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Jeffrey Archer: La falsificación

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Jeffrey Archer La falsificación

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¿Por qué una anciana es asesinada en su mansión de Inglaterra la madrugada del 11 de septiembre de 2001? ¿Por qué un exitoso banquero de Nueva York no se sorprende al recibir por correo la oreja de una vieja dama? ¿Por qué un prestigioso abogado trabaja para un único cliente sin cobrar honorarios? ¿Por qué una joven ejecutiva roba un Van Gogh si no es una ladrona? ¿Por qué una brillante licenciada trabaja como secretaria después de heredar una fortuna? ¿Por qué una atleta cobra un millón de dólares por cumplir una misión? ¿Por qué una aristócrata estaría dispuesta a matar si sabe que pasará el resto de su vida en prisión? ¿Por qué un magnate japonés del acero va a dar una fuerte suma de dinero a una mujer a la que no conoce? ¿Por qué un experto agente del FBI tiene que averiguar cuál es la conexión entre estas ocho personas aparentemente sin relación entre ellas? Las respuestas a todas estas preguntas las da esta absorbente novela: en ella, una conspiración internacional, cuyo objetivo es uno de los lienzos más valiosos del mundo, introduce al lector en el mercado negro del arte, desde Nueva York hasta Londres, desde Bucarest hasta Tokio, tras las huellas de falsificadores y asesinos a sueldo, en un relato cuya lectura no da tregua.

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En cuanto se secó, Anna se puso una camiseta blanca y pantalón corto azul. Aunque el sol todavía no había salido, tampoco hizo falta que descorriese las cortinas de su pequeño dormitorio para saber que el día sería despejado y soleado. Subió la cremallera de la chaqueta del chándal, que todavía mostraba el contorno de una P desteñida en la zona de la que había descosido la llamativa letra azul. Anna no quería pregonar el hecho de que en el pasado había formado parte del equipo de atletismo de la Universidad de Pensilvania. Al fin y al cabo, ya habían transcurrido nueve años. Finalmente se puso las deportivas Nike y ató los cordones con firmeza. Nada le molestaba tanto como tener que detenerse en medio de la carrera matinal para volver a atarlos. Esa mañana solo llevaba otra cosa: la llave de la puerta de su casa, ensartada en una delgada cadena de plata que le colgaba del cuello.

Anna echó el cerrojo a la puerta de su piso de cuatro dormitorios, recorrió el pasillo y pulsó el botón del ascensor. Mientras esperaba a que el pequeño cubículo ascendiera a regañadientes hasta el décimo piso, inició una serie de estiramientos que habría terminado antes de que el ascensor regresase a la planta baja.

Anna salió al vestíbulo y sonrió a su portero preferido, que se apresuró a abrir la puerta para que la mujer no tuviera que detenerse.

– Buenos días, Sam -saludó Anna mientras salía de Thornton House a la calle Cincuenta y cuatro Oeste y ponía rumbo a Central Park.

De lunes a viernes corría por el Southern Loop. Los fines de semana abordaba el recorrido más largo, de diez kilómetros, ya que daba igual que se retrasase unos minutos, pero ese día la puntualidad era importante.

Esa mañana Bryce Fenston también se levantó antes de las seis porque tenía una cita a primera hora. Mientras se duchaba, Fenston oyó el informativo matinal: un suicida se había autoinmolado en la orilla occidental del Jordán, acontecimiento que se había vuelto tan corriente como la previsión meteorológica o la última fluctuación de las divisas, por lo que no se sintió impulsado a subir el volumen.

«Otro día claro, soleado y con brisa suave, que soplará hacia el sudeste; dieciocho grados de mínima y veinticinco de máxima», informó la alegre meteoróloga mientras Fenston salía de la ducha. La sustituyó una voz más seria que comunicó que el índice Nikkei, de Tokio, había subido catorce puntos y el Hang Seng, de Hong Kong, había bajado uno. El FTSE londinense aún no había decidido qué rumbo tomaría. Pensó que no era probable que las acciones de Fenston Finance subiesen o bajaran espectacularmente, ya que solo dos personas más estaban al tanto de su discreto golpe. Fenston desayunaría con una a las siete y a las ocho despediría a la otra.

A las 6.40 Fenston había terminado de ducharse y vestirse. Estudió su imagen en el espejo y se dijo que le habría gustado ser cinco centímetros más alto y otros tantos más delgado, algo que quedaba resuelto con un sastre competente y un par de zapatos cubanos con plantillas especiales. También le habría gustado dejarse crecer el pelo, pero no podría hacerlo mientras hubiese tantos exiliados de su país que podían reconocerlo.

Aunque su padre había sido conductor de tranvía en Bucarest, cualquiera que se fijase en el hombre impecablemente vestido que salió del edificio de piedra caliza de la calle Setenta y nueve Este y subió a la limusina con chófer habría supuesto que había nacido en el elegante Este neoyorquino. Solamente quienes lo mirasen con más atención habrían detectado el pequeño diamante que lucía en la oreja izquierda, capricho que, en su opinión, lo distinguía de sus colegas más conservadores. Ningún integrante de su equipo se atrevía a llevarle la contraria.

Fenston se sentó en la parte trasera de la limusina.

– Al despacho -ordenó antes de pulsar el botón que había en el reposabrazos.

La pantalla de cristal gris ahumado se elevó y puso fin a toda conversación innecesaria entre Fenston y el chófer. Fenston cogió el ejemplar del New York Times que se encontraba en el asiento, a su lado. Lo hojeó para ver si algún titular llamaba su atención. Al parecer, el alcalde Giuliani había perdido la partida. Tras instalar a su amante en Gracie Mansion, había permitido que su esposa expresase su opinión sobre el tema ante cualquiera que estuviese dispuesto a escucharla. Y esa mañana le había tocado al New York Times. Fenston echaba un vistazo a las páginas de economía cuando el chófer giró por Roosevelt Drive y llegó a las necrológicas en el momento en que la limusina se detuvo frente a la Torre Norte. Hasta el día siguiente nadie imprimiría la única necrológica que le interesaba pero, para ser justos, también había que decir que en Estados Unidos nadie sabía que estaba muerta.

– A las ocho y media tengo una cita en Wall Street -comunicó Fenston al chófer cuando este abrió la portezuela-. Recógeme a las ocho y cuarto.

El chófer asintió al tiempo que Fenston se alejaba en dirección al vestíbulo. Aunque en la torre había noventa y nueve ascensores, solo uno subía directamente hasta el restaurante del piso ciento siete.

Una vez Fenston había calculado que pasaría una semana de su vida en los ascensores. Un minuto después, cuando abandonó el ascensor, el maître reconoció a su cliente habitual, inclinó ligeramente la cabeza y lo acompañó a la mesa del rincón, la que daba a la estatua de la Libertad. En la única ocasión en la que había llegado y comprobado que la mesa que le gustaba estaba ocupada, Fenston había dado media vuelta y regresado directamente al ascensor. Desde entonces, cada mañana la mesa del rincón permanecía libre… por las dudas.

Fenston no se sorprendió cuando vio que Karl Leapman lo esperaba. En los diez años que hacía que trabajaba para Fenston Finance, Leapman no había llegado tarde ni una sola vez. Fenston se preguntó cuánto tiempo llevaba allí sentado, simplemente para cerciorarse de que el presidente no se le adelantaba. Fenston echó un vistazo al hombre que, una y otra vez, le había demostrado que no había alcantarilla a la que no estuviese dispuesto a bajar por su jefe. También hay que reconocer que Fenston fue la única persona dispuesta a ofrecer trabajo a Leapman cuando salió de la cárcel. Los letrados expulsados del colegio de abogados y con una condena de cárcel por fraude no suelen encontrar socios.

Fenston tomó la palabra incluso antes de sentarse:

– Como ahora estamos en posesión del Van Gogh, esta mañana solo nos queda analizar una cuestión. ¿Cómo nos deshacemos de Anna Petrescu sin que sospeche de nosotros?

Leapman abrió la carpeta que tenía delante y sonrió.

3

Esa mañana nada había salido tal como estaba previsto.

Andrews había comunicado a la cocinera que subiría la bandeja con el desayuno de la señora en cuanto retirasen el cuadro. La cocinera se encontraba mal a causa de la migraña, por lo que su segunda, que no era una chica fiable, se encargó de preparar el desayuno de la señora. La furgoneta blindada del servicio de seguridad se presentó con cuarenta minutos de retraso y el joven y descarado conductor se negó a irse sin tomar café con galletas. La cocinera jamás habría cedido ante semejantes tonterías, pero la situación superó a su sustituía. Media hora después, Andrews los encontró sentados a la mesa de la cocina y de cháchara.

Andrews se alegró de que la señora no hubiese dado señales de vida antes de la partida del conductor de la furgoneta. Comprobó que en la bandeja no faltaba nada, volvió a doblar la servilleta y abandonó la cocina para subir el desayuno a su jefa.

Sostuvo la bandeja sobre la palma de una mano y, con la otra, llamó delicadamente a la puerta del dormitorio antes de abrirla. Al ver a la señora tumbada en el suelo, en un charco de sangre, el mayordomo lanzó una exclamación, soltó la bandeja y corrió hacia el cadáver.

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