– ¿Es por el caso en el que estás trabajando ahora? ¿Con el chamán?
– No, esto viene de hace unos años, un cliente cuya situación financiera ha mejorado y que quiso pagarme un extra. En cuanto al caso actual, existe la posibilidad de un pago. Un trueque, por así decirlo. Él tiene… -Lucas se interrumpió, luego dijo que no con un gesto-. Es un tema que podemos discutir más adelante, si al final sale. Por ahora, tengo suficiente dinero como para invitarte a salir por ahí y pagar el alquiler durante unos meses. Voy a preparar las bebidas, y luego le diré a Troy que dentro de una hora saldremos a cenar.
No se me escapó la referencia a «pagar el alquiler», pese a la habilidad con que él la dejó caer. Yo pagaba la mayor parte de los gastos de la casa. Por elección propia, debería agregar. Sabía que esto molestaba a Lucas, no en el sentido de «yo soy el hombre y a mí me corresponde el deber de mantener la casa», sino por una cuestión de orgullo más sutil.
Lucas se ganaba la vida a duras penas. La mayor parte de su trabajo de investigación y actuación en los tribunales era gratuito, en ayuda de sobrenaturales que no podían pagar a un abogado. El escaso dinero que ganaba provenía por lo general de escritos legales que hacía para clientes sobrenaturales más ricos, muchos de los cuales podrían haber contratado, con facilidad y más conveniencia, a algún abogado local, pero que mantenían contratado a Lucas como una manera de prestar apoyo a sus esfuerzos gratuitos. Aun eso le creaba incomodidad a Lucas, porque le parecía caridad, pero su única alternativa habría sido dejar de ocuparse de los casos gratuitos, cosa que jamás haría.
Dolía terriblemente verlo dormir en moteles de cuarta, incapaz casi de pagarse el transporte público, ahorrando cada moneda para poder contribuir a una parte de nuestros gastos. Yo tenía suficiente para los dos. ¿Pero cómo podía rechazar sus aportaciones sin restarle valor a sus esfuerzos? Otro punto crítico de nuestra relación sobre el cual teníamos que trabajar.
* * *
Volvimos a nuestra habitación justo antes de la medianoche, después de haber seguido, tras la cena, con unas partidas de billar y unas cuantas rondas de cerveza. Una ventaja muy clara del sistema de chófer/guardaespaldas: un conductor seguro. El aspecto negativo, sin embargo, fue que Troy me venció en dos de tres partidas de billar, un serio golpe a mi ego. Le eché la culpa a la bebida. Me había quitado reflejos… Aunque hizo maravillas para ayudarme a olvidar el resto del día. En cuanto a Lucas, él también se sentía mejor.
– ¡No he hecho trampas! -dije, tratando de escabullirme de la posición cabeza abajo en el respaldo del sofá en el que me encontraba aprisionada. Me levantó la blusa, sacándola de la falda, y me hizo cosquillas en las costillas.
– Así fue como hiciste trampa. En la segunda partida, séptima bola, tronera de la izquierda. Hechizo menor de telequinesia.
Chillé y le aporreé las manos.
– Yo…, la bola rodó.
– Con ayuda.
– Una vez. Sólo una vez. Yo…, ¡basta! -Otro grito embarazosamente femenino-. Tú, en la tercera partida, la octava bola. La moviste sacándola de la trayectoria de tu tiro.
Me empujó, de modo que caímos en el sofá y deslizó una mano por debajo de mi falda.
– Divertimiento estratégico, señor abogado -dije.
– Culpable. -Enganchó los dedos en la cintura de mis bragas y me las quitó.
– No tan rápido, Cortez. Me prometiste un hechizo.
– Creo que ya has hecho bastantes en el salón de billares.
Apagó mis barboteos con un beso.
– Espera. No… -Me escurrí de costado y caí al suelo, y me alejé de él-. ¿Te apetece jugar? Hechizos de striptease.
– ¿Strip…? -Se tapó la sonrisa con la mano-. Vale, de acuerdo. ¿Cómo se juega?
– Del mismo modo que el strip póquer, sólo que lanzando hechizos. Por turno vamos lanzando el nuevo hechizo. Cada vez que fallemos, nos quitamos una prenda de ropa.
– Dada la dificultad de ese hechizo, es probable que ambos nos quedemos desnudos antes de hacerlo bien.
– Entonces tendremos que ser más creativos.
Lucas rió y comenzó a decir algo, pero un golpe a la puerta lo interrumpió. Miró hacia la puerta principal. Yo le señalé la que comunicaba nuestra suite con la de Troy. Lucas suspiró, se puso en pie y miró en torno. Yo levanté del suelo sus gafas.
– Gracias -dijo, cogiéndolas-. Vuelvo enseguida.
– Más te vale. O empezaré sin ti.
Lucas se abotonó la camisa mientras se dirigía hacia la puerta. Yo me subí al sofá, me alisé la falda y escondí mis bragas entre los almohadones.
Lucas abrió la puerta de la habitación adyacente.
– Ha habido otro ataque -dijo Troy.
– ¿Dónde? -pregunté, levantándome de un salto del sofá.
– Aquí. En Miami. -Troy se pasó la mano por el pelo. Estaba pálido-. Acabo de recibir la llamada. Ellos…, estoy de servicio esta semana. Nadie me ha quitado de la lista esta noche. ¿Podrías llamar por teléfono y hacerles saber que no puedo ir?
– Pasa -le pidió Lucas.
– Necesito…, tengo que hacer algunas llamadas. Se trata de Griffin. Su hijo mayor, Jacob. Yo debería…
– Pasa, por favor. -Lucas cerró la puerta detrás de Troy-. ¿Dices que han atacado al hijo mayor de Griffin?
– Yo…, no sabemos. Llamó al número de emergencias y ahora ha desaparecido. Han mandado un equipo de búsqueda.
– ¿Por qué no vas con ellos? -pregunté-. Nosotros estaremos bien.
– No puede -respondió Lucas-. Sería severamente reconvenido por dejarme solo. Un problema que se resuelve fácilmente si yo también voy. ¿Quieres venir con nosotros?
– ¿Hace falta que me lo preguntes? -dije.
– De ninguna manera -replicó Troy-. Si llevo al hijo del patrón y a su novia a una operación de búsqueda y rescate, no sólo me ganaré una buena reprimenda sino que además conseguiré que me despidan. O algo peor.
– Tú no me estás llevando a ninguna parte -dijo Lucas-. Soy yo quien va a echar una mano, y por lo tanto estás obligado a seguirme. En el camino pediré más información por teléfono.
Me senté en el asiento delantero del coche, dejando a Lucas la tranquilidad necesaria en el asiento de atrás para que llamase al departamento de seguridad para que le pusieran al corriente de las últimas novedades.
La lluvia golpeaba levemente sobre el techo, lo suficiente para que el camino estuviera resbaladizo y brillante en la oscuridad. Nuestro parabrisas, no obstante, estaba seco, multiplicando por diez la visibilidad de Troy. Al verlo, comprendí por qué Troy conocía a Robert Vasic. Como Robert, Troy era un Tempestras, un demonio de tormentas. La denominación, como muchos sobrenombres de semidemonios, es un tanto melodramática y suena a falsedad publicitaria. Un Tempestras no puede provocar tormentas, pero sí controlar el tiempo dentro de su vecindad inmediata, produciendo viento, lluvia o, si es realmente bueno, rayos. Podría también, como Troy, hacer algo tan mínimo pero práctico como mantener la lluvia a cierta distancia del parabrisas. Pensé en comentarlo, pero una mirada al rostro contraído de Troy me dijo que no se hallaba en un estado de ánimo propicio a una conversación sobre sus poderes. Estaba tan concentrado en conducir el vehículo, que probablemente ni siquiera se había dado cuenta de que estaba alejando la lluvia del parabrisas.
– ¿Puedo preguntar algo? -dije quedamente-. ¿Sobre el hijo de Griffin?
– ¿Hummm? Ah, sí, claro.
– ¿Se habrá escapado de casa?
– ¿Jacob? Mierda, no. Están pasando una situación difícil. Griffin y sus chicos, quiero decir. Tiene tres. Su esposa murió hace un par de años. De cáncer de pecho.
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