Para mantener las manos ocupadas mientras la mente volaba libre, continué la remodelación de un viejo cofre de madera de dos cajones que llevaba meses en mi cuarto de invitados a la espera de un momento como ese. Tras pelearme con él para bajarlo por las escaleras y disponerlo en el patio, la actividad resultó ser lo que necesitaba.
Por supuesto que no dejé de pensar en el incidente de los bombones, preguntándome si la policía ya se habría puesto en contacto con mi padre. Era incapaz de imaginar qué pensaría de todo ese asunto. Mientras me frotaba las manos en la pila de la cocina una vez acabado el trabajo, afloró en mi mente una nueva idea, una que debía haber surgido antes. ¿Sería el envío de los bombones a mi madre la imitación de otro crimen? Fui a la estantería y me puse a consultar todos mis libros de asesinatos reales. No encontré nada, así que el intento no imitaba ninguno de los asesinatos más célebres registrados. Jane Engle, mi compañera de la biblioteca, contaba con una colección literaria más importante que la mía, así que le llamé para contarle mi ocurrencia.
– Me suena de algo…, es un asesinato que tuvo lugar en Estados Unidos, según creo recordar -dijo Jane, interesada-. ¿No es extraño, Roe? ¿Imaginabas que algo así pudiera darse en Lawrenceton? ¿A nosotros? Porque empiezo a pensar que esto está pensado para nosotros, los socios de nuestro pequeño club. ¿Has oído que encontraron el bolso de Mamie en el coche de Melanie Clark?
– ¡Melanie! ¡Oh, no me lo puedo creer!
– Puede que ahora la policía se lo esté tomando en serio, pero, Roe, tú y yo sabemos que es ridículo. Quiero decir, Melanie Clark. Es una distracción.
– ¿Eh?
– Matan a uno de los socios del club y usan a otro para distraer con respecto al verdadero culpable.
– ¿Crees que quien matase a Mamie se llevó el bolso y lo dejó deliberadamente bajo el asiento del coche de Melanie? -dije lentamente.
– Por supuesto. -Podía imaginar a Jane de pie, en su diminuta casa llena de los muebles de su madre, su moño plateado brillando en medio de estanterías de libros repletos de muertes escabrosas.
– Pero quizá Melanie y Gerald Wright tenían algo entre ellos -protesté débilmente-. Puede que Melanie lo haya hecho de verdad.
– Aurora, ya sabes que está como loca por Bankston Waites. La pequeña casa que tiene alquilada está justo al final de mi calle y no he podido evitar percatarme de que el coche de él siempre está aparcado delante. -Jane tuvo el tacto de no mencionar si eso incluía pasar la noche.
– El coche de ella también pasa mucho tiempo aquí -admití.
– Entonces -dijo Jane de modo convincente- estoy segura de que el asunto de los bombones es otra reedición de un crimen clásico, ¡y apuesto a que la policía encontrará el veneno en la cocina de otro de los socios del club!
– Es posible -argumenté lentamente-. Entonces ninguno de nosotros está a salvo.
– No -contestó Jane-. La verdad es que no.
– ¿Quién podría tenernos tanta manía?
– Querida, no tengo la menor idea. Pero puedes estar segura de que le daré vueltas, y ahora mismo voy a buscar un caso que se parezca al tuyo.
– Gracias, Jane -dije, y colgué sin poder dejar de pensar en mis circunstancias.
No tenía nada especial que hacer esa noche, como venían siendo mis sábados por la noche de los últimos dos años. Justo después de mi habitual banquete semanal de pizza y ensalada, recordé que quería llamar a Amina a Houston.
Milagrosamente, di con ella. Amina no estaba en casa un sábado por la noche desde hacía doce años, pero pensaba salir más tarde, según me dijo después. Su cita era con un director de departamento de una tienda que trabajaba hasta tarde los sábados.
– ¿Qué tal por Houston? -pregunté, melancólica.
– ¡Genial! ¡Siempre hay algo que hacer! Todos los compañeros de mi trabajo son muy simpáticos. -Amina era secretaria judicial de primera.
La gente casi siempre se mostraba amistosa con Amina. Era una chica delgada, con la cara llena de pecas, y muy extrovertida, casi de mi edad. Habíamos crecido juntas, fuimos a la universidad juntas y aún nos considerábamos muy buenas amigas. Amina se había casado y divorciado infantilmente, la única interrupción en su dilatada carrera de flirteos. No era exactamente guapa, pero sí irresistible; era risueña, puro nervio en las conversaciones, y nunca se le escapaba la posibilidad de meterse en una. Tenía un gran talento para disfrutar de la vida y maximizar cada recurso innato o adquirido (no era precisamente rubia natural). De repente pensé que tenía que haber sido la hija de mi madre.
Cuando Amina terminó de contarme cómo le iba en el trabajo, le lancé la bomba.
– ¿Que encontraste un cadáver? ¡Qué asco! ¿De quién? -gritó Amina-. ¿Estás bien? ¿Estás teniendo pesadillas? ¿Los bombones estaban realmente envenenados?
Como era mi mejor amiga, le dije la verdad:
– No sé si el chocolate estaba envenenado. Sí, estoy teniendo pesadillas, pero, al mismo tiempo, todo esto me parece algo muy emocionante.
– ¿Crees que estás a salvo? -me preguntó con ansiedad-. ¿Quieres venir y quedarte conmigo hasta que termine todo? ¡No puedo creer que te esté pasando a ti! ¡Pero si eres un cielo!
– Bueno, sea un cielo o no -repuse sombría-, está pasando. Gracias por preguntar, Amina. Cuenta con que vaya a verte pronto, pero de momento tengo que quedarme aquí. No creo que corra un especial peligro. Supongo que era mi turno, y la cosa salió bien. -Pasé por alto la especulación con Arthur de que el asesino podría seguir matando, así como la conjetura de Jane Engle de que quizá todos acabaríamos implicados. Fui directamente al terreno que más dominaba Amina.
– Tengo un problemilla -empecé diciendo en cuanto tuve toda su atención. Los matices y los detalles entre ambos sexos eran pura rutina para Amina. No había tenido nada que contarle en ese sentido desde nuestros días en el instituto. Costaba creer que personas adultas aún jugaran a ese tipo de juegos.
– Así que -dijo mi amiga cuando terminé de hablar- Arthur está un poco resentido porque ese Robin haya pasado la tarde en tu casa, y Robin intenta decidir si le gustas lo suficiente para mantener el comienzo de vuestra relación a la vista del aire ligeramente posesivo de Arthur. Aunque Arthur todavía no es dueño de nada, ¿verdad?
– Verdad.
– Y todavía no has tenido una cita con ninguno de estos dos mozos, ¿verdad?
– Verdad.
– Pero Robin te ha invitado a almorzar en la ciudad el lunes.
– Ajá.
– Y se supone que os tenéis que ver en su aula.
– Sí.
– Y Lizanne ha descartado oficialmente a Robin. -Amina y Lizanne siempre habían tenido una curiosa relación. Amina funcionaba sobre la personalidad y Lizanne sobre las apariencias, pero las dos habían sondeado la población masculina de Lawrenceton y las localidades colindantes con una cadencia asombrosa.
– Lizanne finalmente me lo ha pasado a mí -le dije a Amina.
– No es avara -le concedió ella-. Si se cansa de ellos, se lo hace saber y luego los deja libres. Bien, si vas a verte con él en la universidad, eres consciente de que estará sentado en un aula llena de jovencitas haciendo méritos para meterse en la cama de un escritor famoso, ¿no?
– Tiene un atractivo convencional -dije-. Tiene encanto.
– ¡Bueno, pues no te pongas ninguna de esas combinaciones de blusa y falda que siempre llevas al trabajo!
– ¿Y qué me sugieres? -inquirí fríamente.
– Mira, tú me has llamado para pedirme consejo -me recordó Amina-. Está bien, te lo voy a dar. Has pasado por algo horrible. Nada te hará sentir mejor que ropa nueva, y te la puedes permitir. Así que pásate por la tienda de mi madre mañana, cuando abra, y cómprate algo nuevo. Quizá un vestido clásico, de estilo rústico. Ponte unos pendientes discretos, ya que no eres muy alta. Y quizá alguna cadena de oro. -¿Alguna? Tendría suerte si encontraba la que mi madre me había regalado por Navidad. Los novios de Amina le regalaban cadenas de oro en cualquier ocasión, de todas las longitudes y densidades que pudieran permitirse. Debía de tener una veintena-. Eso debería bastar para un almuerzo informal en la ciudad -concluyó.
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