Bill se acuclilló a mi lado.
– Tengo que levantarte -me informó.
– Oh, no -comencé a decir-. Debe de haber otro modo.
Pero sabía que no. Y Bill también. Antes de que me anticipara al dolor que iba a sufrir, deslizó el brazo debajo de mí, pasó el otro por mi entrepierna y en un instante me tuvo colgada sobre su hombro.
Grité muy alto. Traté de no echarme a llorar, para que de esa forma Bill pudiera escuchar a un posible agresor, pero digamos que no lo hice muy bien. Bill comenzó a correr por el camino de vuelta al coche. El vehículo ya estaba en marcha, y el motor zumbaba con suavidad. Abrió la puerta trasera y trató de introducirme con suavidad pero rápidamente en el asiento del Cadillac. Era imposible no provocarme más dolor del que ya sufría, pero al menos lo intentó.
– Fue ella -dije, cuando fui de capaz de balbucir algo coherente-. Fue ella quien estropeó el coche y quien hizo que yo saliera de él. -Cada vez tenía más claro que había sido ella la que había provocado la pelea.
– Hablaremos de eso en un rato -prometió. Aceleró hacia Shreveport, a la máxima velocidad posible, mientras yo clavaba las uñas en la tapicería en un intento por mantener el control.
Todo lo que recuerdo de aquella carrera es que me pareció durar dos años.
* * *
De algún modo, Bill me llevó hasta la puerta trasera del Fangtasia y la pateó hasta llamar la atención de los de dentro.
– ¿Qué? -Pam sonaba hostil. Era una preciosa vampira rubia con la que me había encontrado en un par de ocasiones, una persona sensible y con bastante buen olfato para los negocios-. Oh, si es Bill. ¿Qué ha ocurrido? Oh, yum , está sangrando.
– Haz que venga Eric -dijo Bill.
– Está esperando aquí -comenzó a decir, pero Bill la ignoró y continuó su camino mientras yo rebotaba en su hombro como una bolsa de deporte. Estaba tan aturdida para entonces que no me hubiera importado mucho si me hubiera dejado en la pista de baile, pero en lugar de eso entró como una exhalación en la oficina de Eric conmigo y con un enfado tremebundo.
– Esto va a tu cuenta -ladró Bill, y yo gemí cuando me agitó para llamar la atención de Eric. No imagino cómo podía haberle pasado inadvertida; era una mujer adulta, y casi con total certeza, la única que sangraba en su oficina.
Me hubiera encantado desmayarme y así evitarme todo aquello. Pero no ocurrió. Solo podía quedarme allí y quejarme.
– Vete a la mierda -gruñí.
– ¿Qué has dicho, cariño?
– Vete a la mierda.
– Debemos ponerla sobre el sofá -decidió Eric-. Aquí, déjame… -Sentí otro par de manos agarrar mis piernas. Bill se colocó por debajo de mí, y entre ambos me situaron con todo cuidado en el amplio sofá que Eric había comprado hacía no mucho para su oficina. Exudaba ese olor a nuevo tan característico, y era de cuero. Me alegré, teniendo en cuenta que lo tenía a menos de un centímetro de la cara, que no fuera de tela-. Pam, llama al doctor. -Oí pisadas que salían de la habitación, y Eric se agachó hasta colocarse al nivel de mi rostro. Lo que era bastante, puesto que Eric, alto y corpulento, parecía justo lo que era: un vikingo-. ¿Qué te ha ocurrido? -preguntó.
Lo miré tan encolerizada que apenas era capaz de hablar.
– Soy un mensaje para ti -susurré-. Esa mujer de los bosques paró el coche de Bill, y es probable que nos obligara a discutir entre nosotros, para luego presentarse ante mí junto con su cerdo salvaje.
– ¿Un cerdo? -Eric no se hubiera sorprendido más que si le hubiera dicho que en ese momento tenía un canario en la nariz.
– Oink, oink. Un jabalí. Un cerdo. Y dijo que quería enviarte un mensaje. Me di la vuelta a tiempo para evitar que me alcanzara en la cara, pero me golpeó en la espalda y luego se marchó.
– Tu cara. Ese era su objetivo -musitó Bill. Vi sus manos temblar sobre los muslos, y también su espalda, mientras deambulaba en círculos por la habitación-. Eric, sus cortes no son muy profundos. ¿Qué le pasa?
– Sookie -dijo Eric con educación-, ¿qué aspecto tenía esa mujer?
Su cara estaba junto a la mía, y su pelo dorado casi caía sobre mí.
– Parecía una chiflada, eso es lo que parecía. Y te llamó Eric Northman.
– Ese es el nombre que utilizo ahora para moverme entre los humanos -confesó-. ¿Pero a qué te refieres cuando dices que parecía una chiflada?
– Sus ropas estaban rasgadas y tenía sangre en la boca y en los dientes, como alguien que acaba de cazar una presa viva. Llevaba una vara o algo así, y de ella pendía un objeto. Su cabello era largo y enmarañado… A propósito de pelo, el mío se me está pegando a la espalda -resollé.
– Ya veo. -Eric comenzó a apartar el cabello de mis heridas, donde la sangre actuaba como pegamento al espesarse.
Pam entró entonces, junto al doctor. Esperar que Eric hubiera llamado a un doctor normal y corriente, la clase de persona que va con un estetoscopio y un palito de esos para examinarte la garganta, era condenarse al desengaño. El doctor era una enana que apenas tenía que inclinarse para mirarme a los ojos. Bill se agitó, estremecido a causa de la tensión, mientras la pequeña mujer examinaba las heridas. Vestía unos pantalones blancos y una túnica, como los doctores del hospital; bueno, más bien como los doctores hacían antes de que comenzaran a llevar ese verde, o azul, o lo que fuera. Solo la nariz ya ocupaba gran parte de su cara, y su piel tenía un matiz aceitunado. El pelo, castaño dorado y poco cuidado, era increíblemente espeso y ondulado. Lo llevaba muy recogido. Me recordó a un hobbit . Tal vez lo fuera. Mi comprensión de la realidad había sufrido unos cuantos reveses en los últimos meses.
– ¿Qué clase de médico eres? -pregunté, aunque me llevó cierto tiempo conseguir articular las palabras.
– De los que curan -respondió con una voz mucho más profunda de lo que había imaginado-. Has sido envenenada.
– Así que es por eso por lo que pienso que voy a morir -murmuré.
– Lo harás en breve -añadió.
– Muchas gracias, doc. ¿Y qué puede hacer al respecto?
– No hay muchas alternativas. Has sido envenenada. ¿Has oído hablar de los dragones de Komodo? Tienen la boca repleta de bacterias. Pues bien, las heridas de las ménades poseen el mismo nivel de toxicidad. Después de que un dragón te haya mordido, la criatura te sigue durante horas y aguarda a que las bacterias acaben contigo. En el caso de las ménades, la agonía forma parte de la diversión. En el caso de los dragones de Komodo…, quién sabe.
Gracias por el capítulo de National Geographic, doc.
– ¿Qué puede hacer al respecto? -pregunté entre dientes.
– Curar las heridas exteriores. Pero tu corriente sanguínea está infectada, y ha de ser extraída y reemplazada. Es un trabajo para vampiros.
La buena doctora parecía alegre ante la perspectiva del trabajo en equipo. Se giró para encarar a los vampiros reunidos.
– Si solo uno de vosotros consume la sangre envenenada, estará condenado. Es la magia de la ménade lo que actúa aquí. Aunque el mordisco del dragón de Komodo no sería problema alguno para vosotros, chicos. -Rió con ganas.
La odiaba. El dolor me hacía llorar.
»Así que -continuó-, cuando termine, cada uno de vosotros tomará un poco, por turnos. Será como una transfusión.
– De sangre humana -dije, para que quedara bien claro. Había bebido la sangre de Bill una vez para sobrevivir a heridas fatales y otra para superar a una especie de examen, y también tenía sangre de otro vampiro en mi interior por accidente, por muy sorprendente que suene. Había empezado a notar cambios desde la ingesta de sangre, cambios que no quería que aumentaran al tomar otra dosis. La sangre de vampiro era la droga de moda entre los ricos, y por lo que a mí respectaba, se la podían quedar toda.
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