Christine Feehan - El Despertar

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Maggie regresa al lugar de su nacimiento y de repente su mundo se convierte en un deleite sensual pero peligroso. La selva tropical guarda secretos de su primogenitura y un misterioso hombre, tan predador como cualquier animal, espera en el mismo corazón de la selva por su llegada.
Bajo el calor llameante del sol de Borneo, el hermoso sueño de una naturalista se hace realidad… para vivir entre las salvajes criaturas de la selva. Pero una bestia indomable e irresistible de otra especie la obliga a explorar su propio lado salvaje.

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Maggie inclinó la cabeza hacia atrás con un pequeño suspiro, secando el sudor de su garganta con la palma de la mano. Su parte inferior se sentía pesada e inquieta con cada paso que daba. Necesitada. Deseando. Sus pechos estaban hinchados y doloridos. Sus manos temblaban. Una alegría extraña barrió a través de ella. La vida pulsaba en sus venas. Un despertar.

Entonces se dio cuenta de los hombres. Mirándola. Sus ojos calientes por los movimientos de su cuerpo. La curva de sus caderas, el empuje de sus pechos tirando contra la tela de su camiseta. La subida y bajada de su respiración mientras andaba por el estrecho camino. Generalmente, saber que estaba siendo mirada la hubiera avergonzado, pero ahora se sintió licenciosa, casi una exhibicionista.

Maggie examinó sus sentimientos y se impresionó. Ella estaba excitada. Totalmente excitada. Siempre había pensado que estaba hasta cierto punto en el lado asexual. Nunca notó a los hombres de la manera en que sus amigas lo hacían, nunca le atrajeron. Ellos ciertamente no la encontraban atractiva, aunque ahora no solo era consciente de su propia sexualidad, sino que se deleitaba con el hecho de que excitaba a los hombres. Ella frunció el ceño, dando vueltas a los sentimientos desconocidos. Eso no iba con ella. No estaba atraída por los hombres, aunque su cuerpo lo estaba. No eran los hombres. Era algo profundo dentro de ella que no podía comprender.

Se movió a lo largo del camino, sintiendo como los ojos acariciaban su cuerpo, sintiendo el peso de las miradas, oyendo la respiración pesada de los hombres mientras se adentraban en el interior oscuro del bosque. La selva pareció cerrarse detrás de ellos, enredaderas y arbustos extendiéndose a través del rastro. El viento soplaba bastante fuerte como para tirar hojas y pequeñas ramitas al suelo de la selva. Pétalos de flores, enredaderas e incluso ramas pequeñas se colocaron sobre la tierra de modo que parecía como si nada hubiera sido molestado durante años.

Sus ojos veían detalles de manera diferente, mucho más agudamente, captando el movimiento que no debería haber sido capaz de notar. Era estimulante. Incluso su sentido del olfato parecía realzado. Trataba de evitar atropellar una planta hermosa, blanca como de encaje, que parecía estar por todas partes y que emitía un olor acre.

– ¿Qué es esta planta del suelo? -se aventuró a preguntar.

– Un tipo de hongo -uno de los hombres contestó bruscamente. Él se había presentado simplemente como Conner-. A los insectos les gusta y terminan por extender sus esporas por todas partes. -Aclaró su garganta y echó un vistazo a los otros hombres, entonces detrás ella.

– ¿Qué hace usted en la gran ciudad, señorita?

Maggie se asustó cuando le hizo la pregunta. Ninguno de los hombres se había animado a entablar mucha conversación.

– Soy veterinaria de animales exóticos. Me especializo en felinos.

Maggie siempre había estado atraída por lo salvaje, estudiando e investigando todo lo que podía encontrar sobre selvas tropicales, animales, y plantas. Había trabajado mucho para hacerse veterinaria de animales exóticos, esperando practicar en tierras salvajes, pero Jayne había estado tan firme, tan resuelta en su determinación de mantener a Maggie cerca, que se había conformado con trabajar en el zoo. Esta había sido su gran oportunidad para ir al lugar que siempre había tenido muchas ganas de ver.

Maggie tenía sueños de la selva tropical. Nunca había jugado con muñecas como otras niñas, sino con animales de plástico, leones, leopardos y tigres. Todos los grandes felinos. Ella tenía afinidad con ellos, sabía cuando tenían dolor o trastornos o estaban deprimidos. Los felinos le respondían y rápidamente había adquirido una reputación por su capacidad de curar y trabajar con felinos exóticos.

Los hombres cambiaron una breve mirada que ella no pudo interpretar. Por cualquiera razón su reacción la hizo sentir incómoda, pero insistió en el intento de conversar ahora que él le había dado una oportunidad.

– Leí que hay rinocerontes y elefantes en este bosque. ¿Es cierto?

El hombre que se presentó como Joshua asintió bruscamente, alcanzó y cogió la mochila de su mano como si su peso los forzara a reducir la velocidad. Ella no protestó porque él no rompió el paso. Se movían rápido ahora.

– ¿Está seguro de saber adónde va? ¿Hay realmente un pequeño pueblo con gente? No quiero ser abandonada absolutamente sola sin nadie para ayudarme si me muerde una serpiente o algo.

¿Era aquella su voz? ¿Gutural? ¿Ronca? Eso no sonaba a ella.

– Sí, señorita, hay una ciudad y provisiones.

El tono de Conner fue cauto.

Una ola de inquietud la atravesó. Luchó por controlar su voz, dominarla.

– Seguramente hay otro modo de llegar allí sin ir a pie. ¿Cómo traen las provisiones?

– Mulas. Y no, para llegar a su casa y al pueblo, usted debe ir andando.

– ¿Siempre está tan oscuro el bosque? -Maggie insistió-. ¿Cómo se orientaban por el bosque? Había tantos árboles. Sándalo. Ébano y teca. Tantas clases diferentes. Había numerosos árboles frutales como cocoteros, mangos, plataneras y naranjos a lo largo del perímetro externo. Reconoció varios tipos de árboles, pero no podía decir lo que los hombres usaban para identificar el rastro. ¿Cómo podían contar a donde iban o como regresar? Estaba intrigada y un poco intimidada por su habilidad.

– La luz del sol tiene pocas oportunidades de penetrar a través de las gruesas ramas y hojas de encima -vino la respuesta. Ninguno redujo la marcha, ni siquiera la miraron.

Maggie no podía decir que no querían conversar. No era exactamente como si fueran rudos con ella, pero cuando se dirigía a ellos directamente estaban incómodos. Maggie se encogió de hombros cuidadosamente. No necesitaba conversación. Siempre se había sentido a gusto con su propia compañía, y había muchas cosas intrigantes en la selva. Vislumbró una serpiente tan cerca como el brazo de un hombre. Y tantos lagartos que perdió la cuenta. Debería haber sido inmensamente difícil notar a tales criaturas. Se camuflaban con el follaje y aún así de algún modo podía verlas. Casi como si la selva la estuviera cambiando de algún modo, mejorando su vista, su capacidad de oír y oler.

De repente se hizo el silencio en el bosque. Los insectos cesaron su zumbido sin fin. Los pájaros pararon bruscamente sus continuas llamadas. Incluso los monos cesaron toda la charla. La calma la molestaba, enviando un estremecimiento por su espalda. Una sola advertencia chilló alta en el dosel, una alerta de peligro y Maggie supo al instante que era peligroso para ella. El pelo de la nuca se le erizó y giró nerviosamente la cabeza de un lado al otro mientras andaba, sus ojos sondeando agitadamente el denso follaje.

Su aprehensión debía de haberse trasladado a los guardias, que redujeron la distancia entre ellos, y uno se quedó detrás de ella impulsándola a moverse más rápidamente por el bosque.

El corazón de Maggie se aceleró, su boca se secó. Podía sentir que su cuerpo comenzaba a temblar. Algo se movía en el profundo follaje, grande, pesadamente musculado, una sombra en las sombras. Algo se paseaba al lado de ellos. Realmente no podía verlo, la impresión era de un depredador grande, un animal que la acechaba silenciosamente. Sintió el peso de una intensa y concentrada mirada fija, unos ojos que no parpadeaban. Algo fijo sobre ella. Algo salvaje.

– ¿Estamos a salvo? -hizo la pregunta suavemente, acercándose a sus guías.

– Desde luego que estamos a salvo, señorita-contestó el tercer hombre, un alto rubio con oscuros y pensativos ojos. Su mirada se deslizó sobre ella-. Nada atacaría una partida tan grande

El grupo no era tan grande. Cuatro personas que marchaban pesadamente sobre un camino no existente hacia un destino incierto. No se sentía segura del todo. Había olvidado cual era el nombre del tercer hombre. Eso de repente la molestó, realmente la molestó. ¿Si algo realmente los atacaba y el hombre trataba de protegerla, ella ni siquiera sabía su nombre?

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