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Jeffrey Archer: La falsificación

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Jeffrey Archer La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001? ¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama? ¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios? ¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona? ¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna? ¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión? ¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión? ¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce? ¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas? Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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Aunque era evidente que lady Victoria llevaba muerta varias horas, a Andrews ni se le ocurrió llamar a la policía antes de informar de la tragedia a la siguiente persona en la línea de sucesión de las propiedades Wentworth. Abandonó velozmente el dormitorio, cerró la puerta con llave y, por primera vez en su vida, bajó corriendo la escalera.

Arabella Wentworth atendía a alguien cuando Andrews llamó.

La mujer colgó, se disculpó ante el cliente y explicó que tenía que marcharse inmediatamente. Cambió el letrero de ABIERTO por el de CERRADO y echó el cerrojo a la puerta de su pequeña tienda de antigüedades segundos después de que Andrews pronunciase la palabra «emergencia», vocablo que no le había oído decir en cuarenta y nueve años.

Un cuarto de hora después, Arabella detuvo su coche en la grava de la calzada de acceso a Wentworth Hall. Andrews la esperaba inmóvil en el escalón más alto.

– Milady, lo siento muchísimo -dijo escuetamente el mayordomo a la nueva dueña y la condujo al interior de la casa y por la ancha escalera de mármol.

Al ver que Andrews se apoyaba en la barandilla para mantener el equilibrio, Arabella supo que su hermana había muerto.

Con frecuencia Arabella se había preguntado cómo reaccionaría ante una crisis. Experimentó un gran alivio porque no se desmayó, pese a que se sintió espantosamente asqueada cuando vio por primera vez el cadáver de su hermana. De todos modos, estuvo en un tris de caerse redonda. Lo miró por segunda vez y, antes de alejarse, se aferró al poste de la cama para recuperarse.

Había sangre por todas partes: se había coagulado en la alfombra, en las paredes, en el escritorio e incluso en el techo. Arabella hizo un esfuerzo sobrehumano, soltó el poste de la cama y se arrastró hasta el teléfono de la mesilla de noche. Se desplomó en el lecho, cogió el teléfono y marcó el número de emergencias. Cuando respondieron y preguntaron con qué servicio quería hablar, respondió:

– Con la policía.

Arabella colgó. Estaba decidida a llegar a la puerta del dormitorio sin volver la vista atrás, hacia el cadáver de su hermana. No lo consiguió. Solo le echó un vistazo y fue entonces cuando reparó en la carta dirigida a «Mi queridísima Arabella». Aferró la misiva inacabada, pues no le apetecía compartir con la policía los últimos pensamientos de su hermana. Se guardó la carta en el bolsillo y abandonó el dormitorio sin tenerlas todas consigo.

4

Anna corrió hacia el oeste por la calle Cincuenta y cuatro Este, pasó frente al Museo de Arte Moderno, cruzó la Sexta Avenida y torció a la derecha en la Séptima. Apenas echó un vistazo a los hitos conocidos de la impresionante escultura dedicada al amor, que dominaba la esquina de la calle Cincuenta y cinco Este, y al Carnegie Hall cuando cruzó la Cincuenta y siete. Dedicó casi todas sus energías y concentración a tratar de evitar a los madrugadores habituales mientras se apresuraban hacia ella y bloqueaban su paso. Anna consideraba que el trayecto hasta Central Park solo era un ejercicio de calentamiento, por lo que puso en marcha el cronómetro que llevaba en la muñeca izquierda únicamente cuando franqueó Artisans' Gate y corrió por el parque.

En cuanto adquirió un ritmo regular, Anna intentó centrarse en la reunión programada con el presidente del banco para las ocho de esa misma mañana.

Se había sorprendido y también había experimentado cierto alivio cuando Bryce Fenston le ofreció un puesto en Fenston Finance, pocos días después de que abandonase su cargo como número dos del departamento de Sotheby's dedicado a los impresionistas.

Su inmediato superior había dejado muy claro que toda posibilidad de progreso quedaría bloqueada durante una temporada después de que Anna reconociese que era la responsable de haber perdido la venta de una gran colección a favor de Christie's, el rival principal. Anna había dedicado meses a mimar, halagar y cuidar a ese cliente en concreto para que eligiese a Sotheby's a la hora de desprenderse de las posesiones familiares y, al compartir el secreto con su amante, supuso ingenuamente que sería discreto. Al fin y al cabo, era abogado.

Cuando el nombre del cliente apareció en la sección del New York Times dedicada a las artes, Anna se quedó sin amante y sin trabajo. No la ayudó que al cabo de unos días el mismo periódico mencionase que la doctora Anna Petrescu había abandonado Sotheby's «bajo sospecha», lo cual no era más que un eufemismo para decir que la habían puesto de patitas en la calle, y el columnista tuvo a bien acotar que no era necesario que se tomase la molestia de solicitar trabajo en Christie's.

Bryce Fenston asistía habitualmente a las principales subastas de impresionistas, por lo que tenía que haber visto a Anna junto al podio del subastador, tomando notas y desempeñando la función de observadora. A la doctora Petrescu le molestaba la más mínima alusión a que su belleza y su figura atlética eran el motivo por el que en Sotheby's le asignaban habitualmente esa posición tan destacada en lugar de situarla a un costado de la sala de subastas, junto a los demás observadores.

Anna consultó el cronómetro al pasar por Playmates Arch: dos minutos y dieciocho segundos. Siempre intentaba realizar el recorrido completo en doce minutos. Sabía que no era demasiado rápido, pero todavía le molestaba que la adelantasen y se sentía muy contrariada si lo hacía una mujer. Había llegado en nonagésimo séptimo lugar en el maratón de Nueva York del año anterior, de modo que casi ningún ser bípedo la adelantaba en su carrera matinal por Central Park.

Volvió a pensar en Bryce Fenston. Hacía tiempo que los que estaban estrechamente vinculados con el mundo artístico, ya fuesen casas de subastas, las galerías principales o marchantes particulares, sabían que Fenston acumulaba una de las más grandes colecciones de impresionistas. Junto a Steve Wynn, Leonard Lauder, Anne Dias y Takashi Nakamura, Fenston solía estar entre los últimos postores que pujaban por las adquisiciones más importantes. En el caso de esa clase de coleccionistas, lo que suele comenzar como un inocente pasatiempo puede convertirse rápidamente en una adicción que engancha tanto como las drogas. Para Fenston, que poseía un ejemplar de cada uno de los grandes impresionistas salvo de Van Gogh, la mera idea de poseer una obra del maestro holandés era como una inyección de heroína pura y en cuanto adquiría un cuadro, enseguida necesitaba otra dosis, como el adicto tembloroso que busca al camello. Su traficante era Anna Petrescu.

Cuando leyó en el New York Times que Anna se marchaba de Sotheby's, Fenston se apresuró a ofrecerle un puesto en la junta y un salario que reflejaba la seriedad con la que pretendía seguir acrecentando su pinacoteca. Lo que llevó a Anna a aceptar fue saber que Fenston también era originario de Rumania. Ese hombre le recordaba constantemente que, al igual que ella, había escapado del opresivo régimen de Ceausescu y buscado refugio en Estados Unidos.

Pocos días después de que comenzase a trabajar en el banco, Fenston sometió a prueba la experiencia de Anna. La mayoría de las preguntas que le planteó durante la primera reunión que mantuvieron, en la que compartieron el almuerzo, se refirieron a los conocimientos de Anna sobre las grandes colecciones que seguían en manos de familias de segunda y tercera generación. Después de seis años en Sotheby's, prácticamente no había obra impresionista importante que fuera a subasta que no hubiese pasado por las manos de la doctora Petrescu o que, como mínimo, no hubiese visto e incorporado a su base de datos.

Una de las primeras lecciones que Anna aprendió al entrar a trabajar en Sotheby's fue que el dinero rancio solía ser el del vendedor y el de los nuevos ricos el comprador, razón por la cual entró en contacto con lady Victoria Wentworth, hija mayor del séptimo conde de Wentworth, por lo que se trataba de dinero rancio rancísimo, en nombre de Bryce Fenston, que representaba dinero nuevo novísimo.

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