Él se movió incluso más cerca, lo supo por su olor. De pronto estaba por todas partes, alrededor de ella, dentro de ella. Sintió la calidez de su aliento en las sienes, el ligero toque de sus labios. Eran suaves excepto por una pequeña aspereza de su piel, haciéndola consciente de la cicatriz de cuchillo que le cruzaba la boca. Aquella ligera aspereza le envió una espiral de calor por todo el cuerpo. De hecho, se le contrajo el útero. Mari no quería responder a él. No quería sentir nada más que la necesidad de escapar. No quería sentirse culpable por haber usado la navaja, recordándole la forma en que su cuerpo había sido mutilado.
– Todo va bien, Mari. Nadie te culpa por intentarlo. Todos lo hacemos, es para lo que estamos entrenados. Al menos espera a que estés algo más fuerte y solucionaremos este desastre. No llegarás muy lejos tal y como estás ahora.
Si esperaba hasta que estuviese más fuerte, tendrían tiempo de asegurarse de que no hubiese oportunidad de escapar. Respecto a lo de volverse más fuerte, su cuerpo se curaba más rápido de lo que creían. La pierna estaba mal -puede que no pudiese usarla- pero había formas…
Esta vez sus labios le rozaron la oreja.
– Te estoy leyendo la mente, ¿sabes?
Movió la mano bruscamente en reacción. Ivy, antes de que Whitney la matara, había podido leer a las personas tan bien como si fuesen objetos, simplemente con tocarlos. Era más que posible que Ken tuviese el mismo talento… y entonces sabría lo que sentía cuando la tocaba.
Apareció la humillación que se mezcló con la furia. Levantó la mano rota sin pensar, en dirección a su nariz, deseando aplastársela contra el cráneo. Era su enemigo y no volvería a apoyarse en la atracción que había entre ambos. O quizás tan sólo se sentía mortificada porque no había atracción entre los dos, sino únicamente de un lado.
Cogió su muñeca con una fuerza casi despreocupada, agarrándole ambos brazos sobre la cabeza y sujetándolos allí, atrayendo su cuerpo sobre el de ella en una posición bastante dominante. Aquello la hizo hervir de furia. Mari tuvo que luchar contra el impulso de arremeter hacia delante y morderlo como un animal rabioso… o quizás arrancarle la ropa del pecho para ver si la red de cicatrices que estaba segura le cubrían el pecho y el estómago desaparecía más abajo, hacia sus estrechas caderas y sus ingles.
– Deja de removerte.
– Sal de encima.
– Cálmate primero. Acabo de salvarte la vida, granuja desagradecida.
Se reía de ella. Maldito fuese, se estaba riendo de ella. Mari pudo ver el rastro de humor en sus ojos. No sonrió ni cambió de expresión, pero sentía su risa, y la hacía desear explotar… o quizás presionar la boca contra la suavidad de la suya, sólo para sentir la caricia de aquella ardiente aspereza una vez más.
Furiosa consigo misma, casi se cayó de la cama, la adrenalina corría por su cuerpo, pero no cedería ante él.
Permaneció pegada a la camilla como si no se diese cuenta de sus propios forcejeos.
– Sal. De. Encima. -Soltó cada palabra entre los apretados dientes-. Te juro que te arrancaré el corazón con mis propias manos.
La brillante mirada de él vagó lenta y casi posesivamente sobre su cara.
– No quieres hablarme de esa manera. Me estás excitando.
El corazón de Mari se aceleró y los pechos le hormiguearon de anticipación. El pecho de él estaba demasiado cerca. A un suspiro de sus doloridos senos. Era algo pervertido sentirse de aquella manera, sentirse la cautiva de un hombre, estamparle el codo en la cabeza y que aún así, su cuerpo reaccionara como el de una gata en celo. En aquel momento se odió a sí misma, odió la forma en que despreciaba a Brett y a los otros hombres. Ahora lo entendía, entendía cómo podía el deseo controlar los sentidos y hacer a un lado la disciplina y el entrenamiento, hasta que todo en lo que uno pudiese pensar fuese en calmar una necesidad química.
¿Lo sabía él? ¿Estaba alimentando la adicción adrede con su proximidad? Si ese era el caso, estaba jugando a un juego verdaderamente mortal. Obligó a su cuerpo a relajarse y lo miró, frunciendo el ceño, deseando parecer intimidatoria.
– Las viudas negras se comen a sus amantes.
Él le liberó las muñecas y deslizó un dedo por su mejilla, la punta del dedo rodó sobre sus labios, quedándose como si perteneciese allí. Cuando lo miraba, cuando la tocaba, sentía la furia alejarse antes de poder cogerla y mantenerla. Le hacía algo, la hacía sentir completa y en paz. Quizás era un peculiar talento psíquico suyo. ¿Podría hacerle eso Whitney a las personas? ¿Podía hacerlo de manera que temblase con necesidad y aún así se sintiese entera por dentro sólo con tocar a aquel hombre?
– No creo que me importe demasiado si me odias -contestó, su voz casi un ronroneo.
Una vez más Mari sintió la corriente eléctrica que corría entre los dos, provocando chispas en su piel y calentando su sangre hasta convertirla en una espesa corriente líquida. Un escalofrío de necesidad le recorrió la columna. Sólo pudo mirarlo, sintiéndose vulnerable y femenina en lugar de cómo el soldado que sabía que era. Nunca se había sentido así, tan femenina que no podía referirse a él de otra manera que no fuese viéndolo como un hombre en su totalidad. No se atrevió a hablar, asustada de que se diese cuenta de que estaba temblando debido a su toque, no de miedo ni de furia.
Cogió su barbilla con la mano y le movió la cabeza a un lado para examinarle la frente.
– Vas a tener un moretón. Dejaré que el doctor le eche un vistazo, pero creo que podemos apañárnoslas sin él. ¿Necesitas más medicación para el dolor?
Los dedos se movieron sobre su punzante sien, aliviando algo del escozor.
– No.
Era una descarada mentira, pero le miró directamente a los ojos, porque no podría encargarse de aquel hombre si estaba drogada. Necesitaba toda su inteligencia si quería sobrevivir.
– Vamos a moverte, Mari, y va a doler.
– Ya he sentido dolor antes.
Algo cruzó brevemente el inexpresivo rostro, un rápido atisbo de una emoción que supo que era importante, pero no pudo verla bien ni identificarla. Pero no estaba hecho de piedra. Eso seguro.
– ¿Estás lista?
Mari se dio cuenta de que era el doctor, y no Jack, quien ocupaba la posición a los pies de la camilla. Jack parecía sombrío y llevaba una pistola en la mano. No hubo dudas en su mente de que tenía intenciones de usarla contra ella si hacía algún mal movimiento hacia su hermano. Una parte de ella admiró aquello; otra parte archivó la información para un futuro uso. Era un soldado y su deber era escapar. Ya no le debía lealtad a su trabajo, pero sí a su unidad, y estaba decidida a que Whitney no la atrapara en su trampa, no importaba lo adictivo que fuese el cebo, porque aquello tenía que ser otra sádica trampa de Whitney.
Mari asintió y se tocó los labios secos con la lengua. Prefería ser torturada antes que sentirse de esa forma, confusa e indefensa y tan femenina que se moría de necesidad. La tortura, el deber y la disciplina eran cosas que entendía. No había forma de entender el calor de su cuerpo y la sangre que latía en sus venas. Su conciencia de Ken era increíble, como si cada sentido -cada célula de su cuerpo- estuviera sintonizada con él.
Intentó endurecerse cuando la levantaron, pero nada podía prepararla para el dolor que la desgarró, ahuyentando todo lo demás, robándole el aliento y el pensamiento, aclarándole la cabeza por un momento para poder ser lo que era, fuerte y valiente, y mantener el control. Era aquella a la que las otras mujeres admiraban, la rebelde que se había negado a ceder a las últimas exigencias de Whitney. Era la que había alentado la idea de escapar -si aquello era todo lo que les quedaba- y la que había prometido que si todas la ayudaban a conseguir una oportunidad para ver al senador, le convencería para que las liberara.
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