca sencilla. Tenía unas manos y unos pies enormes y su pelo bastante largo flotaba sobre su cabeza en un halo cobrizo. Tuve que agitar la cabeza.
– Es Robin Crusoe, el escritor de novelas de misterio -dijo Melanie, triunfante.
La administrativa de una aseguradora metiéndole un gol a la bibliotecaria en su propio campo.
– Parece distinto sin la pipa en la boca -indicó John Queensland por detrás de mi hombro derecho. John, nuestro adinerado promotor inmobiliario y presidente, iba inmaculado, como de costumbre: traje caro, camisa blanca, el pelo color crema suave y su personalidad afilada como una flecha. Se había vuelto una persona más interesante para mí desde que salía con mi madre. Sentía que debía de haber más sustancia debajo de esa apariencia tan estereotipada. Después de todo, era un experto en Lizzie Borden [3]. ¡Y estaba convencido de que era inocente! Un auténtico romántico, si bien lo ocultaba de maravilla.
– ¿Y qué está haciendo aquí? -pregunté en plan práctico-. Con Lizanne.
– Lo averiguaré -respondió John inmediatamente-. Tengo que darle la bienvenida de todos modos, como presidente del club. Por supuesto que los visitantes son bienvenidos, aunque no recuerdo que hayamos tenido ninguno antes.
– Espera, tengo que contarte lo de la llamada -dije apresuradamente. El visitante me había distraído-. Cuando llegué hace unos minutos…
Pero Lizanne me había divisado y ya se dirigía hacia nuestro pequeño grupo arrastrando a su célebre acompañante.
– Roe, os he traído compañía esta noche -anunció Lizanne con su agradable sonrisa. Nos presentó a todos con soltura, ya que Lizanne conoce a todo el mundo en Lawrenceton. Mi mano acabó engullida en la grande y huesuda del escritor, y vaya si me la estrechó. Eso me gustaba; odio que la gente te dé una mano lánguida y te deje el trabajo a ti. Levanté la mirada hacia su boca rugosa y sus pequeños ojos avellanados. El conjunto me agradaba.
– Roe, te presento a Robin Crusoe, que acaba de mudarse a Lawrenceton -dijo Lizanne-. Robin, esta es Roe Teagarden.
Me dedicó una elogiosa sonrisa, pero estaba con Lizanne, así que no saqué conclusiones.
– Pensé que Robin Crusoe era un seudónimo -me murmuró Bankston al oído.
– Yo también -susurré-, pero se ve que no.
– Pobre tipo, sus padres debían de estar mal de la cabeza -comentó Bankston con una risa disimulada, hasta que, por mis cejas arqueadas, se dio cuenta de que estaba hablando con alguien que se llamaba Aurora Teagarden [4].
– Conocí a Robin cuando vino a contratar los servicios de la luz -le estaba comentando Lizanne a John Queensland. John agasajaba como era debido a Robin Crusoe, feliz de tener a un personaje tan conocido en nuestro pequeño pueblo. Le señalaba que, si deseaba, se quedase mucho tiempo y todas esas cosas. John le presentó a Sally Allison, que estaba departiendo con nuestro socio más reciente, un oficial de policía llamado Arthur Smith. Si Robin era un tipo larguirucho, Arthur era bajo y recio, con una melena basta, rizada y pálida y la mirada decidida del toro que se sabe el macho más poderoso de la manada.
– Eres afortunada de haber conocido a un escritor tan famoso -le dije a Lizanne, celosa. Aún sentía la necesidad de hablar con alguien acerca de la llamada, pero Lizanne no era la persona más adecuada. Seguro que ni siquiera sabía quién era Julia Wallace. Y resultó que tampoco sabía quién era Robin Crusoe.
– ¿Escritor? -dijo con indiferencia-. Estoy aburrida.
La observé, incrédula. ¿Aburrida con Robin Crusoe?
Una tarde, cuando había ido a la compañía eléctrica a pagar mi recibo, me confesó: «No sé por qué, pero por mucho que me guste un hombre, tras salir con él una temporada, me cansa un poco. Me cuesta mucho actuar como si me siguiese interesando, y al final tengo que decirle que ya no quiero salir más con él. Siempre se molestan», añadía con una agitación filosófica de su brillante melena negra. La solitaria de Lizanne nunca se había casado, vivía en un diminuto apartamento cerca de su trabajo y comía en casa de sus padres todos los días.
Robin Crusoe, escritor deseable, llamaba la atención junto a Lizanne. Ella parecía… adormecida.
Se materializó de nuevo a su lado.
– ¿En qué parte de Lawrenceton vives? -pregunté, ya que el nuevo parecía muy consciente de que no bailaba al son de la música local.
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