Christine Feehan - Ligada al agua

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Lo último que Lev Prakenskii recordaba era estar perdido en las procelosas corrientes del océano y ser engullido en la nada de un gélido remolino junto a la localidad costera de Sea Haven. Con la misma rapidez es salvado milagrosamente por una hermosa desconocida. Pero Lev no recordaba quién era… ni por qué parecía poseer el violento instinto de un asesino adiestrado. Lo único que sabía era que temía por su vida y por la de su inesperada salvadora.
Su nombre era Rikki, una pescadora de erizos de mar en Sea Haven. Siempre había sentido afinidad con el océano y con el seductor influjo de las mareas. Y ahora sentía esa misma atracción por el enigmático hombre al que había rescatado. Pero pronto se encontrarán unidos por algo aún más fuerte y sus tentadores secretos los engullirán a ambos en un torbellino de embriagadora pasión e ineludible peligro.

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Se apartó de Blythe sintiéndose casi como si no pudiera respirar.

– Tengo que moverme.

– Prométeme que tendrás cuidado.

Rikki asintió. Era más fácil que discutir.

– Diviértete en la boda y di hola de mi parte.

Era mucho más fácil ser social a través de las otras. Todas eran queridas y tenían tiendas u oficinas en Sea Haven, eran una parte importante de la comunidad. Rikki estaba siempre en el margen y era aceptada más porque formaba parte de la Granja que por ella misma. Los residentes de Sea Haven habían aceptado a las mujeres de la familia provisional de Rikki cuando se mudaron aquí unos pocos años antes, todas tratando de recuperarse de varias pérdidas.

Forzó una sonrisa porque Blythe había sido la que le había dado un lugar al que llamar hogar.

– Realmente estoy bien.

Blythe asintió y le entregó la taza de café vacía.

– Mejor que lo estés, Rikki. Estaría perdida si algo te sucediera. Eres importante para mí, para todas nosotras.

Rikki no supo cómo responder. Estaba avergonzada e incómoda con las emociones y Blythe siempre lograba evocar emociones reales, de la clase que te desgarraba el corazón y que era mejor dejar solas. Rikki sentía demasiado cuando se permitía sentir y no lo bastante cuando no. Se empujó fuera de la silla y miró como se alejaba Blythe, enojada consigo misma por no haberle preguntado por qué estaba corriendo tan temprano esa mañana, por qué no podía dormir. En vez de eso, supo que piratearía el ordenador de Blythe y leería su diario personal y luego trataría de encontrar un modo de ayudarla.

Rikki no tenía inconveniente en invadir la intimidad si pensaba que tenía una buena razón. El hecho de que fuera inepta para el diálogo sin sentido con aquellos por los que se preocupaba le daba todas las razones en el mundo. Blythe, de todas las mujeres, era un enigma. Rikki era una observadora y advertía cómo Blythe les traía paz a todas ellas, como si tomara un poquito de sus cargas en ella misma.

Rikki suspiró y tiró el resto del café a la tierra. Azúcar en el café. ¿Qué se traía entre manos? Alzó la mirada al cielo limpio e intentó concentrarse en eso, pensar en su mar, la gran extensión de agua, toda azul, gris y verde. Colores calmantes. Incluso cuando ella estaba de lo más tempestuosa e imprevisible, el océano le traía calma.

Volvió a la casa, dejando la puerta mosquitera cerrada, pero la puerta trasera abierta de par en par para no sentirse tan encerrada. Sacó rápidamente brillo a las alacenas donde Blythe las había tocado dejando huellas indetectables, lavó las tazas de café y con cuidado aclaró el fregadero alrededor de la cafetera.

Tarareó ligeramente mientras empaquetaba el almuerzo. Necesitaba calorías altas, mucha proteína y azúcar. Sandwiches de mantequilla de cacahuete, dos con plátanos, aunque hubiera un viejo dicho que decía que los plátanos daban mala suerte, y un puñado de chocolatinas de mantequilla de cacahuete para mantenerla en marcha. Su trabajo era agresivo y duro, pero lo amaba y se deleitaba en ello, especialmente los aspectos solitarios de estar debajo del agua en un ambiente enteramente diferente, uno donde ella prosperaba.

Agua extra era esencial y se llenó una cantimplora mientras se preparaba y comía un gran desayuno, mantequilla de cacahuete sobre tostadas. No le gustaba el azúcar en el café pero no era lo bastante estúpida para zambullirse sin tomar las calorías suficientes para sostener sus funciones corporales en las frías aguas.

Comió, con la tostada en la mano, normalmente no utilizaba platos. Sus hermanas le habían dado el conjunto más hermoso con conchas marinas y estrellas de mar rodeando cada plato. Lavaba con cuidado la vajilla entera los jueves y su maravilloso conjunto de ollas y cacerolas los viernes, pero siempre los exponía para poder mirarlos mientras comía su bocadillo.

Había lavado y aclarado su traje de neopreno la noche antes y se había asegurado de que el equipo estuviera reparado. Rikki reparaba su propio equipo religiosamente esperando ese momento cuando todos sus sentidos le dirían que habría calma y podría ir a hacer submarinismo. Su equipo siempre estaba listo y guardado, así en el momento en que sabía que podía zambullirse, estaba lista.

Su barco y el camión estaban siempre en óptimas condiciones. No permitía que nadie más pisara su barco, excepto las mujeres de su familia, y eso era raro. Nadie excepto Rikki tocaba el motor. Nunca. O a su bebé, el compresor de aire Honda Copco Atlas. Sabía que su vida dependía de un buen aire. Utilizaba tres filtros para quitar el monóxido de carbono que había matado a dos conocidos locales unos pocos años atrás.

Conocía las mareas gracias al diario de Mareas del norte de California, su Biblia. Aunque hubiera aprendido el libro de memoria, lo leía diariamente por diversión, una obligación que no podía parar. Hoy tenía un reflujo mínimo de marea y una pleamar con suerte sin corrientes, unas condiciones de trabajo óptimas donde quería zambullirse.

A pesar de las preocupaciones de Blythe, Rikki consideraba realmente la seguridad de suprema importancia. Guardó el traje de neopreno y el equipo en el camión junto con su equipo de reserva, los buzos, especialmente Rikki, mantenían generalmente un repuesto de cada pieza del equipo a mano en el barco por si acaso, en un contenedor cerrado herméticamente, que comprobaba periódicamente para asegurarse de que funcionaba. Momentos más tarde estaba conduciendo hacia el puerto de Port Albion, tarareando un CD de Joley Drake. La bastante famosa familia Drake vivía en el pequeño pueblo de Sea Haven. Las Drake eran amigas de sus hermanas, especialmente de Blythe y Lexi, pero Rikki nunca había hablado realmente con ninguna de ellas, especialmente no con Joley. Adoraba la voz de Joley y no quería correr el riesgo de cometer errores sociales a su alrededor.

Extrañamente, nunca había estado molesta por las opiniones de los otros sobre ella. Las amistades eran demasiado difíciles de manejar. Tenía que trabajar demasiado duramente para encajar, para encontrar las cosas correctas de decir, así que era más fácil sólo ser y no preocuparse de lo que la gente pensara de ella. Pero con alguien a quien admiraba, como Joley, no iba a correr riesgos. Mejor mantener las distancias.

Rikki cantaba mientras conducía por la carretera, mirando ocasionalmente al océano. El agua brillaba como joyas, atrayéndola, le ofrecía la paz que tanto necesitaba. Había estado unos pocos meses indultada sin pesadillas pero ahora regresaban como una venganza, viniendo casi cada noche. La pauta era familiar, una aflicción que había sufrido muchas veces con el paso de los años. Lo único que podía hacer era capear la tormenta.

El fuego había destruido a su familia cuando tenía trece años. Definitivamente un incendio provocado, habían dicho los bomberos. Un año y seis meses más tarde, un fuego había destruido la casa de acogida donde se alojaba. Nadie había muerto, pero había prendido fuego.

El tercer fuego se había llevado su segunda casa de acogida en su decimosexto cumpleaños. Ella había despertado, el corazón latiendo salvajemente, incapaz de respirar, ya ahogándose con el humo y el temor. Se había arrastrado sobre las manos y rodillas a los otros cuartos, despertando a los ocupantes, avisándolos. Todos habían escapado, pero la casa y todo el interior se había perdido.

Las autoridades no creyeron que Rikki no hubiera comenzado ninguno de esos fuegos. No lo podían demostrar, pero nadie la quería después de eso. Nadie confiaba en ella y la verdad era que ella no confiaba en sí misma. ¿Cómo habían comenzado los fuegos? Uno de los muchos psicólogos sugirió que Rikki no podía recordar el haberlo hecho, y quizá esto era verdad. Había vivido en instalaciones públicas, lejos de los otros. Incendiaria, la habían llamado, comerciante de la muerte. Había soportado las provocaciones y luego se volvió violenta, protegiéndose con fuerza despiadada y brutal cuando sus torturadores llegaron al abuso físico. Fue marcada como alborotadora y ya no le importó.

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