Maggie echó un vistazo atrás. Lo que los rastreaba se había detenido. Levantó la barbilla, otro temblor atravesó su cuerpo. Algo miraba y esperaba para atacar. ¿Se dirigían hacia una emboscada? No conocía a ninguno de los hombres. Había confiado en un abogado acerca del que sabía muy poco. Lo había investigado, desde luego, para asegurarse de que era legítimo, pero eso no significaba que no hubiera sido engañada. Las mujeres desaparecen cada día.
– ¿Señorita Odesa? -Era el alto rubio-. No parezca tan asustada. Nada va a pasarle.
Esbozó una pequeña sonrisa. Su afirmación no se llevó su miedo a lo desconocido, pero estaba agradecida de que él lo hubiera notado y lo hubiera intentado.
– Gracias. El bosque estaba tan tranquilo y de repente se siente tan… - Peligroso . La palabra estaba en su mente pero no quería decirla en voz alta, darle vida. En cambio emparejó su paso al del rubio.
– Por favor llámeme Maggie. Nunca he sido muy formal. ¿Cómo se llama usted?
Él vaciló, echó un vistazo hacia la izquierda en el espeso follaje.
– Donovan, señorita… er… Maggie. Drake Donovan.
– ¿Ha estado en el pueblo a menudo?
– Tengo una casa allí -admitió él- todos tenemos casas allí.
El alivio se cernió sobre ella. Sintió que un poco de la tensión dejaba su cuerpo.
– Esto me tranquiliza. Comenzaba a pensar que había heredado una pequeña choza en medio del bosque o tal vez en lo alto de uno de los árboles. -Su risa era baja. Ronca. Casi seductora.
Maggie parpadeó por el choque. Allí estaba otra vez. Ella nunca sonaba así, aunque ahora por dos veces su voz había parecido una invitación. No quería que Drake Donovan pensara que ella estaba animándolo. ¿Qué le estaba ocurriendo? Algo le pasaba, algo que no le gustaba en absoluto. Sabía que algo estaba mal, todo sobre eso se sentía mal, su cuerpo rabiaba con una necesidad urgente, primitiva.
A varias yardas de distancia, Brandt se regaló la vista con ella a través del espeso follaje. Ella era todo y más de lo que había esperado. No era alta, pero no había esperado que lo fuera. Su cuerpo era curvo, con pechos lozanos y buenas caderas, cintura pequeña y piernas fuertes. Su pelo era espeso y lujurioso, una riqueza de seda roja dorada. Sus pestañas eran rojizas, sus ojos tan verdes como las hojas de los árboles. Su boca era una tentación pecaminosa.
Hacía un calor opresivo y ella sudaba, una mancha oscura en el frente de su camisa moldeaba sus pechos altos, firmes. Había una línea húmeda en la parte de atrás, llamando la atención sobre la curva de su espalda, de sus caderas. Sus vaqueros caían flojos sobre sus caderas, exponiendo una extensión atractiva de piel y revelando un ombligo que encontró sumamente atractivo. Él tenía muchas ganas de capturarla justo ahí mismo, arrastrarla lejos de los otros hombres, y reclamar lo que le pertenecía. Le había tomado demasiado tiempo encontrarla y el Han Vol Dan [1]estaba casi sobre ella. El podía adivinarlo. Los demás podían adivinarlo. Ellos trataban de no mirar lo que no les pertenecía, pero ella era tan sensual, tan atractiva y abrumadora, que estaban reaccionando con la misma furiosa hambre que él sentía. Brandt se sintió mal por ellos. Le estaban haciendo un favor, a pesar del peligro para todos ellos por las abrumadoras emociones. Él había estado rastreando a los cazadores furtivos cuando ella había llegado y los hombres habían ido a buscarla en su lugar, para traérsela.
La lluvia comenzó a caer a grandes gotas, tratando de penetrar el follaje más pesado encima de ellos, aumentando la humedad. El aguacero bañó el bosque con colores iridiscentes como cuando el agua se mezcla con la luz para hacer prismas de tal modo que forma el arco iris. La mujer, su compañera , Maggie Odessa, orientó su boca hacia arriba con placer. No hubo ninguna queja, ningún chillido por el shock. Ella alzó sus manos por encima de su cabeza en un tributo silencioso, permitiendo al agua caer en torrentes sobre su cara. Estaba mojada. Las gotas corrieron por su cara, sus pestañas. Todo lo que Brandt podía pensar era que tenía que lamer cada gota. Probar su piel suave como pétalos con el agua vivificante corriendo por ella. De repente tuvo sed, su garganta seca. Su cuerpo se sintió pesado y doloroso, y un murmullo extraño comenzó en su cabeza.
La camiseta blanca de Maggie empapada al instante por el diluvio repentino, se volvió de un material casi transparente. Sus pechos fueron perfilados, llenos, intrigantes, una elevación de carne lozana, cremosa, sus pezones más oscuros, dos brotes gemelos de invitación. La riqueza de su cuerpo expuesto atrajo su mirada fija como un imán. Llamándole. Hipnotizándole. Su boca se secó, y su corazón martilleó como un tambor. Drake echó un vistazo atrás a Maggie, su mirada se mantuvo fija durante un caliente, tenso momento sobre el balanceo de sus pechos.
Una advertencia retumbó profundamente en la garganta de Brandt. El gruñido era bajo, pero el silencio del bosque lo llevó fácilmente. Él rugió, el peculiar, gruñido de su clase. Una amenaza. Una orden. Drake se quedó rígido, giró la cabeza alrededor, miró detenidamente e inquietamente en los arbustos.
La mirada de Maggie siguió la de Drake a la vegetación espesa. No había ningún modo de interpretar mal el sonido de un gran felino de la selva.
Drake le tiró la mochila.
– Póngase algo, lo que sea, para cubrirse -su voz estaba acortada, casi hostil.
Sus ojos se ensancharon por el asombro.
– ¿No oyó usted eso?
Ella sostuvo la mochila delante, protegiendo sus pechos de su vista, sobresaltada porque los hombres parecían más preocupados por su cuerpo que por el peligro que se acercaba a ellos.
– Ha tenido que haber oído eso. Un leopardo, y cerca, deberíamos marcharnos de aquí.
– Sí. Es un leopardo, señorita Odessa. Y correr no es una buena idea si han decidido hacer de usted su comida.
Dándole la espalda, Drake pasó su mano por su pelo mojado.
– Solamente póngase algo y estaremos bien.
– ¿A los leopardos les gustan las mujeres desnudas? -dijo Maggie sarcásticamente poniéndose a toda prisa su camisa caqui. Restándole importancia a la situación para que no le entrara el pánico.
– Absolutamente. Es lo que mas les gusta -dijo Drake, su voz con un matiz de humor-. ¿Está usted decente?
Maggie abotonó la camisa caqui directamente sobre la camiseta mojada. El aire era espeso, el olor de tantas flores casi empalagoso en la humedad opresiva. Sus calcetines estaban mojados, haciendo que sus pies estuvieran incómodos.
– Sí, estoy decente. ¿Estamos cerca ya? -Ella no quiso quejarse pero de pronto se sintió irritable y molesta con todo y todos.
Drake no se giró para comprobarlo.
– Está un poco más lejos. ¿Tiene que descansar?
Ella era muy consciente de que sus escoltas miraban el espeso follaje con cautela. Su aliento se atascó en su garganta. Podría haber jurado que vio la punta de una cola negra crisparse en los arbustos a unas pocas yardas de donde ella había estado de pie, pero cuando parpadeó, sólo había sombras más oscuras e infinitos helechos. Por mucho que lo intentó, no pudo ver nada en el bosque profundo, pero la impresión de peligro permaneció aguda.
– Yo preferiría seguir -admitió ella. Se sintió muy incómoda e indispuesta. Un momento quería atraer a los hombres, y al siguiente quería gruñir y arañarles, sisear y escupirlos para alejarlos de ella.
– Continuemos entonces -señaló Drake y se pusieron una vez más en movimiento.
Los tres hombres llevaban armas que colgaban descuidadamente en sus espaldas. Cada uno de ellos tenía un cuchillo atado con correa a la cintura. Ninguno de ellos había tocado las armas, incluso cuando el felino había hecho notar su presencia cerca.
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