Karin Slaughter - Perseguidas

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Hay muchas formas de morir, pero unas son más aterradoras que otras… Un paseo por el bosque se convierte en algo siniestro para el jefe de policía Jeffrey Tolliver y la forense Sara Linton, cuando topan con el cuerpo de una joven. Las evidencias iniciales sugieren que ha sido asustada literalmente hasta la muerte. Pero cuando Sara comienza a hacer la autopsia, algo todavía más horripilante sale a la luz… Algo que incluso conmociona a Sara. La detective Lena Adams es llamada durante sus vacaciones para resolver el caso, y la pista pronto conduce al condado vecino, una comunidad aislada, y a un terrible secreto.
Aunque la policia lo ignora, no es la primera vez que ocurre, y quizá tampoco sea la última. Aquella desdichada joven, sepultada en vida no es sólo la víctima de un crimen atroz. Para su asesino es fruto de cumplir con su obligación. Abby Bennett merecía terminar así, y también las otras, perseguidas y condenadas a pagar el precio de sus actos.

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– Que no tenía ni idea de qué hablaba Frank. Paul lleva todos los asuntos de la familia.

– ¿Frank la ha creído?

– No está seguro -contestó Jeffrey-. Ni siquiera yo estoy seguro y he estado hablando con ella media hora.

– No se puede decir que vivan por todo lo alto.

– Según Sara, se hacen su propia ropa.

– No es el caso de Paul -señaló ella-, ¿Cuál era el valor de las pólizas?

– Unos cincuenta mil dólares cada una. Serán codiciosos, pero no tontos.

Lena sabía que una cifra desorbitada habría despertado las sospechas de las compañías de seguros. De esa manera, en cambio, la familia había podido cobrar casi medio millón de dólares en los últimos dos años, todo libre de impuestos.

– ¿Y la casa? -preguntó Lena.

En las pólizas constaba que todos los beneficiarios vivían en la misma dirección de Savannah. Tras una rápida llamada al juzgado del condado de Chatham, se supo que la casa de Sandon Square había sido adquirida por una tal Stephanie Linder cinco años antes. O bien había otra Ward de la que Jeffrey no había oído hablar, o alguien le estaba jugando una mala pasada a la familia.

– ¿Crees que Dale también tiene que ver con esto? -preguntó Lena.

– Frank ha pedido un informe económico -dijo-. Dale y Terri están hasta el cuello de deudas: tarjetas de crédito, hipoteca, las letras de dos coches. Tienen tres facturas del hospital pendientes de pago. Sara dice que el hijo ha estado ingresado un par de veces. Están muy necesitados de dinero.

– ¿Crees que la mató Terri? -preguntó Lena, pensando que Frank tenía razón cuando dijo que el envenenamiento era un crimen de mujer.

– ¿Por qué habría de matarla?

– Sabía lo que hacía Cole. Pudo haberlo seguido.

– Pero ¿por qué habría de matar a Abby?

– A lo mejor no lo hizo -aventuró Lena-. A lo mejor Cole mató a Abby y Terri decidió darle a probar su propia medicina.

Jeffrey movió la cabeza en un gesto de negación.

– No creo que Cole matara a Abby. Se le veía realmente apenado por su muerte.

Lena lo dejó correr, pero en el fondo opinaba que Jeffrey concedía el beneficio de la duda a uno de los psicópatas más hijos de puta con que se había topado.

Jeffrey abrió el móvil y marcó un número. Alguien lo cogió y él dijo:

– Hola, Molly. ¿Puedes pasarle un recado a Sara? -Hizo una pausa-. Dile que estamos yendo a casa de los Stanley. Gracias, -Colgó y dijo a Lena-: Terri tenía hora con Sara al mediodía.

Eran las diez y media. Lena se acordó de la pistola en el garaje de Dale.

– ¿Y por qué no la hemos ido a buscar allí?

– Porque la consulta de Sara es coto vedado.

Lena pensó que la excusa era bastante pobre, pero sabía que no debía insistir. Jeffrey era el mejor policía que había conocido, pero cuando estaba por medio Sara Linton, parecía un cachorro apaleado. Para cualquier otro hombre el hecho de que ella lo hiciera comer en la palma de su mano habría sido bochornoso, pero él parecía enorgullecerse de ello.

Jeffrey debió de intuir sus pensamientos -o al menos alguno de ellos-, porque dijo:

– No sé de qué es capaz Terri. En cualquier caso, no quiero que monte un número en una consulta llena de críos.

Señaló un buzón negro que asomaba junto a la calle.

– Es ahí a la derecha.

Lena redujo la velocidad y dobló hacia el camino de entrada de los Stanley, seguida por Brad. Vio a Dale trabajar en el garaje y se le cortó la respiración. Lo había conocido hacía años, en otro picnic de la policía, cuando su hermano Pat acababa de incorporarse al cuerpo. Lena había olvidado lo grande que era. Pero no sólo era grande; también era fuerte.

Jeffrey se bajó del coche, pero Lena vaciló. Se obligó a sí misma a coger la manilla, abrir la puerta y salir. Oyó cerrarse la puerta de Brad detrás de ella, pero no quiso apartar la mirada de Dale ni un segundo. De pie en la puerta del garaje, Dale sostenía una llave inglesa de aspecto muy pesado con sus enormes manos. El armario donde guardaba la pistola estaba a pocos metros. Como Jeffrey, tenía un ojo morado.

– Hola, Dale -saludó Jeffrey-. ¿Qué le ha pasado en el ojo?

– Tropecé con una puerta -bromeó.

Lena sintió curiosidad por saber qué le había pasado en realidad. Terri habría tenido que subirse a una silla para alcanzar su cabeza. Dale pesaba unos cuarenta kilos más que ella y la superaba en altura unos sesenta centímetros por lo menos. Lena le miró las manos y pensó que eran lo bastante grandes para rodearle el cuello. Podría estrangularla sin pensárselo dos veces. A Lena le horrorizaba esa sensación, la sensación de que los pulmones se le agitaban en el pecho, los ojos se le ponían en blanco y todo empezaba a desvanecerse pese a sus esfuerzos por no perder el sentido.

Flanqueado por Brad y Lena, Jeffrey avanzó un paso.

– Le ruego que salga del garaje -dijo a Dale.

Dale apretó la llave.

– ¿Qué ocurre? -Esbozó una fugaz sonrisa-. ¿Acaso los ha llamado Terri?

– ¿Por qué habría de llamarnos?

– Por nada -dijo él, encogiéndose de hombros, pero por su manera de sujetar la llave saltaba a la vista que sí tenía motivos para preocuparse.

Lena echó un vistazo a la casa, buscando a Terri. Si Dale tenía un ojo morado, Terri debía de estar bastante peor.

Obviamente Jeffrey pensaba lo mismo. Aun así, dijo a Dale:

– No tiene nada que temer.

Dale era más listo de lo que aparentaba.

– No es ésa la impresión que tengo.

– Salga del garaje, Dale.

– La casa de un hombre es su castillo -respondió Dale-. No tienen derecho a venir aquí. Salgan de mi propiedad ahora mismo.

– Queremos hablar con Terri.

– Nadie habla con Terri a menos que yo lo diga, y yo no lo digo, así que…

Jeffrey se detuvo a un metro de Dale, y Lena se colocó a su izquierda, pensando que podía llegar a la pistola antes que él. Reprimió una maldición cuando vio que el armario, por su altura, estaba fuera de su alcance. A ese lado tendría que haberse puesto Brad. Medía al menos treinta centímetros más que ella. Cuando Lena hubiera acercado un taburete para coger la pistola, Dale estaría ya de camino a México.

– Suelte esa llave -ordenó Jeffrey.

Dale lanzó una mirada a Lena y después a Brad.

– Les agradecería que retrocedieran un paso o dos.

– No está en situación de dar órdenes, Dale -dijo Jeffrey.

Lena quiso llevarse la mano a la pistola, pero sabía que debía obedecer las indicaciones de Jeffrey. Él mantenía los brazos a los lados, pensando seguramente que lograría convencer a Dale. Ella no lo veía tan claro.

– Me están agobiando -se quejó Dale-. Eso no me gusta.

Levantó la llave a la altura del pecho, con un extremo apoyado en la palma de la mano. Lena sabía que ese hombre no era tonto. La llave podía hacer mucho daño, pero no a tres personas a la vez, y menos teniendo en cuenta que las tres iban armadas. Observó a Dale atentamente, segura de que intentaría coger la pistola.

– Esta actitud no va a beneficiarle en nada -le advirtió Jeffrey-. Sólo queremos hablar con Terri.

Dale se movió con notable agilidad para un hombre de su tamaño, pero Jeffrey se le adelantó. Cogió la porra del cinturón de Brad y golpeó a Dale en las corvas cuando éste se abalanzó hacia la pistola. Dale se desplomó como una pila de ladrillos.

Lena no pudo por menos de sobrecogerse al ver a Brad, normalmente tan dócil, hincar la rodilla en la espalda de Dale, aplastándolo contra el suelo mientras lo esposaba. Había bastado con un golpe en las corvas para derribarlo. Ni siquiera se resistió cuando Brad, tras ponerle un juego de esposas en cada mano, le tiró de los brazos hacia atrás para inmovilizárselos a la espalda.

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