– ¿Y los demás?
– Tengo copias de los certificados de defunción en mi despacho.
– ¿Los firmó Jim Ellers? -preguntó Sara, refiriéndose al forense del condado de Catoogah.
– Sí -respondió Brock, indicándole que lo acompañara al vestíbulo.
Sara lo siguió, preocupada. Jim Ellers era un buen hombre, pero como Brock, era director de una funeraria, no médico. Jim siempre enviaba los casos más difíciles a Sara o al laboratorio estatal. En los últimos ocho años, Sara sólo recordaba haber recibido de Catoogah una herida de bala y una puñalada. Jim no debía de haber visto nada anormal en las muertes de la granja. Tal vez fuera así. Brock tenía razón en que los trabajadores eran marginados. El alcoholismo y la drogadicción eran enfermedades difíciles de tratar, y si no se atajaban, en general producían problemas de salud catastróficos y en último extremo la muerte.
Brock abrió una gran puerta de madera de dos hojas que daba a lo que antes había sido la cocina. Ahora era su despacho, en cuyo centro había un enorme escritorio con una pila de papeles en la bandeja de entrada.
– Mi madre no ha estado en condiciones para poner orden.
– No tiene importancia.
Brock se acercó a la hilera de archivos al fondo del despacho. Volvió a llevarse los dedos a la cara y a tamborilearse en la barbilla, sin abrir ningún cajón.
– ¿Pasa algo?
– Puede que necesite un momento para poder recordar sus nombres. -Sonrió como disculpándose-. Mi madre tiene mucha mejor memoria que yo para estas cosas.
– Brock, esto es importante -comentó Sara-. Vete a buscar a tu madre.
– Sí, señora -dijo Jeffrey al teléfono, mirando a Lena con cara de exasperación. Ésta adivinó que Barbara, la secretaria de Paul Ward, parecía dispuesta a contarle su vida y milagros, hasta el último detalle, incluido su número de la seguridad social. La mujer hablaba con voz metálica y tan estridente que Lena la oía a dos metros de distancia-. Me parece bien. Sí, señora. -Jeffrey apoyó la cabeza en la mano-. Ah, disculpe, disculpe -intentó decir, y luego añadió-: Perdone, pero tengo otra llamada. Muchas gracias. -Colgó, aunque siguió oyéndose el cacareo de Barbara por el auricular hasta que él lo colocó en la horquilla-. ¡Madre mía! -exclamó, frotándose la oreja-. ¡Qué barbaridad!
– ¿Ha intentado salvar tu alma?
– Dejémoslo en que se siente muy satisfecha participando en la labor de la iglesia.
– ¿Eso significa que diría cualquier cosa con tal de proteger a Paul?
– Probablemente -contestó Jeffrey, reclinándose en la silla. Miró sus notas, que se reducían a tres palabras-. Confirma que Paul estaba en Savannah. Incluso se acuerda de que la noche en que murió Abby se quedaron los dos trabajando hasta tarde.
Lena sabía que precisar la hora de la muerte no era una ciencia exacta.
– ¿Toda la noche?
– Buena pregunta -dijo él-. También ha dicho que Abby fue a llevar unos papeles un par de días antes de desaparecer.
– ¿Y qué impresión le causó?
– Según ella, estaba tan alegre como siempre. Paul firmó unos documentos, se fueron a comer juntos y luego él la llevó a la estación de autobús.
– Quizá discutieran en la comida.
– Sí, quizá -coincidió él-. Pero ¿qué razón podría tener para matar a su sobrina?
– Tal vez el hijo que ella esperaba era de él -sugirió Lena-. No sería la primera vez.
Jeffrey se rascó la mandíbula.
– Sí -reconoció, y Lena advirtió que aquella idea le desagradaba-. Pero Cole Connolly estaba convencido de que el padre era Chip.
– ¿Estás seguro de que no la envenenó Cole?
– Todo lo seguro que puedo estar -contestó-. Tal vez tengamos que separar las dos cosas, dejar de preocuparnos por quién mató a Abby. ¿Quién mató a Cole? ¿Quién podría desear su muerte?
Lena tenía más dudas acerca de la sinceridad de Cole sobre la muerte de Abby. Jeffrey había quedado conmocionado al verlo morir; hasta qué punto su convicción de la inocencia de Cole no estaría influida por aquella espantosa experiencia.
– Tal vez alguien que sabía que Cole había envenenado a Abby decidió vengarse, quiso que sufriera igual que sufrió Abby -aventuró Lena.
– No le mencioné a nadie de la familia que la habían envenenado hasta después de la muerte de Cole -le recordó él-. Por otro lado, el asesino sabía que él bebía café por las mañanas. Me comentó que las hermanas le insistían en que lo dejase.
Lena dio un paso más.
– Es posible que Rebecca también lo sepa.
Jeffrey asintió.
– Se esconde por alguna razón -dijo Jeffrey. Y añadió-: O al menos espero que esté escondida.
Eso mismo estaba pensando Lena.
– ¿Estás seguro de que Cole no la encerró en algún sitio? ¿Para castigarla por algo?
– Sé que piensas que no debería creerle -dijo Jeffrey-, pero dudo mucho que la secuestrara. La gente como Cole sabe elegir a sus víctimas. -Se inclinó sobre la mesa, con las manos entrelazadas, como si fuera a decir algo vital para el caso-. Eligen a las personas que saben que no lo contarán. Lo mismo sucede con Dale al elegir a Terri. Esos individuos saben a quién pueden zarandear: quién callará y lo aceptará y quién no.
Lena sintió que le ardían las mejillas.
– Rebecca parecía bastante rebelde. Sólo la vimos aquella vez, pero me dio la sensación de que no se dejaba zarandear. -Se encogió de hombros-. Pero eso nunca se sabe, ¿no?
– No, desde luego -convino él, mirándola atentamente-. Por lo que sabemos, podría ser la propia Rebecca quien estuviera detrás de todo.
Frank se detuvo en la puerta con un fajo de papeles en la mano. Señaló algo que ninguno de los dos había pensado.
– El envenenamiento es un crimen de mujer.
– Rebecca estaba asustada cuando habló con nosotros -observó Lena-. No quería que su familia se enterara. Aunque también es posible que no quisiera que se enterasen porque nos mentía.
– ¿Te pareció capaz de hacer algo así? -Preguntó Jeffrey.
– No -reconoció ella-. Lev y Paul, posiblemente. Y Rachel es bastante inquebrantable.
– De todos modos, ¿por qué el hermano vive en Savannah?
– Es una ciudad portuaria -le recordó Jeffrey-. Allí sigue habiendo mucho comercio. -Señaló los papeles que llevaba Frank-. ¿Qué es eso?
– El resto de los informes económicos -contestó al entregárselos.
– ¿Has visto algo interesante?
Frank negó con la cabeza al tiempo que se oía la voz de Marla por el intercomunicador.
– Comisario, Sara en la línea tres.
Jeffrey descolgó el auricular.
– ¿Qué hay?
Lena hizo ademán de salir para dejarlo hablar a solas, pero Jeffrey le indicó con un gesto que se quedara. Sacó el bolígrafo y dijo al auricular:
– Deletréalo. -Y escribió algo. Luego-: De acuerdo, el siguiente.
Mientras él escribía una serie de nombres, todos masculinos, Lena iba leyéndolos al revés.
– Muy bien -dijo Jeffrey a Sara-. Ya te llamaré después. -Colgó y, sin detenerse siquiera para tomar aliento, explicó-: Sara está en la funeraria de Brock. Dice que en los dos últimos años han muerto nueve personas en la granja.
– ¿Nueve? -Lena estaba segura de haber oído mal.
– Brock recibió cuatro cadáveres. Los demás fueron enviados a Richard Cable.
Lena sabía que Cable era el dueño de una de las funerarias del condado de Catoogah. Preguntó:
– ¿Cuál fue la causa de la muerte?
Jeffrey arrancó la hoja de su cuaderno.
– Intoxicación etílica, sobredosis. Uno tuvo un infarto. Jim Ellers, de Catoogah, hizo las autopsias. Y en todas dictaminó muerte natural.
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